– Todo llegará, mons fils -advirtió-. Como iba diciendo… ahora es el momento de dar comienzo al festival de Nuestro Señor eligiendo a la Reina de la Cosecha… una muchacha de edad comprendida entre los trece y los diecisiete años… Que reine sobre nuestras celebraciones y lleve la corona de cebada.
Una docena de voces lo interrumpieron gritando nombres. Algunos eran casi inelegibles. Raphaël gritó: «¡Agnès Petit!» y Agnès, que no tenía menos de treinta y cinco, se ruborizó con complacido azoramiento, pareciendo hasta hermosa por un instante.
– ¡Murielle Dupré!
– ¡Colette Gaudin! -las mujeres besaban a sus maridos, mostrando falsa indignación por el cumplido.
– ¡Michèle Petit! -Ésa era la madre de Michèle, tenazmente leal.
– ¡Georgette Lemaître! -Aquel era Henri votando por su abuela con más de noventa años que lanzó una violenta risotada por la broma.
Algunos hombres jóvenes llamaron a Jeannette Crespin y ella se sonrojó terriblemente detrás de las manos. Entonces Paul, que había permanecido en silencio a mi lado, se adelantó de pronto.
– ¡Reine-Claude Dartigen! -gritó en voz alta y sin tartamudear y su voz era fuerte, casi adulta, una voz de hombre muy distinta de su propia habla lenta y vacilante-. ¡Reine-Claude Dartigen! -volvió a gritar y la gente se giró para mirarlo con curiosidad, murmurando-. ¡Reine-Claude Dartigen! -dijo una vez más y cruzó la plaza hacia la estupefacta Reinette llevando en la mano su collar de manzanas silvestres.
»Aquí tienes. Es para ti -dijo en voz más suave, pero sin ningún rastro aún de su tartamudeo.
Y puso el collar sobre la cabeza de Reinette. La pequeña fruta rojiza y amarillenta refulgió en la luz púrpura de octubre.
– Reine-Claude Dartigen -anunció Paul una vez más y tomando la mano de Reine la guió los pocos pasos que la separaban del trono de paja. El padre Froment no dijo nada, una sonrisa incómoda en los labios, pero permitió que Paul pusiese la corona de cebada sobre la cabeza de Reinette.
– Muy bien -dijo suavemente el cura-. Muy bien. -Luego, en un tono más alto-: ¡Así pues, nombro a Reine-Claude Dartigen la Reina de la Cosecha de este año!
Quizá fuera la impaciencia de pensar en tanto vino y sidra esperando ser bebidos. Quizá fuera la sorpresa de escuchar al pobre y pequeño Paul Hourias hablar por primera vez en su vida sin tartamudear. Quizá la imagen de Reinette sentada en el trono con los labios como cerezas y el sol iluminándole el rostro como un halo. Pero la mayoría aplaudió. Algunos incluso lanzaron vítores y gritaron su nombre, todos ellos hombres, me fijé, incluso Raphaël y Julien Lanicen, que estuvieron aquella noche en La Mauvaise Réputation. Pero algunas de las mujeres no aplaudieron. Sólo fueron unas pocas, sólo un puñado, pero eran suficientes. La madre de Michèle fue una de ellas, y también chismosas resentidas como Marthe Gaudin e Isabelle Ramondin. Pero aún eran pocas y, aunque algunas parecían un tanto incómodas, unieron sus voces al resto, otras llegaron incluso a aplaudir cuando Reine lanzó los pétalos y las frutas de su cesta al grupo de colegiales. Mientras empezaba a escabullirme atisbé el rostro de mi madre y me sorprendí por la repentina mirada en su expresión, la súbita suavidad, la mirada cálida -tenía las mejillas alborotadas y los ojos casi tan brillantes como en la olvidada fotografía de su boda-, el pañuelo casi cayéndole del pelo mientras corría al lado de Reinette. Creo que fui la única en verlo. Todos los demás estaban mirando a mi hermana. Incluso Paul la estaba mirando a ella desde su puesto junto a la fuente, con la mirada estúpida de nuevo en el rostro como si jamás lo hubiese abandonado. Sentí que algo se crispaba en mi interior. La humedad hizo que los ojos me escocieran con tal intensidad que por un instante estuve segura de que algún insecto -quizás una avispa- me había aterrizado en el párpado.
