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Además, a madre le desagradaba Paul tanto como le desagradaba el resto de la familia Hourias. A sus ojos, Paul era un vagabundo, demasiado holgazán para ir al colegio y demasiado estúpido incluso para aprender a leer en el pueblo con los demás niños. Sus padres no eran mucho mejores: él vendía lombrices rojas junto a la carretera y ella remendaba la ropa de otros. Pero mi madre se mostraba especialmente cruel con el tío de Paul. Al principio pensé que se trataba de un asunto de pura rivalidad típica de los pueblos. Philippe Hourias tenía la granja más grande de Les Laveuses, hectáreas de campos de girasoles, patatas, coles y nabos, veinte vacas, cerdos, cabras y un tractor en una época en que la mayoría de las gentes de por allí seguían arando con caballos, y también tenía una máquina para ordeñar… Eran los celos, me dije a mí misma, el resentimiento de la viuda que tiene que luchar para salir adelante contra el viudo rico. Aun así, no dejaba de ser extraño, dado que Philippe Hourias había sido el mejor amigo de mi padre. Habían crecido juntos de niños, habían ido a pescar y a nadar juntos y compartían secretos. Philippe había grabado personalmente el nombre de mi padre en el monumento de guerra y siempre le ponía flores los domingos. Pero madre no lo saludaba más que con un breve gesto. Nunca fue un alma gregaria y después del incidente de la naranja parecía aún más hostil hacia él.

No fue sino mucho después cuando empecé a intuir la verdad. Cuando leí el álbum, cuarenta años después. Aquella caligrafía diminuta y causante de migrañas que se esparcía por las páginas cosidas:

Hourias lo sabe -escribió-. A veces lo sorprendo mirándome. Lástima y curiosidad, como si yo fuese algo que atropellara en la carretera. La noche pasada me vio saliendo de La Rép con las cosas que tenía que comprar. No dijo nada pero sé que lo había adivinado. Cree que deberíamos casarnos, claro. Para él tiene sentido, un viudo y una viuda, casando sus tierras. Yannick no tenía ningún hermano que le sustituyera al morir. Y no se espera de una mujer que se encargue ella sola de la granja.

Si hubiera sido una mujer dulce quizás habría sospechado algo antes. Pero Mirabelle Dartigen no era una mujer dulce. Era sal sin refinar y lodo de río, con ataques de ira prestos y furiosos como inevitables tormentas estivales. Nunca pretendí averiguar las causas, me limitaba a evitar los efectos tan bien como podía.

Capítulo 14

No hubo más viajes a Angers aquella semana y ni Cassis ni Reinette parecían dispuestos a hablar de nuestro encuentro con los alemanes. En cuanto a mí, no quería mencionar mi conversación con Leibniz aunque no podía olvidarla. A veces me hacía sentir aprensiva y extrañamente poderosa.

Cassis estaba inquieto, Reinette ceñuda y descontenta, y por si fuera poco estuvo toda la semana lloviznando, así que el Loira se ensanchó peligrosamente y los campos de girasoles se pusieron azulados por la lluvia. Pasaron siete días desde nuestra última visita a Angers. El día de mercado llegó y pasó; esta vez Reinette acompañó a madre a la ciudad dejándonos a Cassis y a mí merodeando descontentos por el huerto mojado. Las ciruelas verdes en los árboles me traían a Leibniz al pensamiento con una mezcla de curiosidad e inquietud. Me preguntaba si volvería a verlo de nuevo.

E inesperadamente lo vi.

Era día de mercado, temprano por la mañana y le tocaba a Cassis ayudar con las provisiones. Reine había ido a buscar los quesos envueltos en las hojas de vid y madre estaba recogiendo los huevos del gallinero. Yo acababa de regresar del río con mis capturas del día, un par de pequeñas percas y brecas que había desmenuzado como cebo y que había dejado en el cubo junto a la ventana. No era el día en que los alemanes solían venir y por ello fui yo la que casualmente les abrió la puerta cuando llamaron.

Eran tres, dos a los que no conocía y Leibniz, muy correcto ahora con su uniforme, erguido con el fusil apoyado en el brazo. Se le agrandaron un poco los ojos al verme y sonrió.

