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Se calla y se pone muy serio, y soy consciente de que iba a mencionar a la señora Robinson.

– ¿Tienes hambre? -pregunta para cambiar de tema.

Asiento. La verdad es que estoy hambrienta.

– Cenaremos donde dejé el coche. Vamos.

Al lado del SP hay un pequeño bistró italiano llamado Bee’s. Me recuerda al local de Portland: unas pocas mesas y reservados, con una decoración muy moderna y alegre, y una gran fotografía en blanco y negro de una celebración de principios de siglo a modo de mural.

Christian y yo nos sentamos en un reservado, y echamos un vistazo al menú mientras degustamos un Frascati suave y delicioso. Cuando levanto la vista de la carta, después de haber elegido lo que quiero, Christian me está mirando fijamente, pensativo.

– ¿Qué pasa?

– Estás muy guapa, Anastasia. El aire libre te sienta bien.

Me ruborizo.

– Pues la verdad es que me arde la cara por el viento. Pero he pasado una tarde estupenda. Una tarde perfecta. Gracias.

En sus ojos brilla el cariño.

– Ha sido un placer -musita.

– ¿Puedo preguntarte una cosa?

Estoy decidida a obtener información.

– Lo que quieras, Anastasia. Ya lo sabes.

Ladea la cabeza. Está encantador.

– No pareces tener muchos amigos. ¿Por qué?

Encoge los hombros y frunce el ceño.

– Ya te lo he dicho, la verdad es que no tengo tiempo. Están mis socios empresariales… aunque eso es muy distinto a tener amigos, supongo. Tengo a mi familia y ya está. Aparte de Elena.

Ignoro que ha mencionado a esa bruja.

– ¿Ningún amigo varón de tu misma edad para salir a desahogarte?

– Tú ya sabes cómo me gusta desahogarme, Anastasia. -Christian hace una leve mueca-. Y me he dedicado a trabajar, a levantar mi empresa. -Parece desconcertado-. No hago nada más; salvo navegar y volar de vez en cuando.

– ¿Ni siquiera en la universidad?

– La verdad es que no.

– ¿Solo Elena, entonces?

Asiente, con cautela.

– Debes de sentirte solo.

Sus labios esbozan una media sonrisa melancólica.

– ¿Qué te apetece comer? -pregunta, volviendo a cambiar de tema.

– Me inclino por el risotto.

– Buena elección.

Christian avisa al camarero y da por terminada la conversación.

Después de pedir, me revuelvo incómoda en la silla y fijo la mirada en mis manos entrelazadas. Si tiene ganas de hablar, he de aprovecharlo.

Tengo que hablar con él de cuáles son sus expectativas, sus… necesidades.

– Anastasia, ¿qué pasa? Dime.

Levanto la vista hacia su rostro preocupado.

– Dime -repite con más contundencia, y su preocupación se convierte ¿en qué… miedo… ira?

Suspiro profundamente.

– Lo que más me inquieta es que no tengas bastante con esto. Ya sabes… para desahogarte.

Tensa la mandíbula y su mirada se endurece.

– ¿He manifestado de algún modo que no tenga bastante con esto?

– No.

– Entonces, ¿por qué lo piensas?

– Sé cómo eres. Lo que… eh… necesitas -balbuceo.

Cierra los ojos y se masajea la frente con sus largos dedos.

– ¿Qué tengo que hacer? -dice en voz tan baja que resulta alarmante, como si estuviera enfadado, y se me encoge el corazón.

– No, me has malinterpretado: te has comportado maravillosamente, y sé que solo han pasado unos días, pero espero no estar obligándote a ser alguien que no eres.

– Sigo siendo yo, Anastasia… con todas las cincuenta sombras de mi locura. Sí, tengo que luchar contra el impulso de ser controlador… pero es mi naturaleza, la manera en que me enfrento a la vida. Sí, espero que te comportes de una determinada manera, y cuando no lo haces supone un desafío para mí, pero también es un soplo de aire fresco. Seguimos haciendo lo que me gusta hacer a mí. Dejaste que te golpeara ayer después de aquella espantosa puja. -Esboza una sonrisa placentera al recordarlo-. Yo disfruto castigándote. No creo que ese impulso desaparezca nunca… pero me esfuerzo, y no es tan duro como creía.

