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– ¿Ah, sí? -Christian arquea una ceja-. Emites señales contradictorias, Anastasia. ¿Cómo podría un hombre seguirte el ritmo? -Se inclina y vuelve a besarme-. Hasta luego, nena -añade y, con una sonrisa deslumbrante, se levanta y me deja a solas con mis dispersos pensamientos.

Cuando salgo a cubierta, Mac está de nuevo a bordo, pero enseguida se retira a la cubierta superior en cuanto abro las puertas del salón. Christian está con su BlackBerry. ¿Hablando con quién?, me pregunto. Se me acerca, me atrae hacia él y me besa el cabello.

– Una noticia estupenda… bien. Sí… ¿De verdad? ¿La escalera de incendios?… Entiendo… Sí, esta noche.

Aprieta el botón de fin de llamada, y el ruido de los motores al ponerse en marcha me sobresalta. Mac debe de estar arriba, en el puente de mando.

– Hora de volver -dice Christian, y me besa una vez más mientras me coloca de nuevo el chaleco salvavidas.

Cuando volvemos al puerto deportivo, con el sol a nuestra espalda poniéndose en el horizonte, pienso en esta tarde maravillosa. Bajo la atenta y paciente tutela de Christian, he estibado una vela mayor, un foque y una vela balón, y he aprendido a hacer un nudo cuadrado, un ballestrinque y un nudo margarita. Él ha mantenido los labios prietos durante toda la clase.

– Puede que un día de estos te ate a ti -mascullo en tono gruñón.

Él tuerce el gesto, divertido.

– Primero tendrá que atraparme, señorita Steele.

Sus palabras me traen a la cabeza la imagen de él persiguiéndome por todo el apartamento, la excitación, y después sus espantosas consecuencias. Frunzo el ceño y me estremezco. Después de aquello, le dejé.

¿Le dejaría otra vez ahora que ha reconocido que me quiere? Levanto la vista hacia sus claros ojos grises. ¿Sería capaz de dejarle otra vez… me hiciera lo que me hiciese? ¿Podría traicionarle de ese modo? No. No creo que pudiera.

Me ha dado otro completo tour por este magnífico barco, explicándome todos los detalles del diseño, las técnicas innovadoras y los materiales de alta calidad que se utilizaron para construirlo. Recuerdo aquella primera entrevista, cuando le conocí. Entonces descubrí ya su pasión por los barcos. Creí que reservaba su entrega incondicional a los cargueros transoceánicos que construye su empresa… pero no, también los elegantes catamaranes de encanto tan sensual.

Y, por supuesto, me ha hecho el amor con dulzura, sin prisas. Recuerdo mi cuerpo arqueado y anhelante bajo sus expertas manos. Es un amante excepcional, de eso estoy segura… aunque, claro, no tengo con quién compararle. Pero Kate hubiera alardeado más si esto fuera siempre así: no es propio de ella callarse los detalles.

Pero ¿durante cuánto tiempo le bastará con esto? No lo sé, y el pensamiento resulta muy perturbador.

Ahora se sienta y me rodea con sus brazos, y yo permanezco en la seguridad de su abrazo durante horas -o eso me parece-, en un silencio cómodo y fraterno, mientras el Grace se desliza y se acerca más y más a Seattle. Yo llevo el timón, y Christian me avisa cada vez que tengo que ajustar el rumbo.

– Hay una poesía en navegar tan antigua como el mundo -me dice al oído.

– Eso suena a cita.

Noto que sonríe.

– Lo es. Antoine de Saint-Exupéry.

– Oh… me encanta El principito.

– A mí también.

Comienza a caer la noche cuando Christian, con sus manos todavía sobre las mías, nos conduce al interior de la bahía. Las luces de los barcos parpadean y se reflejan en el agua oscura, pero todavía hay algo de claridad: el atardecer es agradable y luminoso, el preludio de lo que sin duda será una puesta de sol espectacular.