Si hubiesen sido otros alemanes los que hubieran estado ante mí les habría cerrado la puerta en las narices como Denis Gaudin hizo cuando le fueron a requisar el violín. Habría ido a llamar a madre. Pero en aquella ocasión no sabía qué hacer; me moví nerviosamente por el umbral pensando en lo que debía hacer.

Leibniz se volvió hacia los otros dos y les dijo algo en alemán. Por los gestos que acompañaban sus palabras me pareció entender que él se encargaría de registrar aquella granja mientras los otros seguían hasta las casas de Ramondin y Hourias. Uno de los alemanes me miró y dijo algo. Los tres se echaron a reír. Luego, Leibniz asintió, aún sonriendo, y entró en nuestra cocina.

Sabía que debía llamar a madre. Cuando venían los soldados aún se ponía de peor humor; resentida por su presencia y su indiferente apropiación de todo cuanto precisaban. ¡Y tenía que ser hoy de entre todos los días! Ya estaba de bastante mal humor; aquel sería el golpe de gracia.

Las provisiones empezaban a escasear, me había explicado Cassis cuando le pregunté. Incluso los alemanes tenían que comer.

– Y comen como cerdos -había dicho con indignación-. Deberías ver su cantina -barras enteras de pan con mermelada y pâté, rillettes, queso y anchoas saladas, jamón, chucrut y manzanas- no te lo puedes llegar a imaginar.

Leibniz cerró la puerta tras de sí y miró a su alrededor. Fuera de la vista de los otros soldados se le veía más relajado, más como un civil. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un cigarrillo.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le dije al fin-. No tenemos nada.

– Ordenes, backfisch -dijo Leibniz-. ¿Está tu padre por aquí?

– No tengo padre -repliqué con una nota desafiante-. Los alemanes lo mataron.

– ¡Ah, lo siento! -Parecía incómodo y sentí cierto placer-. Tu madre entonces.

– Afuera -lo observé-. Hoy es día de mercado. Si nos quitas la mercancía no nos quedará nada. Sólo nos mantenemos a duras penas.

Leibniz echó un vistazo un poco avergonzado, me pareció. Lo vi mirar las baldosas limpias del suelo, las cortinas remendadas, la mesa de madera de pino rayada. Dudó.

– Tengo que hacerlo, backfisch -musitó-. Me castigarán si no obedezco las órdenes.

– Podrías decir que no encontraste nada. Podrías decir que ya no quedaba nada cuando llegaste.

– Quizá -se le encendieron los ojos al ver el cubo con los restos de pescado junto a la ventana-. ¿Hay algún pescador en la familia? ¿Quién es? ¿Tu hermano?

Negué con la cabeza.

– Yo.

Parecía sorprendido.

– ¿Pescas? -repitió-. No pareces lo bastante mayor.

– Tengo nueve años -respondí dolida.

– ¿Nueve? -Había luces bailando en sus ojos pero la boca permaneció seria-. Yo también pesco, ¿lo sabías? -murmuró-. ¿Qué es lo que pescas por aquí? ¿Truchas, carpas, percas?

Negué con la cabeza.

– ¿Entonces qué?

– Lucios.

Los lucios son los más listos de los peces de agua dulce. Astutos y cautelosos a pesar de sus crueles dientes, necesitan cebos cuidadosamente seleccionados para atraerlos a la superficie. Aun la cosa más insignificante puede alertarlos, el menor cambio en la temperatura del agua; el atisbo de un movimiento fugaz. No hay forma suficientemente rápida o fácil para capturarlos; dejando a un lado la suerte ciega, pescar lucios requiere tiempo y paciencia.

– Bueno, eso es distinto -dijo Leibniz pensativamente-. No creo que pueda fallarle a un compañero pescador -me sonrió-. Conque lucios, ¿eh?

Asentí.

– ¿Qué utilizas, abejorros o bolos alimenticios?

– Las dos cosas.

– Ya veo. -Ahora no sonrió; era un asunto serio. Lo observé en silencio. Era un truco que jamás me fallaba para poner nervioso a Cassis.