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Aprieto el botón, cesa el rugido del motor, y el Grace navega hacia la península Olympic, deslizándose por el agua como si volara. Yo tengo ganas de chillar y gritar y jalear: esta es una de las experiencias más excitantes de mi vida… salvo quizá la del planeador, y puede que la del cuarto rojo del dolor.

¡Madre mía, cómo se mueve este barco! Me mantengo firme, sujetando el timón y tratando de conservar el rumbo, y Christian vuelve a colocarse detrás de mí y pone sus manos sobre las mías.

– ¿Qué te parece? -me pregunta, gritando sobre el rugido del viento y el mar.

– ¡Christian, esto es fantástico!

Esboza una radiante sonrisa de oreja a oreja.

– Ya verás cuando ice la vela globo.

Señala con la barbilla a Mac, que está desplegando la vela globo, de un rojo oscuro e intenso. Me recuerda las paredes del cuarto de juegos.

– Un color interesante -grito.

Él hace una mueca felina y me guiña un ojo. Oh, no es casualidad.

La vela globo, con su peculiar forma, grande y elíptica, se hincha y hace que el Grace coja gran velocidad. El barco toma el rumbo, navegando a toda marcha hacia el Sound.

– Velaje asimétrico. Para correr más -contesta Christian a mi pregunta implícita.

– Es alucinante.

No se me ocurre nada mejor que decir. Mientras brincamos sobre las aguas, en dirección a las majestuosas montañas Olympic y a la isla de Bainbridge, yo sigo con una sonrisa de lo más bobalicona en la cara. Al mirar hacia atrás, veo Seattle empequeñecerse en la distancia y, más allá, el monte Rainier.

Nunca me había dado cuenta realmente de lo hermoso y agreste que es el paisaje de los alrededores de Seattle: verde, exuberante y apacible, con enormes árboles de hoja perenne y acantilados rocosos con paredes escarpadas que se alzan aquí y allá. En esta gloriosa tarde soleada el entorno posee una belleza salvaje pero serena, que me corta la respiración. Tanta quietud resulta asombrosa en comparación con la velocidad con que surcamos las aguas.

– ¿A qué velocidad vamos?

– A quince nudos.

– No tengo ni idea de qué quiere decir eso.

– Unos veintiocho kilómetros por hora.

– ¿Solo? Parece mucho más.

Me acaricia la mano, sonriendo.

– Estás preciosa, Anastasia. Es agradable ver tus mejillas con algo de color… y no porque te ruborices. Tienes el mismo aspecto que en las fotos de José.

Me doy la vuelta y le beso.

– Sabes cómo hacer que una chica lo pase bien, señor Grey.

– Mi único objetivo es complacer, señorita Steele. -Me aparta el pelo y me besa la parte baja de la nuca, provocándome unos deliciosos escalofríos que me recorren toda la columna-. Me gusta verte feliz -murmura, y me abraza más fuerte.

Contemplo la inmensidad del agua azul, preguntándome qué debo haber hecho para que la suerte me haya sonreído y me haya enviado a este hombre.

Sí, eres una zorra con suerte, me replica mi subconsciente. Pero aún te queda mucho por hacer con él. No va a aceptar siempre esta chorrada de relación vainilla… vas a tener que transigir. Fulmino mentalmente con la mirada a ese rostro insolente y mordaz, y apoyo la cabeza en el torso de Christian. En el fondo sé que mi subconsciente tiene razón, aunque me niego a pensar en ello. No quiero estropearme el día.

Al cabo de una hora atracamos en una cala pequeña y guarecida de la isla de Bainbridge. Mac ha bajado a la playa en la lancha -no sé bien para qué-, pero me lo imagino, porque en cuanto pone en marcha el motor fueraborda, Christian me coge de la mano y prácticamente me arrastra al interior de su camarote: es un hombre con una misión.

Ahora está de pie ante mí, emanando su embriagadora sensualidad mientras sus dedos hábiles se afanan en desatar las correas de mi chaleco salvavidas. Lo deja a un lado y me mira intensamente con sus ojos oscuros, dilatados.