Se me cayó la pasta que había estado comiendo y me di la vuelta para marcharme desapercibidamente. Tomas me estaba esperando. De pronto era muy importante creer que Tomas me estaba esperando. Tomas, que me amaba. Tomas, sólo Tomas, para siempre. Giré la cabeza y por un instante fugaz fijé aquella escena en mi mente. Mi hermana, la Reina de la Cosecha, la Reina de la Cosecha más hermosa jamás coronada, la gavilla en una mano y en la otra una fruta redonda y lustrosa: una manzana, quizás, o una granada, puesta sobre su palma por el padre Froment, sus miradas cruzándose, él sonriendo de aquella manera suya, dulce y ovina, mi madre, con la sonrisa congelándosele en su rostro radiante en un repentino gesto de retirada, su voz llegando hasta mí apagadamente por encima del ruido de la alegre multitud: «¿Qué es eso? Por el amor de Dios ¿qué es eso? ¿Quién te ha dado eso?»
Eché a correr entonces, mientras nadie me prestaba atención. Riendo casi, con el aguijón invisible clavándoseme aún en los párpados mientras corría hacia el río, tan rápidamente como me llevaban las piernas. Pero de vez en cuando tenía que pararme para acallar los espasmos que me subían desde el estómago, espasmos extrañamente parecidos a la risa pero que hacían que me brotaran las lágrimas. ¡Aquella naranja! Guardada con celo y cariño sólo para la ocasión, escondida y envuelta en papel de seda para la Reina de la Cosecha, copada en su mano mientras madre… mientras madre… Dentro de mí sentía una risa amarga, pero el dolor era exquisito, haciéndome rodar por el suelo como si fuese arrastrada por un anzuelo. La mirada en el rostro de mi madre me provocaba convulsiones cada vez que pensaba en ella, la mirada de orgullo mudándose en miedo, qué digo, en terror, a la vista de una sola y diminuta naranja. Seguí corriendo, entre espasmos, tan rápido como pude, calculando que tardaría unos diez minutos en llegar al puesto de vigilancia, a lo que había que añadir el tiempo que habíamos estado en la fuente -unos veinte minutos al menos-; seguí gritando sofocadamente por miedo a que Tomas se hubiera ido.
Esta vez se lo pediría, me prometí a mí misma. Le pediría que me llevara con él esta vez, donde quiera que fuese, de regreso a Alemania o a los bosques o huyendo permanentemente, fuese lo que fuese lo que él quisiera mientras él y yo… él y yo… Recé a la Gran Madre mientras corría, las zarzas arañándome las piernas desnudas sin que lo notase. «Por favor. Tomas. Sólo tú. Para siempre.» No me crucé con nadie en mi loca carrera por los campos. Todos los demás debían de estar en el festival. Cuando llegué a las piedras alzadas estaba gritando su nombre a todo pulmón, con mi voz estridente como la de un avefría en el silencio sedoso del río.
¿Era posible que se hubiese marchado ya?
– ¡Tomas, Tomas! -Estaba ronca por la risa, ronca por el miedo-. ¡Tomas, Tomas!
Casi ni lo vi, fue así de rápido. Deslizándose desde unos arbustos, agarrándome la muñeca con una mano, con la otra tapándome la boca. Por un segundo ni siquiera llegué a reconocerlo -tenía el rostro ensombrecido- y luché ferozmente, intentando morderle la mano, haciendo ruiditos de pájaro contra su palma.
– ¡Shhh, Backfisch! ¿Qué diablos intentas hacer? -reconocí su voz y dejé de forcejear.
– Tomas. Tomas. -No podía parar de decir su nombre; mi olfato se vio inundado por el aroma familiar a tabaco y sudor de su ropa. Estreché su abrigo contra mi cara de un modo que jamás me habría atrevido a hacer dos meses atrás. En la secreta oscuridad, le besé el forro con pasión desesperada-. Sabía que volverías, lo sabía.
Él me miró sin decir nada.
– ¿Estás sola? -la mirada parecía más aguzada de lo habitual, cauta.
Asentí.
– Bien. Quiero que me escuches. -Hablaba muy lentamente, enfatizando, enunciando cada palabra. No llevaba ningún cigarrillo en la comisura, no había brillo en sus ojos. Parecía haber adelgazado en las últimas semanas, su rostro era más afilado, la boca menos generosa-. Quiero que me escuches atentamente.