Él se pasa la mano por el cabello.
– Puedo hacer que Franco vaya a mi apartamento, o al tuyo -sugiere.
– Es muy atractiva.
Parpadea, un tanto extrañado.
– Sí, mucho.
– ¿Sigue casada?
– No. Se divorció hace unos cinco años.
– ¿Por qué no estás con ella?
– Porque lo nuestro se acabó. Ya te lo he contado.
De repente arquea una ceja. Levanta un dedo y se saca la BlackBerry del bolsillo de la americana. Debe de estar en silencio, porque no la he oído sonar.
– Welch -dice sin más, y luego escucha.
Estamos parados en plena Segunda Avenida y yo me pongo a contemplar el árbol joven que tengo delante, uno verde de hojas ternísimas.
La gente pasa con prisa a nuestro lado, absorta en sus obligaciones propias de un sábado por la mañana. Pensando en sus problemas personales, sin duda. Me pregunto si incluirán el acoso de ex sumisas, a ex amas despampanantes y a un hombre que no tiene ningún respeto por la ley sobre privacidad vigente en Estados Unidos.
– ¿Que murió en un accidente de coche? ¿Cuándo?
Christian interrumpe mis ensoñaciones.
Oh, no. ¿Quién? Escucho con más atención.
– Es la segunda vez que ese cabrón no lo ha visto venir. Tiene que saberlo. ¿Es que no siente nada por ella? -Christian, disgustado, menea la cabeza-. Esto empieza a cuadrar… no… explica el porqué, pero no dónde.
Mira a nuestro alrededor como si buscara algo, y, sin darme cuenta, yo hago lo mismo. Nada me llama la atención. Solo hay transeúntes, tráfico y árboles.
– Ella está aquí -continúa Christian-. Nos está vigilando… Sí… No. Dos o cuatro, las veinticuatro horas del día… Todavía no he abordado eso.
Christian me mira directamente.
¿Abordado qué? Frunzo el ceño y me mira con recelo.
– Qué… -murmura y palidece, con los ojos muy abiertos-. Ya veo. ¿Cuándo?… ¿Tan poco hace? Pero ¿cómo?… ¿Sin antecedentes?… Ya. Envíame un e-mail con el nombre, la dirección y fotos si las tienes… las veinticuatro horas del día, a partir de esta tarde. Ponte en contacto con Taylor.
Cuelga.
– ¿Y bien? -pregunto, exasperada.
¿Va a explicármelo?
– Era Welch.
– ¿Quién es Welch?
– Mi asesor de seguridad.
– Vale. ¿Qué ha pasado?
– Leila dejó a su marido hace unos tres meses y se largó con un tipo que murió en un accidente de coche hace cuatro semanas.
– Oh.
– El imbécil del psiquiatra debería haberlo previsto -dice enfadado-. El dolor… ese es el problema. Vamos.
Me tiende la mano y yo le entrego la mía automáticamente, pero enseguida la retiro.
– Espera un momento. Estábamos en mitad de una conversación sobre «nosotros». Sobre ella, tu señora Robinson.
Christian endurece el gesto.
– No es mi señora Robinson. Podemos hablar de esto en mi casa.
– No quiero ir a tu casa. ¡Quiero cortarme el pelo! -grito.
Si pudiera concentrarme solo en eso…
Él vuelve a sacarse la BlackBerry del bolsillo y marca un número.
– Greta, Christian Grey. Quiero a Franco en mi casa dentro de una hora. Consúltalo con la señora Lincoln… Bien. -Guarda el teléfono-. Vendrá a la una.
– ¡Christian…! -farfullo, exasperada.
– Anastasia, es evidente que Leila sufre un brote psicótico. No sé si va detrás de mí o de ti, ni hasta dónde está dispuesta a llegar. Iremos a tu casa, recogeremos tus cosas, y puedes quedarte en la mía hasta que la hayamos localizado.
– ¿Por qué iba a querer yo hacer eso?
– Así podré protegerte.
– Pero…
Me mira fijamente.
– Vas a volver a mi apartamento aunque tenga que llevarte arrastrándote de los pelos.
Le miro atónita… esto es alucinante. Cincuenta Sombras en glorioso tecnicolor.