Me estremezco y enrojezco al recordar nuestro encuentro clandestino en el dormitorio de su infancia.

– Eso no me importó -musito con timidez.

– Lo sé. -Sus labios se curvan en una sonrisa reacia-. A mí tampoco. Pero te diré una cosa, Anastasia: todo esto es nuevo para mí, y estos últimos días han sido los mejores de mi vida. No quiero que cambie nada.

¡Oh!

– También han sido los mejores de mi vida, sin duda -murmuro, y se le ilumina la cara.

La diosa que llevo dentro asiente febril, dándome fuertes codazos. Vale, vale, ya lo sé…

– Entonces, ¿no quieres llevarme a tu cuarto de juegos?

Traga saliva y palidece, con el rostro totalmente serio.

– No, no quiero.

– ¿Por qué no? -musito.

No es la respuesta que esperaba.

Y sí, ahí está… esa punzada de decepción. La diosa que llevo dentro hace un mohín y da patadas en el suelo con los brazos cruzados, como una cría enfurruñada.

– La última vez que estuvimos allí me abandonaste -dice en voz baja-. Pienso huir de cualquier cosa que pueda provocar que vuelvas a dejarme. Cuanto te fuiste me quedé destrozado. Ya te lo he contado. No quiero volver a sentirme así. Ya te he dicho lo que siento por ti.

Sus ojos grises, enormes e intensos, rezuman sinceridad.

– Pero no me parece justo. Para ti no puede ser bueno… estar constantemente preocupado por cómo me siento. Tú has hecho todos esos cambios por mí, y yo… creo que debería corresponderte de algún modo. No sé, quizá… intentar… algunos juegos haciendo distintos personajes -tartamudeo, con la cara del color de las paredes del cuarto de juegos.

¿Por qué es tan difícil hablar de esto? He practicado todo tipo de sexo pervertido con este hombre, cosas de las que ni siquiera había oído hablar hace unas semanas, cosas que nunca había creído posibles, y, sin embargo, lo más difícil de todo es hablar de esto con él.

– Ya me correspondes, Ana, más de lo que crees. Por favor, no te sientas así.

El Christian despreocupado ha desaparecido. Ahora tiene los ojos muy abiertos con expresión alarmada, y verlo así resulta desgarrador.

– Nena, solo ha pasado un fin de semana. Démonos tiempo. Cuando te marchaste, pensé mucho en nosotros. Necesitamos tiempo. Tú necesitas confiar en mí y yo en ti. Quizá más adelante podamos permitírnoslo, pero me gusta cómo eres ahora. Me gusta verte tan contenta, tan relajada y despreocupada, sabiendo que yo tengo algo que ver en ello. Yo nunca he… -Se calla y se pasa la mano por el pelo-. Para correr, primero tenemos que aprender a andar.

De repente sonríe.

– ¿Qué tiene tanta gracia?

– Flynn. Dice eso constantemente. Nunca creí que le citaría.

– Un flynnismo.

Christian se ríe.

– Exacto.

Llega el camarero con los entrantes y la brocheta, y en cuanto cambiamos de conversación Christian se relaja.

Cuando nos colocan delante nuestros pantagruélicos platos, no puedo evitar pensar en cómo he visto a Christian hoy: relajado, feliz y despreocupado. Como mínimo ahora se ríe, vuelve a estar a gusto.

Cuando empieza a interrogarme sobre los lugares donde he estado, suspiro de alivio en mi fuero interno. El tema se acaba enseguida, ya que no he estado en ningún sitio fuera del Estados Unidos continental. En cambio, él ha viajado por todo el mundo, e iniciamos una charla más alegre y sencilla sobre todos los lugares que él ha visitado.

Después de la sabrosa y contundente cena, Christian conduce de vuelta al Escala. Por los altavoces se oye la voz dulce y melodiosa de Eva Cassidy, y eso me proporciona un apacible interludio para pensar. He tenido un día asombroso; la doctora Greene; nuestra ducha; la admisión de Christian; hacer el amor en el hotel y en el barco; comprar el coche. Incluso el propio Christian se ha mostrado tan distinto… Es como si se hubiera desprendido de algo, o hubiera redescubierto algo… no sé.