– No voy a tocarte hasta que me digas que sí, que lo haga -murmura-. Pero ahora mismo, después de una mañana realmente espantosa, quiero hundirme en ti y olvidarme de todo excepto de nosotros.
Oh… Nosotros. Una combinación mágica, un pequeño y potente pronombre que zanja el asunto. Levanto la cabeza para contemplar su hermoso aunque grave semblante.
– Voy a tocarte la cara -suspiro.
Y veo la sorpresa reflejada brevemente en sus ojos antes de percibir que lo acepta.
Levanto la mano, le acaricio la mejilla, y paso los dedos por su barba incipiente. Él cierra los ojos, suspira y acerca la cara a mi caricia.
Se inclina despacio, y automáticamente mis labios ascienden para unirse a los suyos. Se cierne sobre mí.
– Sí o no, Anastasia.
– Sí.
Su boca se cierra suavemente sobre la mía, logra separar mis labios mientras sus brazos me rodean y me atrae hacia sí. Me pasa la mano por la espalda, enreda los dedos en el cabello de mi nuca y tira con delicadeza, mientras pone la otra mano sobre mi trasero y me aprieta contra él. Yo gimo bajito.
– Señor Grey.
Taylor tose y Christian me suelta inmediatamente.
– Taylor -dice con voz gélida.
Me doy la vuelta y veo a Taylor, incómodo, de pie en el umbral. Christian y Taylor se miran y se comunican de algún modo, sin palabras.
– En mi estudio -espeta Christian.
Y Taylor cruza con brío el salón.
– Lo dejaremos para otro momento -me susurra Christian, antes de salir detrás de Taylor.
Yo respiro profundamente para tranquilizarme. ¿Es que no soy capaz de resistirme a él ni un minuto? Sacudo la cabeza, indignada conmigo misma, agradeciendo la interrupción de Taylor, y me avergüenza pensarlo.
Me pregunto qué haría Taylor para interrumpir en el pasado. ¿Qué habrá visto? No quiero pensar en eso. Comida. Haré la comida. Me dedico a cortar las patatas. ¿Qué querría Taylor? Mi mente se acelera… ¿tendrá que ver con Leila?
Diez minutos después, reaparecen, justo cuando la tortilla está lista. Christian me mira; parece preocupado.
– Les informaré en diez minutos -le dice a Taylor.
– Estaremos listos -contesta Taylor, y sale de la estancia.
Yo saco dos platos calientes y los coloco sobre la encimera de la isla de la cocina.
– ¿Comemos?
– Por favor -dice Christian, y se sienta en uno de los taburetes de la barra.
Ahora me observa detenidamente.
– ¿Problemas?
– No.
Tuerzo el gesto. No va a contármelo. Sirvo la comida y me siento a su lado, resignada a seguir sin saberlo.
Christian da un mordisco y dice, complacido:
– Está muy buena. ¿Te apetece una copa de vino?
– No, gracias.
He de mantener la cabeza clara contigo, Grey.
La tortilla sabe bien, pero no tengo mucha hambre. Sin embargo, como, sabiendo que si no Christian me dará la lata. Al final él interrumpe nuestro silencio reflexivo y pone la pieza clásica que oí antes.
– ¿Qué es? -pregunto.
– Canteloube, Canciones de la Auvernia. Esta se llama «Bailero».
– Es preciosa. ¿Qué idioma es?
– Francés antiguo; occitano, de hecho.
– Tú hablas francés. ¿Entiendes lo que dice?
Recuerdo el francés perfecto que habló durante la cena con sus padres…
– Algunas palabras, sí. -Christian sonríe, visiblemente relajado-. Mi madre tenía un mantra: «un instrumento musical, un idioma extranjero, un arte marcial». Elliot habla español; Mia y yo, francés, Elliot toca la guitarra, yo el piano, y Mia el violonchelo.
– Uau. ¿Y las artes marciales?
– Elliot hace yudo. Mia se plantó a los doce años y se negó.
Sonríe al recordarlo.
– Ojalá mi madre hubiera sido tan organizada.
