Выбрать главу

Por alguna extraña razón eso me inspiró confianza.

– Ven aquí -susurró el alemán.

No podía hablar. Sentía como si tuviera la boca llena de paja. Hubiera echado a correr de haber estado segura de que mis piernas me responderían. Pero lo que hice fue alzar la barbilla y dirigirme hacia él.

El alemán sonrió y dio otra calada al cigarrillo.

– Eres la pequeña de la naranja ¿no? -dijo mientras me acercaba.

No respondí. A él parecía importarle poco mi silencio.

– Eres rápida. Tan rápida como yo cuando era niño. -Se echó la mano al bolsillo y sacó algo envuelto en papel de estaño-. Toma. Te gustará. Es chocolate.

– No lo quiero -respondí dirigiéndole una mirada llena de recelo.

– Prefieres las naranjas ¿no? -dijo sonriendo de nuevo.

Callé.

– Recuerdo que había un huerto junto al río -dijo en voz queda- cerca del pueblo en el que crecí. Tenía las ciruelas más grandes y moradas que hayas visto nunca. Estaba todo amurallado, y lo rondaban los perros de la granja. Durante todo el verano intenté coger las ciruelas. Tenía que coger aquellas ciruelas. Lo intenté todo. No podía pensar en otra cosa.

Su voz era agradable y con un ligero acento; los ojos le brillaban detrás de los dibujos del humo del cigarrillo. Lo observé con cautela; no me atrevía a moverme, dudosa de si me estaba tomando el pelo.

– Además lo robado siempre sabe mucho mejor que lo que te dan. ¿No crees?

Ahora estaba segura de que se estaba burlando de mí y mis ojos se agrandaron con indignación.

El alemán vio mi expresión y se echó a reír, ofreciéndome aún el chocolate.

– Vamos, backfisch, cógelo. Haz cuenta que se lo estás robando a los boches.

La onza estaba medio deshecha y me la comí directamente. Era chocolate de verdad y no aquella cosa blanquecina y arenosa que comprábamos de vez en cuando en Angers. El alemán me observó mientras comía y yo lo miraba con la misma sospecha pero con curiosidad creciente.

– ¿Las cogiste al final? -pregunté al fin con la voz espesa por el chocolate-. ¿Las ciruelas, me refiero?

El alemán asintió.

– Las cogí, backfisch. Aún recuerdo su sabor.

– ¿Y no te pillaron?

– Pues sí. -Su sonrisa se tiñó de arrepentimiento-. Comí tantas que me puse enfermo y así fue cómo me descubrieron. Me gané una buena paliza. Pero al final conseguí lo que quería. Eso es lo que importa ¿no?

– Es cierto -convine-. A mí me gusta ganar. -Hice una pausa-. ¿Por eso no dijiste nada de lo de la naranja?

El alemán se encogió de hombros.

– ¿Por qué iba a decírselo a nadie? No era asunto mío. Además, el tendero tenía muchas más. Bien podía prescindir de una.

Asentí.

– Tiene una furgoneta -anuncié lamiendo el trozo de papel de estaño para que no se perdiera nada del chocolate.

El alemán parecía estar de acuerdo.

– Hay gente que quiere guardarse todo lo que tienen para sí -comentó-. Eso no es justo.

– Como Madame Petit, la de la mercería -dije asintiendo con la cabeza-, te pide la luna por un trozo de paracaídas por el que ella no ha pagado nada.

– Exacto.

Se me ocurrió que quizá no debería haber mencionado a Madame Petit y le dirigí una rápida mirada, pero el alemán apenas parecía estar escuchándome. Tenía los ojos puestos en Cassis, que seguía hablando en susurros con Hauer al final de la fila de asientos. Sentí una punzada de disgusto al pensar que Cassis pudiera interesarle más que yo.

– Es mi hermano -le dije.

– ¿Ah, sí? -volvió a mirarme sonriente-. Sois toda una familia. Me pregunto si hay más de vosotros.

– Yo soy la pequeña -dije negando con la cabeza-, Framboise.

