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Taylor aparca en el camino de la entrada, y un criado abre la puerta del lado de Christian. Sawyer se apresura a bajar para abrir la mía.

– ¿Lista? -pregunta Christian.

– Más que nunca.

– Estás radiante, Anastasia.

Me besa la mano y sale del coche.

Una alfombra verde oscuro se extiende sobre el césped por un lateral de la mansión hasta los impresionantes terrenos de la parte de atrás. Christian me rodea con el brazo en ademán protector, apoyando la mano en mi cintura, y, bajo la luz de los farolillos que iluminan el camino, recorremos la alfombra verde junto con un nutrido reguero de gente formado por la élite más granada de Seattle, ataviados con sus mejores galas y luciendo máscaras de todo tipo. Dos fotógrafos piden a los invitados que posen para las fotos con el emparrado de hiedra al fondo.

– ¡Señor Grey! -grita uno de ellos.

Christian asiente, me atrae hacia sí y posamos rápidamente para una foto. ¿Cómo saben que es él? Por su característica mata de rebelde cabello cobrizo, sin duda.

– ¿Dos fotógrafos? -le pregunto.

– Uno es del Seattle Times; el otro es para tener un recuerdo. Luego podremos comprar una copia.

Oh, mi foto en la prensa otra vez. Leila acude fugazmente a mi mente. Así es como me descubrió, por un posado con Christian. La idea resulta inquietante, aunque me consuela saber que estoy irreconocible gracias a la máscara.

Al final de la fila de invitados, sirvientes con uniformes blancos portan bandejas con resplandecientes copas de champán, y agradezco a Christian que me pase una para distraerme de mis sombríos pensamientos.

Nos acercamos a una gran pérgola blanca, donde cuelgan versiones más pequeñas de los mismos farolillos de papel. Bajo ella, brilla una pista de baile con suelo ajedrezado en blanco y negro, rodeada por una valla baja con entradas por tres lados. En cada una hay dos elaboradas esculturas de unos cisnes de hielo. El cuarto lado de la pérgola está ocupado por un escenario, en el que un cuarteto de cuerda interpreta una pieza suave, hechizante, etérea, que no reconozco. El escenario parece dispuesto para una gran banda, pero de momento no se ve rastro de los músicos, así que imagino que la actuación será más tarde. Christian me coge de la mano y me lleva entre los cisnes hasta la pista, donde los demás invitados se están congregando, charlando y bebiendo copas de champán.

Más allá, hacia la orilla, se alza una inmensa carpa, abierta por el lado más cercano a nosotros, de modo que puedo vislumbrar las mesas y las sillas formalmente dispuestas. ¡Hay muchísimas!

– ¿Cuánta gente vendrá? -le pregunto a Christian, impresionada por el tamaño de la carpa.

– Creo que unos trescientos. Tendrás que preguntárselo a mi madre -me dice sonriendo.

– ¡Christian!

Una mujer joven aparece entre la multitud y le echa los brazos al cuello, e inmediatamente sé que es Mia. Lleva un elegante traje largo de gasa color rosa pálido, con una máscara veneciana exquisitamente trabajada a juego. Está deslumbrante. Y, por un momento, me siento más agradecida que nunca por el vestido que Christian me ha proporcionado.

– ¡Ana! ¡Oh, querida, estás guapísima! -Me da un breve abrazo-. Tienes que venir a conocer a mis amigos. Ninguno se cree que Christian tenga por fin novia.

Aterrada, miro a Christian, que se encoge de hombros como diciendo «Ya sé que es imposible, yo tuve que convivir con ella durante años», y deja que Mia me conduzca hasta un grupo de mujeres jóvenes, todas con trajes caros e impecablemente acicaladas.

Mia hace rápidamente las presentaciones. Tres de ellas se muestran dulces y agradables, pero Lily, creo que se llama, me mira con expresión agria bajo su máscara roja.

– Naturalmente todas pensábamos que Christian era gay -dice con sarcasmo, disimulando su rencor con una gran sonrisa falsa.

Mia le hace un mohín.

