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– De zonas restringidas -dice a modo de explicación.

– Oh. Lo dije en broma.

– Yo lo digo en serio.

– ¿Quieres que te las dibuje, con carmín?

– Luego se limpia. Al final.

Eso significa que puedo tocarle donde quiera. Una sonrisita maravillada asoma en mis labios.

– ¿Y con algo más permanente, como un rotulador?

– Podría hacerme un tatuaje.

Hay una chispa de ironía en sus ojos.

¿Christian Grey con un tatuaje? ¿Estropear su precioso cuerpo que ya tiene tantas marcas? ¡Ni hablar!

– ¡Nada de tatuajes! -digo riendo, para disimular mi horror.

– Pintalabios, pues.

Sonríe.

Apago el Mac, lo dejo a un lado. Esto puede ser divertido.

– Ven. -Me tiende la mano-. Siéntate encima de mí.

Me quito los zapatos, me siento y me arrastro hacia él. Christian se tumba en la cama, pero mantiene las rodillas dobladas.

– Apóyate en mis piernas.

Me siento encima de él a horcajadas, como me ha dicho. Tiene los ojos muy abiertos y cautos. Pero también divertidos.

– Pareces… entusiasmada con esto -comenta con ironía.

– Siempre me encanta obtener información, señor Grey, y más si eso significa que podrás relajarte, porque yo ya sabré dónde están los límites.

Menea la cabeza, como si no pudiera creer que está a punto de dejarme dibujar por todo su cuerpo.

– Destapa el pintalabios -ordena.

Oh, está en plan supermandón, pero no me importa.

– Dame la mano.

Yo le doy la otra mano.

– La del pintalabios -dice poniendo los ojos en blanco.

– ¿Vas a ponerme esa cara?

– Sí.

– Eres muy maleducado, señor Grey. Yo sé de alguien que se pone muy violento cuando le hacen eso.

– ¿Ah, sí? -replica irónico.

Le doy la mano con el pintalabios, y de repente se incorpora y estamos frente a frente.

– ¿Preparada? -pregunta con un murmullo quedo y ronco, que tensa y comprime todas mis entrañas.

Oh, Dios.

– Sí -musito.

Su proximidad es seductora, su cuerpo torneado tan cerca, ese aroma Christian mezclado con mi gel. Conduce mi mano hasta la curva de su hombro.

– Aprieta -susurra.

Me lleva desde el contorno de su hombro, alrededor del hueco del brazo y después hacia un lado de su torso, y a mí se me seca la boca. El pintalabios deja a su paso una franja ancha, de un rojo intenso. Christian se detiene bajo sus costillas y me conduce por encima del estómago. Se tensa y me mira a los ojos, aparentemente impasible, pero, bajo esa expresión pretendidamente neutra, detecto autocontrol.

Contiene su aversión, aprieta la mandíbula, y aparece tensión alrededor de sus ojos. En mitad del estómago murmura:

– Y sube por el otro lado.

Y me suelta la mano.

Yo copio la línea que he trazado sobre su costado izquierdo. La confianza que me está dando es embriagadora, pero la atempera el hecho de que llevo la cuenta de su dolor. Siete pequeñas marcas blancas y redondas salpican su torso, y es profundamente mortificador contemplar esa diabólica y odiosa profanación de su maravilloso cuerpo. ¿Quién le haría eso a un niño?

– Bueno, ya estoy -murmuro, reprimiendo la emoción.

– No, no estás -replica, y dibuja una línea con el dedo índice alrededor de la base de su cuello.

Yo resigo la línea del dedo con una franja escarlata. Al acabar, miro la inmensidad gris de sus ojos.

– Ahora la espalda -susurra.

Se remueve, de manera que he de bajarme de él, luego se da la vuelta y se sienta en la cama con las piernas cruzadas, de espaldas a mí.

– Sigue la línea desde mi pecho, y da toda la vuelta hasta el otro lado -dice con voz baja y ronca.

Hago lo que dice hasta que una línea púrpura divide su espalda por la mitad, y al hacerlo cuento más cicatrices que mancillan su precioso cuerpo. Nueve en total.

