– He tenido que esconder esto a los demás -me dijo-. Probablemente no les habría gustado que te lo diera. -De debajo de la chaqueta del uniforme que yacía tirada descuidadamente en la orilla del río sacó una bolsa fina de lona verde que medía más de un metro y que emitió un ligero ruido al entregármela-. Es para ti -dijo, y al ver que yo dudaba-: Vamos.
La bolsa contenía una caña de pescar. No era nueva pero incluso yo podía apreciar que se trataba de una pieza de gran calidad, de bambú oscuro ennegrecido por el tiempo y un carrete de metal brillante que se tensó bajo mis dedos con la misma suavidad que si se tratase de un rodamiento de bolas. Emití un largo y profundo suspiro de asombro.
– ¿Es… para mí? -pregunté, sin atreverme a creerlo.
Leibniz se echó a reír, un sonido alegre y sin matices.
– Por supuesto -dijo-. Nosotros los pescadores tenemos que ayudarnos los unos a los otros ¿no te parece?
Toqué la caña con dedos indecisos y ansiosos. El carrete estaba frío y ligeramente aceitoso, como si hubiese sido engrasado.
– Pero deberás guardarlo bien, ¿eh, backfisch? -me dijo-. No se lo vayas contando a tus padres y a tus amigos. Sabes cómo guardar un secreto ¿no es así?
– Por supuesto -asentí.
Sonrió. Tenía los ojos grises, oscuros y despejados.
– Pesca a ese lucio del que me habías hablado, ¿eh?
Asentí de nuevo.
– Créeme -dijo sonriendo-, con esa caña podrías pescar hasta un submarino alemán.
Le eché una mirada crítica para ver si se estaba burlando de mí. Era evidente que se estaba divirtiendo, pero era una burla amable, pensé, y había cumplido su parte del trato. Sólo había una cosa que me preocupaba.
– Madame Petit… -empecé vacilante-. No le habrá pasado nada, ¿no?
Leibniz apagó el cigarrillo y tiró la colilla al agua.
– Yo diría que no -dijo en tono indiferente-. No si mantiene la boca cerrada. -De pronto me lanzó una mirada penetrante que incluyó a Cassis y a Reinette-. Y vosotros tres también. No digáis nada sobre esto ¿de acuerdo?
Asentimos.
– Ah, una cosa más -se metió la mano en el bolsillo-. Me temo que tendréis que compartirla. Sólo pude encontrar una. -Y sacó una naranja.
Era encantador. Nos había cautivado a todos, a Cassis menos que a Reine y a mí, quizá porque era el mayor y entendía más de los peligros que corríamos, Reinette, tímida y con las mejillas arreboladas y yo… Bueno, quizá fuese sobre todo yo. Empezó con la caña de pescar pero fueron muchas cosas más, su acento, sus maneras despreocupadas, aquella mirada indolente suya y su forma de reír… Oh, era un hombre realmente encantador, no como intentaba serlo Yannick, el hijo de Cassis, con sus maneras toscas y sus ojos de comadreja. No, Tomas Leibniz tenía un encanto natural, incluso para una chiquilla solitaria con la cabeza llena de tonterías.
No sabría decir bien qué era. Reine habría dicho que era la forma con la que miraba a una o la forma en que sus ojos cambiaban de color -a veces gris verdoso, a veces gris pardusco como el río-, o cómo caminaba con la gorra inclinada a un lado y las manos en los bolsillos, como un muchacho haciendo novillos del colegio… Cassis habría dicho que era su naturaleza inquieta, su forma de cruzar a nado el Loira en su tramo más ancho o colgarse boca abajo desde el puesto de vigilancia como si fuera un chaval de catorce años, con el mismo desprecio juvenil por el miedo. Sabía todo acerca de Les Laveuses antes incluso de haber puesto un pie ahí; era un muchacho del campo de la Selva Negra y estaba lleno de anécdotas sobre su familia, sus hermanas, sus hermanos, sus planes. Siempre estaba haciendo planes. Había días en los que todo lo que decía parecía empezar con las mismas palabras -«Cuando sea rico y la guerra haya terminado…»- oh, sus planes no conocían límite. Era el primer adulto que habíamos conocido que seguía pensando como un muchacho y quizá fuera eso, al fin y al cabo, lo que nos atrajo de él. Era uno de nosotros, eso era todo. Jugaba con nuestras mismas reglas.
