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Reinette no era de ninguna utilidad. Permanecía sentada en la orilla, llorando, con el rostro arrugado y casi feo. Sólo cuando Cassis la zarandeó y le dijo que tenía que prometer -prometer-, dio muestras de reaccionar, asintiendo apenas perceptiblemente a través de las lágrimas y gimoteando: «¡Tomas, oh Tomas!» Tal vez aquello fue lo que hizo que, a pesar de todo, nunca consiguiese odiar a Cassis. Al fin y al cabo, aquel día me ayudó y aquello era más de lo que nadie había hecho por mí. Hasta ahora, claro está.

– Tienes que entenderlo -su voz juvenil, vacilante por el miedo, seguía pareciendo extrañamente un eco de la de Tomas-. Si nos descubren pensarán que nosotros lo matamos. Nos fusilarán. -Reine lo miraba con los ojos enormes y aterrorizados. Yo observaba el río, sintiéndome curiosamente indiferente, curiosamente insensible. Nadie podía dispararme a mí. Yo había capturado a la Gran Madre. Cassis me golpeó bruscamente en el brazo. Parecía afectado pero tenaz.

– ¡Boise! ¿Me estás escuchando?

Asentí.

– Tenemos que simular que fue otra persona quien lo hizo -dijo Cassis-. La Resistencia o cualquier otro. Si se creen que se ahogó… -Se interrumpió para mirar supersticiosamente al río-. Si descubren que venía a nadar con nosotros… podrían hablar con los otros, con Hauer y con el resto… y… -Cassis tragó saliva convulsivamente. No había necesidad de decir más.

Nos miramos el uno al otro.

– Tenemos que simular… -Me lanzó una mirada casi suplicante-. Ya sabéis. Una ejecución.

Asentí.

– Yo lo haré -dije.

Nos llevó algún tiempo saber cómo disparar la pistola. Había un seguro. Lo quitamos. La pistola pesaba y olía a grasa. Luego quedaba decidir dónde teníamos que disparar. Yo decía que en el corazón, Cassis que en la cabeza. Un solo tiro bastaría, dijo él, justo aquí, en la sien, para hacerlo parecer un asunto de la Resistencia. Le atamos las manos con una cuerda para que pareciera más auténtico. Amortiguamos el ruido del disparo con su chaqueta, pero aun así el impacto -seco pero con una resonancia peculiar que duraba y perduraba- pareció llenar el mundo entero.

Mi pena me había calado hondo, demasiado hondo para dejarme sentir nada, salvo un entumecimiento perenne. Mi mente era como el río, suave y reluciente en la superficie, llena de frío por debajo. Arrastramos a Tomas hasta el borde y lo dejamos caer en el agua. Sin sus ropas ni chapas de identidad. Lo sabíamos, virtualmente sería imposible identificarlo. Quizá mañana, nos dijimos, la corriente ya lo habría arrastrado hasta Angers.

– Pero ¿qué haremos con su ropa? -Había un tono azulado alrededor de la boca de Cassis pero su voz seguía siendo fuerte-. No podemos arriesgarnos a tirarla al río. Alguien podría encontrarla. Y saber…

– Podríamos quemarla -sugerí.

Cassis hizo un gesto negativo.

– Demasiado humo -se limitó a decir-. Además no puedes quemar la pistola, el cinturón o la chapa de identificación.

Encogí los hombros con indiferencia. En mi mente veía a Tomas meciéndose hacia dentro del agua, como un niño cansado en la cama, una y otra vez. Entonces tuve una idea.

– El agujero de Morlock -dije.

Cassis asintió.

– Muy bien -dijo.

Capítulo 14

El pozo no ha cambiado mucho desde entonces, aunque alguien lo haya revestido de hormigón para evitar que los niños se caigan. Naturalmente, ahora tenemos agua en casa. En el tiempo de mi madre, el pozo era la única agua potable que teníamos para beber, aparte de la que quedaba en el canalón procedente de las lluvias y que sólo empleábamos para regar. Era un artilugio gigantesco y cilíndrico, hecho de ladrillos, que se alzaba un metro y medio del suelo, con una bomba de mano para sacar el agua. En el extremo del cilindro había una tapa de madera asegurada con un candado para evitar los accidentes y la contaminación. A veces, cuando el tiempo era muy seco, el agua del pozo salía amarillenta y salobre, pero durante la mayor parte del año era dulce. Después de leer La máquina del tiempo, a Cassis y mí nos había dado por jugar algún tiempo a los Morlocks y los Eloi alrededor del pozo que, por su austera solidez, me recordaba a los agujeros oscuros en los que las criaturas habían desaparecido.

