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Carmen se sobresalta al oír el gemido de la puerta. Gira la cabeza, se sienta sobre los pies y hace como que buscara algo por el suelo. Sus ojos y sus manos expresan un nerviosismo límite. Aunque la luz del nuevo día entra ya por la ventana, la lámpara continúa encendida, proyectando su mortecino cerco luminoso sobre la descalzadora y los pies del cadáver:

– ¿Qué pasa, mamá? ¡Levántate! ¿Qué haces ahí de rodillas?

Carmen se incorpora sonriendo tontamente. Se siente indefensa, blanda y maleable. Sus párpados han adquirido un color rosa fuerte, casi violeta, y cuando mira, mira de soslayo, como amedrentada. "Rezaba", murmura, pero lo dice sin convicción, para que no la crean, "sólo rezaba", añade, y el muchacho se adelanta hacia ella, la arropa los hombros con su brazo joven y nota que se estremece:

– ¿Estás bien? -dice.

– Bien, hijo, ¿por qué?

En una noche, las mejillas de Carmen se han desplomado y a los lados de la barbilla y por debajo de ella se le forman unos papos blandos, gelatinosos, como bolsas donde se acumulase alguna secreción. También bajo los ojos tiene Carmen unas fofas y arrugadas inflamaciones cárdenas. Mario insiste:

– ¿Tienes frío? Me pareció que hablabas sola.

La empuja blandamente hacia la puerta, pero Carmen se resiste a abandonar la habitación. Se opone sin decirlo y sin saberlo, pero con una persistencia sorda, tenaz, que induce a Mario a aflojar su presión. Entonces ella mira hacia todos los lados como si en lugar de haber pasado la noche allí viese aquel despacho, doblado en cámara mortuoria, por primera vez. Por la ventana se divisa ya nítidamente la casa de enfrente, con sus balcones verdes, de gresite, y sus cerradas persianas pintadas de blanco. Y cuando, de pronto, se abre una -una persiana- con un ruido de matraca, seco, de tablillas que se juntan, parece como que la casa bostezara y se desperezase. Antes de terminar de abrirse la persiana, petardea, abajo, en la calle estrecha, el primer motocarro. Y cuando el estrépito cesa, se perciben rumores de conversaciones y crujidos de pisadas de las gentes madrugadoras, que marchan al trabajo. Un gorrión cruza el poyete de la ventana, a saltitos rápidos, como si botase, gorjeando alborozadamente, como en primavera. Tal vez le llama a engaño el fragmento de cielo que cierra como un telón de fondo el taller de Acisclo del Peral y que ha pasado del negro al blanco y del blanco al azul en unos minutos, apenas sin transición. Carmen repara en los crespones enlutados, los libros del revés, los geométricos grabados de biciclos -circunferencias, triángulos, líneas punteadas-, la bola del mundo azul sobre la mesa, la lámpara, la butaca de Mario con el asiento de cuero desgastado en el borde y, finalmente, y con lentitud, como si acabara de hacerse cargo de la situación, posa los ojos sobre el cadáver, sobre el rostro del cadáver de Mario. Suspira, mira a su hijo, le cierra maquinalmente el cuello de la camisa con trémulos dedos y dice con voz apagada, imperceptiblemente inflamada de presunción, sonriendo: