Quiero pensar que mi madre habría hecho lo mismo de haber tenido la oportunidad. Me la imagino como una abuela plácida, aceptando mis regaños con un parpadeo impenitente (desde luego, madre, vas a hacer de estas niñas un par de mimadas insoportables), y no me parece tan imposible como en otros tiempos lo fuera. O quizá la esté reinventando; quizá fue realmente como yo la recuerdo, una mujer dura que nunca sonreía y que me observaba con aquella mirada llena de un hambre monótono e incomprensible.
Nunca llegó a conocer a sus nietas, jamás supo de su existencia. A Hervé le dije que mis padres estaban muertos y él nunca me cuestionó la mentira. Su padre era pescador, su madre una mujer pequeña y redonda como una perdiz, que vendía pescado en el mercado. Me arropé en ellos, como si de una manta prestada se tratase, sabiendo que algún día tendría que volver al frío sin ellos. Un buen hombre, Hervé, un hombre tranquilo sin aristas con las que pudiera lastimarme. Lo amaba, no de la manera punzante y desesperada con la que amaba a Tomas, pero suficiente.
Cuando murió en 1975 (alcanzado por un rayo mientras pescaba anguilas con su padre), mi dolor estuvo teñido con un sentimiento de inevitabilidad, casi de alivio. Había sido bueno durante un tiempo, sí. Pero el trabajo (la vida) debe continuar. Regresé a Les Laveuses dieciocho meses después, con la sensación de despertar de un letargo largo y oscuro.
Puede parecer extraño que esperara tanto tiempo antes de leer el álbum de mi madre. Era mi único legado, a excepción de la trufa de Périgord, y en cinco años apenas le había echado un vistazo. Naturalmente, conocía de memoria tantas recetas que apenas necesitaba leerlas, pero aun así… Ni siquiera había estado presente en la lectura del testamento. No puedo deciros en qué día murió aunque sí sé dónde: en una residencia de ancianos en Vitré llamada La Gautraye, como consecuencia de un cáncer de estómago. Fue enterrada allí también, en el cementerio local, aunque sólo estuve allí una vez. Su tumba queda cerca del muro más alejado, junto a los bidones de basura. «Mirabelle Dartigen», reza, seguido de algunas fechas. Noté, sin demasiada sorpresa, que mi madre nos había mentido con respecto a su edad.
No sé lo que realmente incitó mis primeros estudios del álbum. Fue durante mi primer verano en Les Laveuses después de la muerte de Hervé. Había habido sequía y el Loira estaba un par de metros por debajo del nivel acostumbrado, dejando al descubierto sus márgenes feos y secos como el raigón de un diente enfermo. Las raíces se enredaban en el agua, desteñidas por el sol, y los niños jugaban entre ellas en las orillas, chapoteando con los pies descalzos en los charcos turbios y parduscos, hurgando con palos la basura que flotaba de río arriba. Hasta entonces había evitado mirar el álbum, sintiéndome absurdamente culpable, una voyeuse, como si mi madre pudiera presentarse en cualquier momento y pillarme leyendo sus extraños secretos… La verdad es que yo no quería conocer sus secretos. Era como entrar en una habitación por la noche y oír a tus padres hacer el amor; una voz interior me decía que aquello no estaba bien y tardé más de diez años en comprender que la voz que escuchaba no era la de mi madre sino la mía propia.
Como he dicho, mucho de lo que ella había escrito resultaba incomprensible. El lenguaje -algo parecido al italiano e impronunciable- en el que gran parte del álbum había sido escrito me era complejamente extraño, y después de algunos intentos infructuosos por descifrarlo, abandoné el empeño. Las recetas eran lo bastante claras, escritas en tinta azul o violeta, los garabatos frenéticos, los poemas, los dibujos y las anécdotas insertados entre ellas escritos sin ninguna lógica aparente, ni orden alguno que yo pudiese descubrir:
Hoy vi a Guilherm Ramondin. Con su pierna de madera. Se rió de R-C por quedarse mirándolo. Cuando ella le preguntó si le dolía, él le respondió que tenía suerte. Su padre hace zuecos. La mitad de trabajo que hacer un par, ja ja ja, y la mitad de posibilidades de pisarte los pies al bailar un vals, preciosa mía. No puedo dejar de pensar en el aspecto que tiene el interior de esa pata del pantalón recogida hacia arriba. Como una morcilla blanca y cruda, liada con un trozo de cuerda. Tuve que morderme la boca para no echarme a reír.
Las palabras están escritas, con letra muy pequeña, encima de la receta de la morcilla blanca. Estas breves anécdotas me parecían inquietantes con su triste sentido del humor.
En otros lugares, mi madre habla de sus árboles como si fuesen personas: «He pasado la noche entera en vela junto a Belle Yvonne, está resfriada». Y aunque sólo se refiere a sus hijos con abreviaturas -R-C, Cass y Fra-, nunca menciona a mi padre. Nunca. Durante muchos años me pregunté la razón. Naturalmente, no tenía forma de saber lo que había escrito en las otras secciones, las secciones secretas. Mi padre, por lo poco que sabía de él, bien podía no haber existido.
Capítulo 5
Luego se produjo el asunto del artículo. Yo no lo llegué a leer, sabéis; apareció en ese tipo de revistas que parecen considerar la comida puramente como un accesorio de estilo -«este año todos comemos cuscús, querida, es absolutamente el rigueur»- mientras que para mí la comida es sencillamente comida, un placer para los sentidos, algo efímero cuidadosamente elaborado, como los fuegos artificiales, un trabajo duro a veces, pero nada que deba tomarse en serio, no es arte, por el amor de Dios, por un extremo entra y por otro sale. En cualquier caso, ahí estaba un buen día, en una de esas revistas de moda, Viajes por el Loira, o algo parecido, las recomendaciones de un chef famoso probando restaurantes en su recorrido hacia la costa. Lo recuerdo bien; un hombrecillo pequeño y delgado, que llevaba sus propios frasquitos de sal y pimienta envueltos en una servilleta y un bloc de notas en el regazo. Tomó mi Paëlle Antillaise y la ensalada caliente de alcachofas, luego una ración del kougn-amann de mi madre con mi propia cidre bouché y un vaso de liqueur framboise para acabar. Me hizo muchas preguntas sobre mis recetas, quiso ver la cocina, el huerto y se sorprendió mucho cuando le enseñé la bodega con los estantes de terrines, mis confituras y aceites aromáticos de nuez, romero y trufa, y los vinagres de frambuesa, espliego y manzana ácida, me preguntó dónde había estudiado y casi se molestó cuando me eché a reír por la pregunta.
Quizá le conté demasiadas cosas. Me sentí adulada. Le invité a probar de esto y de aquello. Una rodaja de rillettes, otra de mi saucisson sec. Un sorbito de mi licor de pera, el poiré que mi madre solía hacer en octubre con las peras caídas que yacían ya fermentadas en el suelo caliente, tan enguantadas con avispas oscuras que teníamos que utilizar pinzas de madera para recogerlas… Le mostré la trufa que mi madre me dio, conservada cuidadosamente en el aceite como una mosca en ámbar, y sonreí al ver cómo se le agrandaban los ojos por el asombro.