– Lily… compórtate. Está claro que Christian tiene un gusto excelente para las mujeres, pero estaba esperando a que apareciera la adecuada, ¡y esa no eras tú!

Lily se pone del color de su máscara, y yo también. ¿Puede haber una situación más incómoda?

– Señoritas, ¿podría recuperar a mi acompañante, por favor?

Christian desliza el brazo alrededor de mi cintura y me atrae hacia él. Las cuatro jóvenes se ruborizan y sonríen nerviosas: el invariable efecto de su perturbadora sonrisa. Mia me mira, pone los ojos en blanco, y no me queda otro remedio que echarme a reír.

– Encantada de conoceros -digo mientras Christian tira de mí-. Gracias -le susurro, cuando estamos ya a cierta distancia.

– He visto que Lily estaba con Mia. Es una persona horrible.

– Le gustas -digo secamente.

Él se estremece.

– Pues el sentimiento no es mutuo. Ven, te voy a presentar a algunas personas.

Paso la siguiente media hora inmersa en un torbellino de presentaciones. Conozco a dos actores de Hollywood, a otros dos presidentes ejecutivos y a varias eminencias médicas. Por Dios… es imposible que me acuerde de tantos nombres.

Christian no se separa de mí, y se lo agradezco. Francamente, la riqueza, el glamour y el nivel de puro derroche del evento me intimidan. Nunca he asistido a un acto parecido en mi vida.

Los camareros vestidos de blanco circulan grácilmente con más botellas de champán entre la multitud creciente de invitados, y me llenan la copa con una regularidad preocupante. No debo beber demasiado. No debo beber demasiado, me repito a mí misma, pero empiezo a sentirme algo aturdida, y no sé si es por el champán, por la atmósfera cargada de misterio y excitación que crean las máscaras, o por las bolas de plata que llevo en secreto. Resulta cada vez más difícil ignorar el dolor sordo que se extiende bajo mi cintura.

– ¿Así que trabaja en SIP? -me pregunta un caballero calvo con una máscara de oso que le cubre la mitad de la cara… ¿o es de perro?-. He oído rumores acerca de una OPA hostil.

Me ruborizo. Una OPA hostil lanzada por un hombre que tiene más dinero que sentido común, y que es un acosador nato.

– Yo solo soy una humilde ayudante, señor Eccles. No sé nada de esas cosas.

Christian no dice nada y sonríe beatíficamente a Eccles.

– ¡Damas y caballeros! -El maestro de ceremonias, con una impresionante máscara de arlequín blanca y negra, nos interrumpe-. Por favor, vayan ocupando sus asientos. La cena está servida.

Christian me da la mano y seguimos al bullicioso gentío hasta la inmensa carpa.

El interior es impresionante. Tres enormes lámparas de araña lanzan destellos irisados sobre las telas de seda marfileña que conforman el techo y las paredes. Debe de haber unas treinta mesas como mínimo, que me recuerdan al salón privado del hotel Heathman: copas de cristal, lino blanco y almidonado cubriendo las sillas y las mesas, y en el centro, un exquisito arreglo de peonías rosa pálido alrededor de un candelabro de plata. Al lado hay una cesta de exquisiteces envueltas en hilo de seda.

Christian consulta el plano de la distribución y me lleva a una mesa del centro. Mia y Grace Trevelyan-Grey ya están sentadas, enfrascadas en una conversación con un joven al que no conozco. Grace lleva un deslumbrante vestido verde menta con una máscara veneciana a juego. Está radiante, se la ve muy relajada, y me saluda con afecto.

– ¡Ana, qué gusto volver a verte! Y además tan espléndida.

– Madre -la saluda Christian con formalidad, y la besa en ambas mejillas.

– ¡Ay, Christian, qué protocolario! -le reprocha ella en broma.

Los padres de Grace, el señor y la señora Trevelyan, vienen a sentarse a nuestra mesa. Tienen un aspecto exuberante y juvenil, aunque resulte difícil asegurarlo bajo sus máscaras de bronce a juego. Se muestran encantados de ver a Christian.