Ya estoy perdida y apenas me ha tocado. Levanta la mano y desliza los dedos por mi barbilla, a lo largo del cuello, sobre el esternón, hasta alcanzar el primer botón de mi blusa azul, y siento que su caricia me abrasa.

– Quiero verte -musita, y desabrocha con destreza el botón.

Se inclina y besa con suavidad mis labios abiertos. Jadeo ansiosa, excitada por la poderosa combinación de su cautivadora belleza, su cruda sexualidad en el confinamiento de este camarote, y el suave balanceo del barco. Él retrocede un paso.

– Desnúdate para mí -susurra con los ojos incandescentes.

Ah… Obedezco encantada. Sin apartar mis ojos de él, desabrocho despacio cada botón, saboreando su tórrida mirada. Oh, esto es embriagador. Veo su deseo: es palpable en su rostro… y en todo su cuerpo.

Dejo caer la camisa al suelo y me dispongo a desabrocharme los vaqueros.

– Para -ordena-. Siéntate.

Me siento en el borde de la cama y, con un ágil movimiento, él se arrodilla delante de mí, me desanuda primero una zapatilla, luego la otra, y me las quita junto con los calcetines. Me coge el pie izquierdo, lo levanta, me da un suave beso en la base del pulgar y luego me roza con la punta de los dientes.

– ¡Ah! -gimo al notar el efecto en mi entrepierna.

Se pone de pie con elegancia, me tiende la mano y me aparta de la cama.

– Continúa -dice, y retrocede un poco para contemplarme.

Yo me bajo la cremallera de los vaqueros, meto los pulgares en la cintura y deslizo la prenda por mis piernas. En sus labios juguetea una sonrisa, pero sus ojos siguen sombríos.

Y no sé si es porque me hizo el amor esta mañana, y me refiero a hacerme realmente el amor, con dulzura, con cariño, o si es por su declaración apasionada -«sí… te quiero»-, pero no siento la menor vergüenza. Quiero ser sexy para este hombre. Merece que sea sexy para él… y hace que me sienta sexy. Vale, esto es nuevo para mí, pero estoy aprendiendo gracias a su experta tutela. Y la verdad es que para él es algo nuevo también. Eso equilibra las cosas entre los dos, un poco, creo.

Llevo un par de prendas de mi ropa interior nueva: un mini-tanga blanco de encaje y un sujetador a juego, de una lujosa marca y todavía con la etiqueta del precio. Me quito los vaqueros y me quedo allí plantada para él, con la lencería por la que ha pagado, pero ya no me siento vulgar… me siento suya.

Me desabrocho el sujetador por la espalda, bajo los tirantes por los brazos y lo dejo sobre mi blusa. Me bajo el tanga despacio, lo dejo caer hasta los tobillos y salgo de él con un elegante pasito, sorprendida por mi propio estilo.

Estoy de pie ante él, desnuda y sin la menor vergüenza, y sé que es porque me quiere. Ya no tengo que esconderme. Él no dice nada, se limita a mirarme fijamente. Solo veo su deseo, su adoración incluso, y algo más, la profundidad de su necesidad… la profundidad de su amor por mí.

Él se lleva la mano hasta la cintura, se levanta el jersey beis y se lo quita por la cabeza, seguido de la camiseta, sin apartar de mí sus vívidos ojos grises. Luego se quita los zapatos y los calcetines, antes de disponerse a desabrochar el botón de sus vaqueros.

Doy un paso al frente, y susurro:

– Déjame.

Frunce momentáneamente los labios en una muda exclamación, y sonríe:

– Adelante.

Avanzo hacia él, introduzco mis osados dedos por la cintura de sus pantalones y tiro de ellos, para obligarle a acercarse más. Jadea involuntariamente ante mi inesperada audacia y luego me mira sonriendo. Desabrocho el botón, pero antes de bajar la cremallera dejo que mis dedos se demoren, resiguiendo su erección a través de la suave tela. Él flexiona las caderas hacia la palma de mi mano y cierra los ojos unos segundos, disfrutando de mi caricia.

– Eres cada vez más audaz, Ana, más valiente -musita, sujetándome la cara con las dos manos e inclinándose para besarme con ardor.