Había matado a un inglés y a dos franceses en lo que llevaba de guerra. No lo ocultaba, pero por la forma en que nos contaba lo sucedido habríamos jurado que no tenía ninguna otra opción. Podría haber sido nuestro padre, pensé después. Pero aun así lo habría perdonado. Le habría perdonado cualquier cosa.
Al principio estaba en guardia, claro está. Volvimos a verlo en tres ocasiones más, dos veces solo en el río, otra en el cine con los demás, Hauer, Heinemann -robusto y pelirrojo- y el lento y gordinflón de Schwartz. Dos veces le enviamos mensajes a través del chico del puesto de periódicos, otras dos veces recibimos cigarrillos, revistas, libros, chocolate y un paquete de medias de nilón para Reinette. Por lo general la gente suele ser menos precavida con los niños. Miden menos sus palabras. Recogíamos más información de lo que podría imaginarse y se la pasábamos a Hauer, Heinemann, Schwartz y Leibniz. Los demás soldados apenas nos dirigían la palabra. Schwartz, que casi no sabía francés, sonreía impúdicamente a Reinette y le susurraba cosas en su alemán gutural y grasiento. Hauer era rígido y poco amable, y Heinemann parecía preso de una nerviosa energía, rascándose incesantemente su barba rojiza de tres días que parecía una parte indeleble de su rostro… Los otros me incomodaban.
Pero no Tomas. Tomas era uno de los nuestros. Fue capaz de llegar a nosotros como nadie lo había hecho. No se trataba de algo tan evidente como la indiferencia de nuestra madre o la pérdida de nuestro padre, ni siquiera la falta de compañeros de juegos o las privaciones de la guerra. Apenas éramos conscientes de todas esas cosas, viviendo como vivíamos en nuestro pequeño y salvaje mundo imaginario. Realmente nos sorprendimos de lo mucho que llegamos a necesitar a Tomas. No por lo que nos daba; el chocolate, la goma de mascar, el maquillaje o las revistas. Necesitábamos a alguien a quien contarle nuestras hazañas, alguien a quien impresionar, un amigo conspirador que poseyera la energía de la juventud y la urbanidad que da la experiencia, alguien que supiera contar historias tan buenas que Cassis apenas no podía ni soñarlas. Naturalmente, eso no sucedió de un día para otro. Éramos animales salvajes, como madre decía, y necesitábamos que nos domasen. Él debió de darse cuenta desde el principio, por la manera tan astuta con la que nos fue camelando uno a uno, haciéndonos sentir especiales… Incluso ahora, que Dios me perdone, llego a creérmelo. Incluso ahora.
Escondí la caña en el cofre del tesoro para mayor seguridad. Debía tener mucho cuidado cuando la utilizaba, pues todo el mundo en Les Laveuses estaba dispuesto a ocuparse de los asuntos ajenos si uno no sabía ocuparse de ellos él mismo, y bastaba un comentario casual para alertar a madre. Naturalmente, Paul lo sabía pero le dije que la caña había sido de mi padre y, con su tartamudeo, no era de los que iban contando chismes. En cualquier caso, si alguna vez llegó a sospechar algo jamás lo dijo y yo le estaba agradecida por ello.
Julio se volvió caluroso y poco afable, con tormentas día sí día no y el cielo reventando enloquecido y grisáceo sobre el río. Al final de mes el Loira se desbordó arrastrando corriente abajo todas mis trampas y redes y desbordándose hasta los campos de Hourias, con el maíz ya amarillento a tres semanas de su completa maduración. Llovió casi cada noche aquel mes y los relámpagos se esparcían como crujientes rollos de papel de plata haciendo que Reinette gritara y fuese a esconderse debajo de la cama mientras Cassis y yo nos poníamos delante de la ventana abierta de par en par, con la boca abierta para ver si podíamos captar las señales de radio en nuestros dientes. Madre tenía más dolores de cabeza que nunca y sólo utilicé la bolsita con la naranja, revitalizada ahora con la piel de la naranja que me había dado Tomas, dos veces aquel mes y a lo largo del mes siguiente. El resto era problema suyo; a menudo dormía mal y se levantaba con la boca llena de alambre y sin ningún pensamiento amable en la cabeza. En aquellos días pensaba en Tomas como un hombre hambriento piensa en la comida. Creo que a los demás les sucedía lo mismo.