– ¿El Charlie Tango también viene? -pregunta Christian.
Asiento y me dedica una sonrisita indulgente.
– Ethan vuelve el martes -musito.
– ¿Ethan?
– El hermano de Kate. Se quedará aquí hasta que encuentre algo en Seattle.
Christian me mira impasible, pero capto la frialdad que asoma en sus ojos.
– Bueno, entonces está bien que te vengas conmigo. Así él tendrá más espacio -dice tranquilamente.
– No sé si tiene llaves. Tendré que volver cuando llegue.
Christian no dice nada.
– Ya está todo.
Coge mi maleta y nos dirigimos hacia la puerta. Mientras nos encaminamos a la parte de atrás del edificio para acceder al aparcamiento, noto que no dejo de mirar por encima del hombro. No sé si me he vuelto paranoica o si realmente alguien me vigila. Christian abre la puerta del copiloto del Audi y me mira, expectante.
– ¿Vas a entrar? -pregunta.
– Creía que conduciría yo.
– No. Conduciré yo.
– ¿Le pasa algo a mi forma de conducir? No me digas que sabes qué nota me pusieron en el examen de conducir… no me sorprendería, vista tu tendencia al acoso.
A lo mejor sabe que pasé por los pelos la prueba teórica.
– Sube al coche, Anastasia -espeta, furioso.
– Vale.
Me apresuro a subir. Francamente, ¿quién no lo haría?
Quizá él tenga la misma sensación inquietante de que alguien siniestro nos observa… bueno, una morena pálida de ojos castaños que tiene un aspecto perturbadoramente parecido al mío, y que seguramente esconde un arma.
Christian se incorpora al tráfico.
– ¿Todas tus sumisas eran morenas?
Inmediatamente frunce el ceño y me mira.
– Sí -murmura.
Parece vacilar, y lo imagino pensando: ¿Adónde quiere llegar con esto?
– Solo preguntaba.
– Ya te lo dije. Prefiero a las morenas.
– La señora Robinson no es morena.
– Seguramente sea esa la razón -masculla-. Con ella ya tuve bastantes rubias para toda la vida.
– Estás de broma -digo entre dientes.
– Sí, estoy de broma -replica, molesto.
Miro impasible por la ventanilla, en todas direcciones, buscando chicas morenas, pero ninguna es Leila.
Así que solo le gustan morenas… me pregunto por qué. ¿Acaso la extraordinariamente glamurosa (a pesar de ser mayor) señora Robinson realmente le dejó sin más ganas de rubias? Sacudo la cabeza… El paranoico Christian Grey.
– Cuéntame cosas de ella.
– ¿Qué quieres saber?
Tuerce el gesto, intentando advertirme con su tono de voz.
– Háblame de vuestro acuerdo empresarial.
Se relaja visiblemente, contento de hablar de trabajo.
– Yo soy el socio capitalista. No me interesa especialmente el negocio de la estética, pero ella ha convertido el proyecto en un éxito. Yo me limité a invertir y la ayudé a ponerlo en marcha.
– ¿Por qué?
– Se lo debía.
– ¿Ah?
– Cuando dejé Harvard, ella me prestó cien mil dólares para empezar mi negocio.
Vaya… Es rica, también.
– ¿Lo dejaste?
– No era para mí. Estuve dos años. Por desgracia, mis padres no fueron tan comprensivos.
Frunzo el ceño. El señor Grey y la doctora Grace Trevelyan en actitud reprobadora… soy incapaz de imaginarlo.
– No parece que te haya ido demasiado mal haberlo dejado. ¿Qué asignaturas escogiste?
– Ciencias políticas y Economía.
Mmm… claro.
– ¿Así que es rica? -murmuro.
– Era una esposa florero aburrida, Anastasia. Su marido era un magnate… de la industria maderera. -Sonríe con aire desdeñoso-. No la dejaba trabajar. Ya sabes, era muy controlador. Algunos hombres son así.
Me lanza una rápida sonrisa de soslayo.