– Encantado de conocerte, Françoise.

– Framboise -le corregí con una sonrisa.

– Leibniz, Tomas. -Alzó la mano y después de un momento de duda se la estreché.

Capítulo 13

Así fue como conocí a Tomas Leibniz. Por alguna razón Reinette estaba furiosa porque había estado hablando con él y se pasó refunfuñando el resto de la película. Hauer le había pasado un paquete de Gauloise a Cassis y ambos reptamos nuevamente hasta nuestros asientos, él fumando uno de sus cigarrillos y yo perdida en especulaciones. Sólo cuando la película hubo terminado me sentí dispuesta a hacer preguntas.

– Esos cigarrillos -comenté-, ¿te refieres a eso cuando dices que puedes conseguir cosas?

– Pues claro -Cassis parecía satisfecho consigo mismo, pero todavía percibía cierta ansiedad bajo su apariencia. Sostenía el cigarrillo en la palma de la mano como si imitara a los alemanes pero, en él, aquel gesto se notaba artificial e inseguro.

– Les dices cosas, ¿no es así?

– A veces les decimos cosas -admitió Cassis con sonrisa afectada.

– ¿Qué tipo de cosas?

– Empezó con aquel viejo idiota y su radio -dijo en voz baja encogiéndose de hombros-. Se lo merecía. En cualquier caso, no debería haberla tenido, y tampoco debería haberse mostrado tan sorprendido; al fin y al cabo, lo único que hacíamos era mirar a los alemanes. A veces les dejamos notas con el cartero o en el café. A veces el repartidor de periódicos nos pasa cosas que han dejado para nosotros. A veces ellos mismos lo traen. -Intentó que su voz sonara impasible pero podía percibir cierta ansiedad e inquietud-. No tiene importancia -prosiguió-. La mayoría de los boches son los primeros en utilizar el mercado negro y envían cosas a su casa. Ya sabes, cosas que han requisado. Así que en el fondo no tiene importancia.

– Pero la Gestapo.

– ¡Oh, crece de una vez, Boise! -De pronto estaba enfadado, como siempre que lo ponía contra las cuerdas-. ¿Qué sabrás tú de la Gestapo? -Miró a su alrededor con nerviosismo y volvió a bajar la voz-. Naturalmente no tratamos con ellos. Esto es diferente. Ya te lo dije, sólo son negocios. Y, por cierto, no tiene nada que ver contigo.

– ¿Por qué no? -le espeté resentida-. Yo también sé cosas -Deseé haberle dicho más cosas de Madame Petit al alemán, haberle contado que era judía.

Cassis movió la cabeza despectivamente.

– No lo entenderías.

Regresamos a casa envueltos en un silencio algo aprensivo, esperando quizá que madre hubiese adivinado nuestro desautorizado viaje, pero al llegar nos la encontramos de un buen humor poco común. No dijo nada sobre el olor a naranjas, la noche en vela o los cambios que yo había hecho en su habitación. Y la comida que nos tenía preparada era casi una celebración, con una sopa de zanahorias y achicoria, boudin noir con manzanas y patatas, crêpes de trigo sarraceno y clafoutis de postre, grandes y jugosos con las últimas manzanas de la temporada anterior, crujientes con azúcar moreno y canela. Comimos en silencio como siempre, pero madre parecía abstraída; olvidó incluso decirme que quitase los codos de la mesa y ni siquiera reparó en que llevaba el pelo enredado y la cara sucia.

Quizá la naranja la haya amansado, pensé entre mí.

No obstante, al día siguiente se recuperó con creces volviendo a su antiguo ser. La evitamos en la medida de lo posible, haciendo nuestras tareas con rapidez y recluyéndonos en el puesto de vigilancia y el río, donde jugamos con desgana.

A veces Paul venía con nosotros pero intuía que ya no formaba parte del grupo, que había quedado excluido de nuestro círculo. Me daba pena y me sentí algo culpable; sabía bien lo que era sentirse excluida pero no podía hacer nada para evitarlo. Paul tenía que librar sus propias batallas como yo había librado las mías.