– ¿Tiene usted idea de lo que vale esto?
Sí, me sentí adulada en mi vanidad. Un poco sola, también; contenta de poder hablar con ese hombre que conocía mi lenguaje, que sabía distinguir y nombrar las hierbas de una terrine al probarla y que me dijo que era demasiado buena para este lugar, que era un crimen… Quizá me eché a soñar un poco. Debería haberme dado cuenta antes.
El artículo apareció unos meses después. Alguien me lo trajo, arrancado de la revista. Una fotografía de la crêperie, un par de párrafos.
«Puede que los visitantes de Angers que anden buscando una auténtica cocina gastronómica se dirijan al prestigioso Aux Délices Dessanges. Al hacerlo se perderían sin duda uno de los descubrimientos más interesantes de mis viajes por el Loira… -Frenéticamente intenté recordar si le había hablado de Yannick-. Detrás de la modesta fachada de una casa de campo, un milagro culinario se está fraguando…»
Una sarta de tonterías le sigue sobre «las tradiciones campestres revitalizadas por el genio creativo de esta señora». Con impaciencia y pánico creciente escudriñé la página en busca de lo inevitable. Una sola mención del apellido Dartigen y todo mi trabajo cuidadosamente elaborado se iría al traste…
Puede parecer que estoy exagerando. No es así. La guerra sigue estando muy presente en Les Laveuses. Todavía hay personas que no se dirigen la palabra. Denise Mouriac y Lucille Dupré, Jean-Marie Bonet y Colin Brassaud. ¿No se destapó aquel asunto en Angers hace unos años, cuando encontraron a una mujer anciana encerrada en el desván de una casa? Sus padres la encerraron ahí en 1945 cuando descubrieron que había colaborado con los alemanes. Tenía dieciséis años. Cincuenta años después la sacaron, vieja y loca, cuando su padre murió por fin.
¿Y qué hay de esos hombres viejos -de ochenta y noventa años- encerrados por crímenes de guerra? Hombres viejos y ciegos, hombres viejos y enfermos endulzados por la demencia, sus rostros laxos y sin comprender. Resulta imposible creer que alguna vez fueran jóvenes. Imposible imaginar sueños sangrientos dentro de esos cráneos frágiles y olvidadizos. Destruye el receptáculo y la esencia se escapa. El crimen toma una vida -justificación- propia.
Por una extraña coincidencia, la propietaria de Crêpe Framboise, la señora Françoise Simon, resulta estar emparentada con la propietaria de Aux Délices Dessanges…
Se me cortó la respiración. Sentí como si una chispa de fuego me hubiese obturado la tráquea y de pronto me encontraba bajo el agua, el río pardusco tirando de mí hacia abajo, dedos de fuego aferrándose a mi cuello, a mis pulmones…
…nuestra mismísima Laure Dessanges. Resulta extraño que no haya conseguido averiguar muchos de los secretos de su tía. Yo por mi parte, en esta ocasión, preferí el encanto modesto de Crêpe Framboise a cualquiera de las elegantes (pero demasiado exiguas) propuestas de Laure.
Volví a respirar. Nada del sobrino, sino de la sobrina. No me habían descubierto.
Me prometí a mí misma que no habría más estupideces. No más charlas con amables escritores gastronómicos. Un fotógrafo de otra revista de París vino a entrevistarme una semana después, pero me negué a recibirlo. Peticiones de entrevistas llegaban por correo, pero no contestaba a ninguna. Un editor me propuso escribir un libro de recetas. Por primera vez, Crêpe Framboise estaba inundada de gente de Angers, turistas, gente elegante con coches deslumbrantes. Los rechacé a montones. Tenía mis clientes habituales, mis diez o quince mesas. No podía acomodar a tanta gente.
Intenté comportarme con la máxima normalidad posible. Me negué a hacer reservas por adelantado. La gente hacía cola en la acera. Tuve que contratar a otra camarera, pero por lo demás desdeñé como pude tanta atención no buscada. Ni siquiera me digné a escuchar al pequeño escritor gastronómico cuando regresó para discutir -razonar- conmigo. No, no le permitiría que usara mis recetas en su columna. No, no habría ningún libro. Nada de fotografías. Crêpe Framboise seguiría siendo lo que era, una crêperie de provincia.