– Creo que estás exagerando.
– No estoy exagerando. Vamos. Podemos seguir nuestra conversación en mi casa.
Me cruzo de brazos y me quedo mirándole. Esto ha ido demasiado lejos.
– No -proclamo tercamente.
Tengo que defender mi postura.
– Puedes ir por tu propio pie o puedo llevarte yo. Lo que tú prefieras, Anastasia.
– No te atreverás -le desafío.
No me montará una escenita en plena Segunda Avenida…
Esboza media sonrisa, que sin embargo no alcanza a sus ojos.
– Ay, nena, los dos sabemos que, si me lanzas el guante, estaré encantado de recogerlo.
Nos miramos… y de repente se agacha, me coge por los muslos y me levanta. Y, sin darme cuenta, me carga sobre sus hombros.
– ¡Bájame! -chillo.
Oh, qué bien sienta chillar.
Él empieza a recorrer la Segunda Avenida a grandes zancadas, sin hacerme el menor caso. Me sujeta fuerte con un brazo alrededor de los muslos y, con la mano libre, me va dando palmadas en el trasero.
– ¡Christian! -grito. La gente nos mira. ¿Puede haber algo más humillante?-. ¡Iré andando! ¡Iré andando!
Me baja y, antes de que se incorpore, salgo disparada en dirección a mi apartamento, furiosa, sin hacerle caso. Naturalmente al cabo de un momento le tengo al lado, pero sigo ignorándole. ¿Qué voy a hacer? Estoy furiosa, aunque no estoy del todo segura de qué es lo que me enfurece… son tantas cosas.
Mientras camino muy decidida de vuelta a casa, pienso en la lista:
1. Cargarme a hombros: inaceptable para cualquiera mayor de seis años.
2. Llevarme al salón que comparte con su antigua amante: ¿cómo puede ser tan estúpido?
3. El mismo sitio al que llevaba a sus sumisas: de nuevo, tremendamente estúpido.
4. No darse cuenta siquiera de que no era buena idea: y se supone que es un tipo brillante.
5. Tener ex novias locas. ¿Puedo culparle por eso? Estoy tan furiosa… Sí, puedo.
6. Saber el número de mi cuenta corriente: eso es acoso, como mínimo.
7. Comprar SIP: tiene más dinero que sentido común.
8. Insistir en que me instale en su casa: la amenaza de Leila debe de ser peor de lo que él temía… ayer no dijo nada de eso.
Y entonces caigo en la cuenta. Algo ha cambiado. ¿Qué puede ser? Me paro en seco, y Christian se detiene a mi lado.
– ¿Qué ha pasado? -pregunto.
Arquea una ceja.
– ¿Qué quieres decir?
– Con Leila.
– Ya te lo he contado.
– No, no me lo has contado. Hay algo más. Ayer no me insististe para que fuera a tu casa. Así que… ¿qué ha pasado?
Se remueve, incómodo.
– ¡Christian! ¡Dímelo! -exijo.
– Ayer consiguió que le dieran un permiso de armas.
Oh, Dios. Le miro fijamente, parpadeo y, en cuanto asimilo la noticia, noto que la sangre deja de circular por mis mejillas. Siento que podría desmayarme. ¿Y si quiere matarle? ¡No!
– Eso solo significa que puede comprarse un arma -musito.
– Ana -dice con un tono de enorme preocupación. Apoya las manos en mis hombros y me atrae hacia él-. No creo que haga ninguna tontería, pero… simplemente no quiero que corras el riesgo.
– Yo no… pero ¿y tú? -murmuro.
Me mira con el ceño fruncido. Le rodeo con los brazos, le abrazo fuerte y apoyo la cara en su pecho. No parece que le importe.
– Vamos a tu casa -susurra.
Se inclina, me besa el cabello, y ya está. Mi furia ha desaparecido por completo, pero no está olvidada. Se disipa ante la amenaza de que pueda pasarle algo a Christian. La sola idea me resulta insoportable.
Una vez en casa, preparo con cara seria una maleta pequeña, y meto en mi mochila el Mac, la BlackBerry, el iPad y el globo del Charlie Tango.