– La doctora Grace es formidable en lo que se refiere a los logros de sus hijos.
– Debe de estar muy orgullosa de ti. Yo lo estaría.
En la cara de Christian aparece un destello sombrío, y parece momentáneamente incómodo. Me mira receloso, como si estuviera en un territorio ignoto.
– ¿Has decidido qué te pondrás esta noche? ¿O he de escoger yo algo por ti? -dice en un tono repentinamente brusco.
¡Uf! Parece enfadado. ¿Por qué? ¿Qué he dicho?
– Eh… aún no. ¿Tú escogiste toda esa ropa?
– No, Anastasia, no. Le di una lista y tu talla a una asesora personal de compras de Neiman Marcus. Debería quedarte bien. Para tu información, he contratado seguridad adicional para esta noche y los próximos días. Leila anda deambulando por las calles de Seattle y es impredecible, así que lo más sensato es ser precavido. No quiero que salgas sola. ¿De acuerdo?
Pestañeo.
– De acuerdo.
¿Qué ha pasado con lo de «Tengo que poseerte ahora», Grey?
– Bien. Voy a informarles. No tardaré mucho.
– ¿Están aquí?
– Sí.
¿Dónde?
Recoge su plato, lo deja en el fregadero y sale de la estancia. ¿De qué demonios ha ido todo eso? Es como si hubiera varias personas distintas en un mismo cuerpo. ¿No es eso un síntoma de esquizofrenia? Tengo que buscarlo en Google.
Recojo mi plato, lo lavo rápidamente, y vuelvo a mi dormitorio llevando conmigo el dossier ANASTASIA ROSE STEELE. Entro en el vestidor y saco los tres vestidos largos de noche. A ver… ¿cuál?
Tumbada en la cama, contemplo mi Mac, mi iPad y mi BlackBerry. Estoy abrumada con tanta tecnología. Empiezo a transferir la lista de temas de Christian del iPad al Mac, luego abro Google para navegar por la red.
Estoy echada sobre la cama enfrascada en la pantalla del Mac cuando entra Christian.
– ¿Qué estás haciendo? -inquiere con dulzura.
Paso un momento de pánico, preguntándome si debo dejarle ver la web que estoy consultando: «Trastorno de personalidad múltiple: los síntomas».
Se tumba a mi lado y echa un vistazo a la página, divertido.
– ¿Esta web es por algún motivo? -pregunta en tono despreocupado.
El brusco Christian ha desaparecido; el juguetón Christian ha vuelto. ¿Cómo voy a seguir este ritmo?
– Investigo. Sobre una personalidad difícil.
Le dedico mi mirada más inexpresiva.
Tuerce el labio reprimiendo una sonrisa.
– ¿Una personalidad difícil?
– Mi proyecto favorito.
– ¿Ahora soy un proyecto? Una actividad suplementaria. Un experimento científico, quizá. Y yo que creía que lo era todo. Señorita Steele, está hiriendo mis sentimientos.
– ¿Cómo sabes que eres tú?
– Mera suposición.
– Es verdad que tú eres el único jodido y volátil controlador obsesivo que conozco íntimamente.
– Creía que era la única persona que conocías íntimamente -dice arqueando una ceja.
Me ruborizo.
– Sí, eso también.
– ¿Has llegado ya a alguna conclusión?
Me giro y le miro. Está tumbado de lado junto a mí, con la cabeza apoyada en el codo y con una expresión tierna, alegre.
– Creo que necesitas terapia intensiva.
Alarga la mano y me recoge cariñosamente un mechón de pelo detrás de la oreja.
– Yo creo que te necesito a ti. Aquí.
Me entrega una barra de pintalabios.
Yo frunzo el ceño, perpleja. Es un rojo fulana, no es mi color en absoluto.
– ¿Quieres que me ponga esto? -grito.
Se echa a reír.
– No, Anastasia, si no quieres, no. No creo que te vaya este color -añade con sequedad.
Se sienta en la cama con las piernas cruzadas y se quita la camisa. Oh, Dios…
– Me gusta tu idea de un mapa de ruta.
Le miro desconcertada. ¿Mapa de ruta?