Sabía que si me cerraba en banda durante el tiempo suficiente acabarían por dejarme en paz. Pero para entonces el daño ya estaba hecho. Ahora Laure y Yannick sabían dónde encontrarme.
Cassis debió de decírselo. Se había trasladado a un piso cerca del centro de la ciudad y, aunque nunca fue buen corresponsal, me escribía de tanto en tanto. Sus cartas eran informes sobre su célebre nuera y su refinado hijo. Bien, después del artículo y el revuelo que causó, se propusieron encontrarme. Trajeron a Cassis consigo, como si se tratase de un regalo. Supongo que pensaron que nos sentiríamos conmovidos al volver a vernos después de tantos años, pero aunque los ojos de él se humedecieron de una forma reumática y sentimental, los míos permanecieron resolutamente secos. Apenas había rastro del hermano mayor con el que había compartido tantas cosas; ahora estaba gordo, sus rasgos perdidos en aquella masa informe, la nariz enrojecida, las mejillas surcadas por capilares rotos, la sonrisa vacilante. De lo que una vez sintiera por él -la devoción por el hermano mayor que en mi mente era capaz de cualquier cosa: escalar el árbol más alto, desafiar a las abejas para robarles la miel, cruzar a nado el Loira en su tramo más ancho- no quedaba nada salvo una tenue nostalgia teñida de desprecio. Después de todo, aquello pasó hacía mucho. El hombre gordo del umbral era un desconocido.
Al principio fueron astutos. No pidieron nada. Les preocupaba el hecho de que viviera sola, me hicieron regalos -un procesador de comida, alarmados por el hecho de que aún no tuviera uno, un abrigo, una radio- se ofrecieron a sacarme… Incluso me invitaron a su restaurante en una ocasión, un lugar enorme con mesas de mármol de imitación, con manteles a cuadros y luces de neón y con estrellas de mar y cangrejos de plástico de colores llamativos enredados en las redes de pescador que colgaban de las paredes. Me referí a la decoración con cierta reserva.
– Bueno Mamie, es lo que se llama kitsch -me explicó Laure amablemente, dándome palmaditas en la mano-. No creo que te interesen estas cosas pero, créeme, en París esto está muy de moda. -Me mostró los dientes. Tiene los dientes muy blancos y grandes y el pelo es del color del pimiento fresco. Ella y Yannick se tocan y se besan a menudo en público. Debo admitir que me resultó todo bastante embarazoso. La comida fue moderna, supongo. No soy quién para juzgar estas cosas. Una especie de ensalada con un aderezo suave, varios tipos de verduras cortadas en forma de flores. Quizá había alguna endibia, pero la mayor parte eran simples hojas de lechuga, rábanos y zanahorias con formas caprichosas. Luego un trozo de merluza -un buen trozo, debo admitir, pero demasiado pequeño- con una salsa hecha con vino blanco y cebolletas y una hoja de menta encima, no me preguntéis por qué. Después, una raja de tartaleta de pera, prolijamente adornada con salsa de chocolate, azúcar de lustre y espirales de chocolate. Al mirar furtivamente al menú descubrí mucha palabrería autocongratulatoria del estilo de: «Nougatine de surtido de caramelos con una base de pasta finísima para hacer la boca agua, aderezada con chocolate espeso y oscuro y servida con coulis picante de albaricoques…». A mí no me pareció más que un simple florentino y cuando lo vi no era más grande que una moneda de cinco francos. Uno pensaría que Moisés lo había bajado de la montaña al leer cómo lo describían. ¡Y el precio! Cinco veces el precio de mi menú más caro y eso sin contar el vino. Naturalmente yo no tuve que pagar. Pero, en cualquier caso, empezaba a sospechar que habría algún precio oculto en toda aquella atención repentina.