Una pequeña multitud se congrega en el muelle cuando Christian hace girar despacio el barco, en un espacio relativamente pequeño. Lo hace con destreza, atracando de nuevo en el embarcadero del que habíamos zarpado. Mac salta a tierra y amarra el Grace a un noray.

– Ya estamos de vuelta -murmura Christian.

– Gracias -susurro tímidamente-. Ha sido una tarde perfecta.

Christian me sonríe.

– Yo pienso lo mismo. Quizá deberíamos matricularte en una escuela náutica, y así podríamos salir durante unos días, tú y yo solos.

– Me encantaría. Podríamos estrenar el dormitorio una y otra vez.

Se inclina y me besa bajo la oreja.

– Mmm… estoy deseándolo, Anastasia -susurra, y consigue que se me erice todo el vello del cuerpo.

¿Cómo lo hace?

– Vamos, el apartamento es seguro. Podemos volver.

– ¿Y las cosas que tenemos en el hotel?

– Taylor ya las ha recogido.

¡Oh! ¿Cuándo?

– Hoy a primera hora -contesta Christian antes de que le plantee la pregunta-, después de haber examinado el Grace con su equipo.

– ¿Y ese pobre hombre cuándo duerme?

– Duerme. -Christian, desconcertado, arquea una ceja-. Simplemente cumple con su deber, Anastasia, y lo hace muy bien. Es una suerte contar con Jason.

– ¿Jason?

– Jason Taylor.

Pensaba que Taylor era su nombre de pila. Jason… Es un nombre que le pega: serio y responsable, fiable. Por alguna razón, eso me hace sonreír.

Christian me mira pensativo y comenta:

– Tú aprecias a Taylor.

– Supongo que sí.

Su comentario me confunde. Él frunce el ceño.

– No me siento atraída por él, si es eso lo que te hace poner mala cara. Déjalo ya.

Christian hace algo parecido a un mohín, como enfurruñado.

Dios… a veces es como un niño.

– Opino que Taylor cuida muy bien de ti. Por eso me gusta. Me parece un hombre que inspira confianza, amable y leal. Lo aprecio en un sentido paternal.

– ¿Paternal?

– Sí.

– Bien, paternal.

Christian parece analizar la palabra y su significado. Me echo a reír.

– Oh, Christian, por favor, madura un poco.

Él abre la boca, sorprendido ante mi salida, pero luego piensa en lo que he dicho y tuerce el gesto.

– Lo intento -dice finalmente.

– Se nota. Y mucho -le digo con cariño, pero después pongo los ojos en blanco.

– Qué buenos recuerdos me trae verte hacer ese gesto, Anastasia -dice con una gran sonrisa.

– Bueno, si te portas bien a lo mejor revivimos alguno de esos recuerdos -replico con aire cómplice.

Él hace una mueca irónica.

– ¿Portarme bien? -Levanta las cejas-. Francamente, señorita Steele, ¿qué le hace pensar que quiera revivirlos?

– Seguramente porque, cuando lo he dicho, tus ojos han brillado como luces navideñas.

– Qué bien me conoces ya -dice con cierta sequedad.

– Me gustaría conocerte mejor.

Sonríe con dulzura.

– Y a mí a ti, Anastasia.

– Gracias, Mac.

Christian estrecha la mano de McConnell y baja al muelle.

– Siempre es un placer, señor Grey. Adiós. Y, Ana, encantado de conocerte.

Le doy la mano con timidez. Debe de saber a qué nos hemos dedicado Christian y yo mientras él estaba en tierra.

– Que tengas un buen día, Mac, y gracias.

Me sonríe y me guiña el ojo, haciendo que me ruborice. Christian me coge de la mano y subimos por el muelle hacia el paseo marítimo.

– ¿De dónde es Mac? -pregunto, intrigada por su acento.

– Irlandés… del norte de Irlanda -concreta Christian.

– ¿Es amigo tuyo?

– ¿Mac? Trabaja para mí. Ayudó a construir el Grace.

– ¿Tienes muchos amigos?

Frunce el ceño.

– La verdad es que no. Dedicándome a lo que me dedico… no puedo cultivar muchas amistades. Solo está…