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En cierto modo era bastante parecido a los juegos a los que solíamos jugar años atrás Reine, Cassis, Paul y yo; las pistolas de patata, las contraseñas y rituales. El juego se había ampliado un poco, eso era todo. Las apuestas estaban más altas.

– Tú no sabes nada de la Resistencia -le dije cínicamente, intentando no parecer impresionada.

– Quizás aún no -confesó Cassis-. Pero podríamos enterarnos. Hasta ahora hemos descubierto un montón de cosas.

– Todo va bien -continuó Reinette-. No hablamos de nadie de Les Laveuses. No se nos ocurriría chivarnos de nuestros vecinos.

Asentí. Eso no sería justo.

– En cualquier caso, en Angers es distinto. Aquí lo hace todo el mundo.

– Yo también podría enterarme de cosas -dije pensándolo un momento.

– ¿Qué ibas a hacer tú? -dijo Cassis desdeñosamente.

Estuve a punto de decirle lo que le había dicho a Leibniz de Madame Petit y el paracaídas de seda, pero decidí callarme. En su lugar le hice la pregunta que me había estado preocupando desde que Cassis mencionara por primera vez su trato con los alemanes.

– ¿Qué es lo que hacen ellos cuando les contáis cosas? ¿Matan a la gente? ¿Los mandan al frente?

– Pues claro que no. No seas tonta.

– ¿Entonces qué?

Pero Cassis ya no me estaba escuchando. Sus ojos estaban fijos en el puesto de periódicos que había junto a la iglesia enfrente de nosotros, en el que había un chico moreno más o menos de su edad que nos miraba con insistencia y luego nos hizo un gesto impaciente.

Cassis pagó las bebidas y se levantó.

– Vamos -anunció.

Reinette y yo lo seguimos. Cassis parecía tener amistad con el otro muchacho, supongo que lo conocía del colegio. Me pareció oír algunas palabras de un trabajo de vacaciones y una risa apagada y nerviosa. Luego lo vi deslizar un papel doblado en la mano de Cassis.

– Hasta luego -dijo Cassis, apartándose de él despreocupadamente.

La nota era de Hauer.

Sólo Hauer y Leibniz hablaban bien francés, me explicó Cassis mientras nos turnábamos para leer la nota. Los demás -Heinemann y Schwartz- apenas si chapurreaban un poco, pero Leibniz podría haber sido francés, alguien de Alsacia o Lorena quizá, con ese dialecto gutural de la región. Por alguna razón noté que eso le gustaba a Cassis, como si el hecho de pasar información a alguien casi francés fuese menos censurable.

«Nos vemos a las doce en el patio del colegio -decía brevemente la nota-. Tengo algo para ti.»

Reinette tocó el papel con la punta de los dedos. Se había sonrojado por el nerviosismo.

– ¿Qué hora es ya? -dijo-. ¿Llegaremos tarde?

Cassis negó con la cabeza.

– No con las bicicletas -dijo, intentando mantener un tono lacónico-. Vamos a ver lo que tienen para nosotros.

Mientras cogíamos las bicicletas de su habitual escondite en el callejón noté que Reinette sacaba una polvera del bolsillo de su vestido y se miraba fugazmente. Frunció el ceño; echó mano de la barra de labios dorado que guardaba en el bolsillo y se retocó los labios de color escarlata; sonreía, se retocaba y volvía a sonreír. Cerró la polvera. Desde el primer viaje me había quedado claro que tenía algo en mente aparte del cine. El esmero con que se vestía, la atención con que se peinaba, el carmín y el perfume… Todo aquello era por alguien. A decir verdad no era algo que me interesase especialmente. Estaba acostumbrada a Reine y su forma de ser. A los doce ya parecía una chica de dieciséis. Con el cabello ensortijado de aquella manera tan sofisticada y los labios carmesíes, aún parecía mayor. Ya había reparado en las miradas que le dedicaban en el pueblo. A Paul Hourias parecía que se le hubiera comido la lengua el gato cada vez que ella estaba cerca. Incluso Jean-Benet Darius, un hombre mayor de casi cuarenta años, y Auguste Ramondin o Raphaël, el del café… Los hombres la miraban; ya me había dado cuenta. Y ella también; desde el primer día de clase había contado historias sobre los chicos que conocía allí. Una semana era Justin, con aquellos ojos maravillosos o Raymond que hacía reír a toda la clase, o Pierre-André que sabía jugar al ajedrez o Guillaume, cuyos padres se habían trasladado desde París el pasado año… Ahora que lo pienso, incluso podía recordar cuándo se acabaron aquellas historias. Debió de ser más o menos por la fecha en que entraron las tropas alemanas.