Santo cielo. Tengo que reprimir un abrumador impulso de besar cada una de ellas, y evitar que el llanto inunde mis ojos. ¿Qué clase de animal haría esto? Mientras completo el circuito alrededor de su espalda, él mantiene la cabeza gacha y el cuerpo rígido.

– ¿Alrededor del cuello también? -musito.

Asiente, y dibujo otra franja que converge con la primera que le rodea la base del cuello, por debajo del pelo.

– Ya está -susurro, y parece que lleve un peculiar chaleco de color piel con un ribete de rojo fulana.

Baja los hombros y se relaja, y se da la vuelta para mirarme otra vez.

– Estos son los límites -dice en voz baja.

Las pupilas de sus ojos oscuros se dilatan… ¿de miedo? ¿De lujuria? Yo quiero caer en sus brazos, pero me reprimo y le miro asombrada.

– Me parece muy bien. Ahora mismo quiero lanzarme en tus brazos -susurro.

Me sonríe con malicia y levanta las manos en un gesto de consentimiento.

– Bien, señorita Steele, soy todo tuyo.

Yo grito con placer infantil, me arrojo a sus brazos y le tumbo en la cama. Se gira y suelta una carcajada juvenil llena de alivio, ahora que la pesadilla ha terminado. Y, sin saber cómo, acabo debajo de él.

– Y ahora, lo que habíamos dejado para otro momento… -murmura, y su boca reclama la mía una vez más.

6

Mi mano se agarra al cabello de Christian, mientras mi boca se aferra febril a la suya, absorbiéndole, deleitándose al sentir su lengua contra la mía. Y él hace lo mismo, me devora. Es el paraíso.

De pronto me levanta un poco, coge el bajo de mi camiseta, me la quita de un tirón y la tira al suelo.

– Quiero sentirte -me dice con avidez junto a mi boca, mientras mueve las manos por mi espalda para desabrocharme el sujetador, hasta quitármelo con un imperceptible movimiento y tirarlo a un lado.

Me empuja de nuevo sobre la cama, me aprieta contra el colchón y lleva su boca y sus manos a mis pechos. Yo enredo los dedos en su cabello mientras él coge uno de mis pezones entre los labios y tira fuerte.

Grito, y la sensación se apodera de todo mi cuerpo, y vigoriza y tensa los músculos alrededor de mis ingles.

– Sí, nena, déjame oírte -murmura junto a mi piel ardiente.

Dios, quiero tenerle dentro, ahora. Juega con mi pezón con la boca, tira, y hace que me retuerza y me contorsione y suspire por él. Noto su deseo mezclado con… ¿qué? Veneración. Es como si me estuviera adorando.

Me provoca con los dedos, mi pezón se endurece y se yergue bajo sus expertas caricias. Busca con la mano mis vaqueros, desabrocha el botón con destreza, baja la cremallera, introduce la mano dentro de mis bragas y desliza los dedos sobre mi sexo.

Respira entre los dientes y deja que su dedo penetre suavemente en mi interior. Yo empujo la pelvis hacia arriba, hasta la base de su mano, y él responde y me acaricia.

– Oh, nena -exhala y se cierne sobre mí, mirándome intensamente a los ojos-. Estás tan húmeda -dice con fascinación en la voz.

– Te deseo -musito.

Su boca busca de nuevo la mía, y siento su anhelante desesperación, su necesidad de mí.

Esto es nuevo -nunca había sido así, salvo quizá cuando volví de Georgia-, y sus palabras de antes vuelven lentamente a mí… «Necesito saber que estamos bien. Solo sé hacerlo de esta forma.»

Pensar en eso me desarma. Saber que le afecto de ese modo, que puedo proporcionarle tanto consuelo haciendo esto… Él se sienta, agarra mis vaqueros por los bajos y me los quita de un tirón, y luego las bragas.

Sin dejar de mirarme fijamente, se pone de pie, saca un envoltorio plateado del bolsillo y me lo lanza, y después se quita los pantalones y los calzoncillos con un único y rápido movimiento.

Yo rasgo el paquetito con avidez, y cuando él vuelve a tumbarse a mi lado, le coloco el preservativo despacio. Me agarra las dos manos y se tumba de espaldas.