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– ¿Ha venido a Portland por negocios? -le pregunto.

Mi voz suena demasiado aguda, como si me hubiera pillado un dedo en una puerta. ¡Basta! ¡Intenta calmarte, Ana!

– He ido a visitar el departamento de agricultura de la universidad, que está en Vancouver. En estos momentos financio una investigación sobre rotación de cultivos y ciencia del suelo -me contesta con total naturalidad.

¿Lo ves? Ni por asomo ha venido a verte, se burla a gritos mi orgullosa subconsciente. Me ruborizo solo de pensar en las tonterías que se me pasan por la cabeza.

– ¿Forma parte de su plan para alimentar al mundo? -lo provoco.

– Algo así -admite esbozando una media sonrisa.

Echa un vistazo a nuestra sección de bridas para cables. ¿Para qué querrá eso? No me lo imagino haciendo bricolaje. Desliza los dedos por las cajas de la estantería, y por alguna inexplicable razón tengo que apartar la mirada. Se inclina y coge una caja.

– Estas me irán bien -me dice con su sonrisa de estar guardando un secreto.

– ¿Algo más?

– Quisiera cinta adhesiva.

¿Cinta adhesiva?

– ¿Está decorando su casa?

Las palabras salen de mi boca antes de que pueda detenerlas. Seguro que contrata a trabajadores o tiene personal que se la decora.

– No, no estoy decorándola -me contesta rápidamente.

Sonríe, y me da la extraña sensación de que está riéndose de mí.

¿Tan divertida soy? ¿Por qué le hago tanta gracia?

– Por aquí -murmuro incómoda-. La cinta está en el pasillo de la decoración.

Miro hacia atrás y veo que me sigue.

– ¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí? -me pregunta en voz baja, mirándome fijamente.

Me ruborizo. ¿Por qué demonios tiene este efecto sobre mí? Me siento como una cría de catorce años, torpe, como siempre, y fuera de lugar. ¡Mirada al frente, Steele!

– Cuatro años -murmuro mientras llegamos a nuestro destino.

Por hacer algo, me agacho y cojo las dos medidas de cinta adhesiva que tenemos.

– Me llevaré esta -dice Grey golpeando suavemente el rollo de cinta que le tiendo.

Nuestros dedos se rozan un segundo, y ahí está de nuevo la corriente, que me recorre como si hubiera tocado un cable suelto. Jadeo involuntariamente al sentirla desplazándose hasta algún lugar oscuro e inexplorado en lo más profundo de mi vientre. Intento desesperadamente serenarme.

– ¿Algo más? -le pregunto con voz ronca y entrecortada.

Abre ligeramente los ojos.

– Un poco de cuerda.

Su voz, también ronca, replica la mía.

– Por aquí.

Agacho la cabeza para ocultar mi rubor y me dirijo al pasillo.

– ¿Qué tipo de cuerda busca? Tenemos de fibra sintética, de fibra natural, de cáñamo, de cable…

Me detengo al ver su expresión impenetrable. Sus ojos parecen más oscuros. ¡Madre mía!

– Cinco metros de la de fibra natural, por favor.

Mido rápidamente la cuerda con dedos temblorosos, consciente de su ardiente mirada gris. No me atrevo a mirarlo. No podría sentirme más cohibida. Saco el cúter del bolsillo trasero de mi pantalón, corto la cuerda, la enrollo con cuidado y hago un nudo. Es un milagro que haya conseguido no amputarme un dedo con el cúter.

– ¿Iba usted a las scouts? -me pregunta frunciendo divertido sus perfilados y sensuales labios.

¡No le mires la boca!

– Las actividades en grupo no son lo mío, señor Grey.

Arquea una ceja.

– ¿Qué es lo suyo, Anastasia? -me pregunta en voz baja y con su sonrisa secreta.

Lo miro y me siento incapaz de expresarme. El suelo son placas tectónicas en movimiento. Intenta tranquilizarte, Ana, me suplica de rodillas mi torturada subconsciente.

– Los libros -susurro.

Pero mi subconsciente grita: ¡Tú! ¡Tú eres lo mío! Lo aparto inmediatamente de un manotazo, avergonzada de los delirios de grandeza de mi mente.

– ¿Qué tipo de libros? -me pregunta ladeando la cabeza.

¿Por qué le interesa tanto?

– Bueno, lo normal. Los clásicos. Sobre todo literatura inglesa.

Se frota la barbilla con el índice y el pulgar considerando mi respuesta. O quizá sencillamente está aburridísimo e intenta disimularlo.

– ¿Necesita algo más?

Tengo que cambiar de tema… Esos dedos en esa cara son cautivadores.

– No lo sé. ¿Qué me recomendaría?

¿Qué le recomendaría? Ni siquiera sé lo que va a hacer.

– ¿De bricolaje?

Asiente con mirada burlona. Me ruborizo y mi mirada se desplaza a los vaqueros ajustados que lleva.

– Un mono de trabajo -le contesto.

Me doy cuenta de que ya no controlo lo que sale de mi boca.

Vuelve a alzar una ceja, divertido.

– No querrá que se le estropee la ropa… -le digo señalando sus vaqueros.

– Siempre puedo quitármela -me contesta sonriendo.

– Ya.

Siento que mis mejillas vuelven a teñirse de rojo. Deben de parecer la cubierta del Manifiesto comunista. Cállate. Cállate de una vez.

– Me llevaré un mono de trabajo. No vaya a ser que se me estropee la ropa -me dice con frialdad.

Intento apartar la inoportuna imagen de él sin vaqueros.

– ¿Necesita algo más? -le pregunto en tono demasiado agudo mientras le tiendo un mono azul.

No contesta a mi pregunta.

– ¿Cómo va el artículo?

Por fin me ha preguntado algo normal, sin indirectas ni juegos de palabras… Una pregunta que puedo responder. Me agarro a ella con las dos manos, como si fuera una tabla de salvación, y apuesto por la sinceridad.

– No estoy escribiéndolo yo, sino Katherine. La señorita Kavanagh, mi compañera de piso. Está muy contenta. Es la editora de la revista y se quedó destrozada por no haber podido hacerle la entrevista personalmente. -Siento que he remontado el vuelo, por fin un tema de conversación normal-. Lo único que le preocupa es que no tiene ninguna foto suya original.

– ¿Qué tipo de fotografías quiere?

Muy bien. No había previsto esta respuesta. Niego con la cabeza, porque sencillamente no lo sé.

– Bueno, voy a estar por aquí. Quizá mañana…

– ¿Estaría dispuesto a hacer una sesión de fotos?

Vuelve a salirme la voz de pito. Kate estará encantada si lo consigo. Y podrás volver a verlo mañana, me susurra seductoramente ese oscuro lugar al fondo de mi cerebro. Descarto la idea. Es estúpida, ridícula…

– Kate estará encantada… si encontramos a un fotógrafo.

Estoy tan contenta que le sonrío abiertamente. Él abre los labios, como si quisiera respirar hondo, y parpadea. Por una milésima de segundo parece algo perdido, la Tierra cambia ligeramente de eje y las placas tectónicas se deslizan hacia una nueva posición.

¡Dios mío! La mirada perdida de Christian Grey.

– Dígame algo mañana -me dice metiéndose la mano en el bolsillo trasero y sacando la cartera-. Mi tarjeta. Está mi número de móvil. Tendría que llamarme antes de las diez de la mañana.

– Muy bien -le contesto sonriendo.

Kate se pondrá contentísima.

– ¡Ana!

Paul aparece al otro lado del pasillo. Es el hermano menor del señor Clayton. Me habían dicho que había vuelto de Princeton, pero no esperaba verlo hoy.

– Discúlpeme un momento, señor Grey.

Grey frunce el ceño mientras me vuelvo.

Paul siempre ha sido un amigo, y en este extraño momento en que me las veo con el rico, poderoso, asombrosamente atractivo y controlador obsesivo Grey, me alegra hablar con alguien normal. Paul me abraza muy fuerte, y me pilla por sorpresa.

– ¡Ana, cuánto me alegro de verte! -exclama.