– ¿En serio? ¿Un hombre controlador? Yo creía que eso era una criatura mítica. -No creo que mi tono pudiera ser más sarcástico.
La sonrisa de Christian se expande.
– ¿El dinero que te prestó era de su marido?
Asiente, y en sus labios aparece una sonrisita maliciosa.
– Eso es horrible.
– Él también tenía sus líos -dice Christian misteriosamente, mientras entra en el aparcamiento subterráneo del Escala.
Ah…
– ¿Cuáles?
Christian mueve la cabeza, como si recordara algo especialmente amargo, y aparca al lado del Audi Quattro SUV.
– Vamos. Franco no tardará.
En el ascensor, Christian me observa.
– ¿Sigues enfadada conmigo? -pregunta con naturalidad.
– Mucho.
Asiente.
– Vale -dice, y mira al frente.
Cuando llegamos, Taylor nos está esperando en el vestíbulo. ¿Cómo consigue anticiparse siempre? Coge mi maleta.
– ¿Welch ha dicho algo? -pregunta Christian.
– Sí, señor.
– ¿Y?
– Todo está arreglado.
– Excelente. ¿Cómo está tu hija?
– Está bien, gracias, señor.
– Bien. El peluquero vendrá a la una: Franco De Luca.
– Señorita Steele -me saluda Taylor haciendo un gesto con la cabeza.
– Hola, Taylor. ¿Tienes una hija?
– Sí, señora.
– ¿Cuántos años tiene?
– Siete años.
Christian me mira con impaciencia.
– Vive con su madre -explica Taylor.
– Ah, entiendo.
Taylor me sonríe. Esto es algo inesperado. ¿Taylor es padre? Sigo a Christian al gran salón, intrigada por la noticia.
Echo un vistazo alrededor. No había estado aquí desde que me marché.
– ¿Tienes hambre?
Niego con la cabeza. Christian me observa un momento y decide no discutir.
– Tengo que hacer unas llamadas. Ponte cómoda.
– De acuerdo.
Desaparece en su estudio, y me deja plantada en la inmensa galería de arte que él considera su casa, preguntándome qué hacer.
¡Ropa! Cojo mi mochila, subo las escaleras hasta mi dormitorio y reviso el vestidor. Sigue lleno de ropa: toda por estrenar y todavía con las etiquetas de los precios. Tres vestidos largos de noche. Tres de cóctel, y tres más de diario. Todo esto debe de haber costado una fortuna.
Miro la etiqueta de uno de los vestidos de noche: 2.998 dólares. Madre mía. Me siento en el suelo.
Esta no soy yo. Me cojo la cabeza entre las manos e intento procesar todo lo ocurrido en las últimas horas. Es agotador. ¿Por qué, ay, por qué me he enamorado de alguien que está tan loco… guapísimo, terriblemente sexy, más rico que Creso, pero que está como una cabra?
Saco la BlackBerry de la mochila y llamo a mi madre.
– ¡Ana, cariño! Hace mucho que no sabía nada de ti. ¿Cómo estás, cielo?
– Oh, ya sabes…
– ¿Qué pasa? ¿Sigue sin funcionar lo de Christian?
– Es complicado, mamá. Creo que está loco. Ese es el problema.
– Dímelo a mí. Hombres… a veces no hay quién les entienda. Bob está pensando ahora si ha sido buena idea que nos hayamos mudado a Georgia.
– ¿Qué?
– Sí, empieza a hablar de volver a Las Vegas.
Ah, hay alguien más que tiene problemas. No soy la única.
Christian aparece en el umbral.
– Estás aquí. Creí que te habías marchado.
Levanto la mano para indicarle que estoy al teléfono.
– Lo siento, mamá, tengo que colgar. Te volveré a llamar pronto.
– Muy bien, cariño… Cuídate. ¡Te quiero!
– Yo también te quiero, mamá.
Cuelgo y observo a Cincuenta, que tuerce el gesto, extrañamente incómodo.
– ¿Por qué te escondes aquí? -pregunta.