Esperamos hasta que se hiciera de noche para regresar a casa. Llevábamos el hato con las ropas de Tomas, y lo ocultamos entre unos frondosos arbustos de espliego que quedaban en un extremo del jardín hasta que oscureciera. También trajimos el paquete con las revistas sin abrir; ni siquiera Cassis estaba interesado en echarle un vistazo después de lo sucedido. Uno de nosotros tendría que inventarse una excusa para salir, dijo Cassis -daba por sentado que era yo quien tenía que hacerlo-, sacar rápidamente el hato y tirarlo al pozo. La llave del candado estaba colgada detrás de la puerta junto con el resto de la llaves de la casa -ponía Pozo; siendo como era la pasión de madre por el orden- y podía ser extraída y devuelta sin que ella lo notase. Después de aquello, dijo Cassis con una dureza no acostumbrada en la voz, el resto dependía de nosotros. Nunca habíamos conocido ni habíamos oído hablar de un tal Tomas Leibniz. Jamás habíamos hablado con soldados alemanes. Hauer y los otros mantendrían la boca cerrada si sabían lo que les convenía. Todo lo que teníamos que hacer era hacernos los tontos y no decir nada.

Capítulo 15

Resultó más fácil de lo que imaginábamos. Madre tenía otro de sus delirios y estaba demasiado preocupada por su propio sufrimiento para notar nuestras pálidas caras y ojos turbios. Mandó a Reine al baño inmediatamente, protestando porque su piel seguía teniendo olor a naranjas y le frotó las manos con alcanfor y piedra pómez hasta que Reinette gritó y suplicó. Volvieron a salir veinte minutos más tarde -Reine con el cabello liado en una toalla y oliendo intensamente a alcanfor-, mi madre malhumorada y con una mueca rígida en la boca por la ira contenida. No había cena para nosotros.

– Hacérosla vosotros si queréis -nos dijo madre-. Corriendo por los bosques como gitanos. Pavoneándoos en esa plaza de ese modo… -casi gemía, con una mano en la sien con su viejo gesto de advertencia. Un silencio, durante el cual nos miró como si fuésemos extraños; luego se retiró a su mecedora junto a la chimenea, retorciendo ferozmente su labor de punto entre las manos, meciéndose y contemplando las llamas.

– Naranjas -musitó en voz baja-. ¿Por qué habríais de traer naranjas a la casa? ¿Tanto me odiáis? -Pero a quién iba dirigida su charla no estaba claro y ninguno nos atrevimos a contestarle. En cualquier caso, tampoco estoy muy segura de lo que le hubiésemos respondido.

A las diez se fue a su cuarto. Ya era tarde para nosotros, pero madre, que durante sus delirios perdía la noción del tiempo, no dijo nada. Nos quedamos un rato en la cocina, escuchando el trajín mientras ella se preparaba para dormir. Cassis fue a la bodega a buscar algo para comer y regresó con un trozo de rillettes envuelto en papel y media barra de pan. Comimos, aunque ninguno tenía mucha hambre. Creo que quizás intentábamos evitar hablarnos.

El acto -el terrible acto del que éramos cómplices- pesaba sobre nosotros como una fruta espantosa. Su cuerpo, su pálida piel del norte casi amoratada en el colorido fondo de las hojas, su rostro desviado, su vuelco adormecido y lánguido dentro del agua. Echando hojas con los pies sobre el confuso estropicio en la parte posterior de su cabeza -es extraño que el agujero de la bala fuese tan pulcro en su lugar de entrada- luego el chasquido lento y regio en el agua… Una rabia sombría oscurecía mi pena. «Me engañaste», pensé entre mí. «Me engañaste. Me engañaste.»