Hice un gesto de indiferencia. Seguro que había algún misterio, me dije, pero los secretos de Reinette raramente me intrigaban.

Hauer estaba haciendo guardia en la entrada. Pude verle mejor a la luz del día; un alemán de cara ancha con un rostro casi inexpresivo. En voz baja nos dijo: «Pao arriba, dentro de unos diez minutos», y luego nos hizo un gesto de impaciencia como si nos hiciera continuar. Volvimos a montar en las bicicletas sin mirarlo, ni siquiera Reinette, lo que me indujo a pensar que Hauer no podía ser el objeto de su encaprichamiento.

Aún no habían transcurrido los diez minutos cuando avistamos a Leibniz. Al principio pensé que iba sin uniforme, pero luego advertí que simplemente se había quitado la chaqueta y las botas y tenía los pies colgados sobre el parapeto debajo del cual discurría el sigiloso y pardo Loira. Nos saludó con un gesto jovial y nos indicó que nos uniéramos a él. Arrastramos las bicicletas hacia la orilla para que no se pudiesen ver desde la carretera y luego nos fuimos a sentar junto a él. Parecía más joven de lo que yo recordaba, casi tan joven como Cassis, aunque se movía con una descuidada soltura que mi hermano jamás llegaría a poseer por mucho que se esforzara.

Cassis y Reinette lo observaban en silencio, como niños en un zoológico mirando a un animal peligroso. Reinette estaba colorada. Leibniz no parecía impresionado por nuestro escrutinio y encendió un cigarrillo sonriendo.

– La viuda Petit -dijo por fin entre una bocanada de humo- muy bien. -Sonrió entre dientes-. Seda de paracaídas y cientos de cosas más; estaba metida en el mercado negro hasta el cuello -me hizo un guiño-. Buen trabajo, backfisch.

Los otros me lanzaron una mirada de sorpresa pero no dijeron nada. Permanecí en silencio, debatiéndome entre el placer y la ansiedad por sus palabras de aprobación.

– He tenido suerte esta semana -continuó Leibniz en el mismo tono-. Goma de mascar, chocolate y -se metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete- esto.

El esto resultó ser un pañuelo de encaje que le entregó a Reinette. Mi hermana se ruborizó totalmente confundida.

Luego se volvió hacia mí.

– ¿Y tú qué, backfisch? ¿Qué es lo que quieres tú? -sonrió-. ¿Barra de labios? ¿Crema para la cara? ¿Medias de seda? No, eso es más del estilo de tu hermana. ¿Una muñeca? ¿Un osito de peluche? -Su tono era ligeramente burlón y le brillaban los ojos, llenos de reflejos plateados.

Ahora había llegado el momento de admitir que lo de Madame Petit no había sido más que un descuido. Pero Cassis seguía mirándome fijamente con aquella expresión de asombro; Leibniz seguía sonriendo; una idea se coló como un destello en mi cabeza.

No lo dudé.

– Un aparejo de pesca -anuncié-. Un buen aparejo de pesca. -Guardé silencio y le lancé una mirada insolente, clavando mis ojos fijamente en los suyos-. Y una naranja.

Capítulo 16

Volvimos a encontrarnos en el mismo lugar una semana después. Cassis le contó un rumor de que había juego a altas horas de la noche en Le Chat Rouget y algunas palabras que había oído decir al cura Traquet fuera del cementerio sobre un escondite secreto para la plata de la iglesia.

Pero Leibniz parecía preocupado.