Inspiro profundamente, conmocionada. No. No, esto es un error, un error muy grave y perturbador.
– Christian, por favor, no hagas esto. Esto no es lo que quiero.
Él sigue mirándome con total pasividad, sin moverse, sin decir nada.
Oh, Dios. Mi pobre Cincuenta. Se me encoge el corazón. ¿Qué demonios le he hecho? Las lágrimas que pugnan por brotar me escuecen en los ojos.
– ¿Por qué haces esto? Háblame -musito.
Él parpadea una vez.
– ¿Qué te gustaría que dijera? -dice en voz baja, inexpresiva, y el hecho de que hable me alivia momentáneamente, pero así no…
No. ¡No!
Las lágrimas empiezan a correr por mis mejillas, y de repente me resulta insoportable verle en la misma posición postrada que la de esa criatura patética que era Leila. La imagen de un hombre poderoso, que en realidad sigue siendo un muchacho, que sufrió terribles abusos y malos tratos, que se considera indigno del amor de su familia perfecta y de su mucho menos perfecta novia… mi chico perdido… La imagen es desgarradora.
Compasión, vacío, desesperación, todo eso inunda mi corazón, y siento una angustia asfixiante. Voy a tener que luchar para recuperarle, para recuperar a mi Cincuenta.
Pensar en que yo pueda ejercer la dominación sobre alguien me resulta atroz. Pensar en que yo ejerza la dominación sobre Christian es sencillamente repugnante. Eso me convertiría en alguien como ella: la mujer que le hizo esto a él.
Al pensar en eso, me estremezco y contengo la bilis que siento subir por mi garganta. Es inconcebible que yo haga eso. Es inconcebible que desee eso.
A medida que se me aclaran las ideas, veo cuál es el único camino: sin dejar de mirarle a los ojos, caigo de rodillas frente a él.
Siento la madera dura contra mis espinillas, y me seco las lágrimas con el dorso de la mano.
Así, ambos somos iguales. Estamos al mismo nivel. Este es el único modo de recuperarle.
Él abre los ojos imperceptiblemente cuando alzo la vista y le miro, pero, aparte de eso, ni su expresión ni su postura cambian.
– Christian, no tienes por qué hacer esto -suplico-. Yo no voy a dejarte. Te lo he dicho y te lo he repetido cientos de veces. No te dejaré. Todo esto que ha pasado… es abrumador. Lo único que necesito es tiempo para pensar… tiempo para mí. ¿Por qué siempre te pones en lo peor?
Se me encoge nuevamente el corazón, porque sé la razón: porque es inseguro, y está lleno de odio hacia sí mismo.
Las palabras de Elena vuelven a resonar en mi mente: «¿Sabe ella lo negativo que eres contigo mismo? ¿En todos los aspectos?».
Oh, Christian. El miedo atenaza de nuevo mi corazón y empiezo a balbucear:
– Iba a sugerir que esta noche volvería a mi apartamento. Nunca me dejas tiempo… tiempo para pensar las cosas. -Rompo a sollozar, y en su cara aparece la levísima sombra de un gesto de disgusto-. Simplemente tiempo para pensar. Nosotros apenas nos conocemos, y toda esa carga que tú llevas encima… yo necesito… necesito tiempo para analizarla. Y ahora que Leila está… bueno, lo que sea que esté… que ya no anda por ahí y ya no es un peligro… pensé… pensé…
Se me quiebra la voz y le miro fijamente. Él me observa intensamente y creo que me está escuchando.
– Verte con Leila… -cierro los ojos ante el doloroso recuerdo de verle interactuando con su antigua sumisa-… me ha impactado terriblemente. Por un momento he atisbado cómo había sido tu vida… y… -Bajo la vista hacia mis dedos entrelazados. Mis mejillas siguen inundadas de lágrimas-. Todo esto es porque siento que yo no soy suficiente para ti. He comprendido cómo era tu vida, y tengo mucho miedo de que termines aburriéndote de mí y entonces me dejes… y yo acabe siendo como Leila… una sombra. Porque yo te quiero, Christian, y si me dejas, será como si el mundo perdiera la luz. Y me quedaré a oscuras. Yo no quiero dejarte. Pero tengo tanto miedo de que tú me dejes…
Mientras le digo todo eso, con la esperanza de que me escuche, me doy cuenta de cuál es mi verdadero problema. Simplemente no entiendo por qué le gusto. Nunca he entendido por qué le gusto.
– No entiendo por qué te parezco atractiva -murmuro-. Tú eres… bueno, tú eres tú… y yo soy… -Me encojo de hombros y le miro-. Simplemente no lo entiendo. Tú eres hermoso y sexy y triunfador y bueno y amable y cariñoso… todas esas cosas… y yo no. Y yo no puedo hacer las cosas que a ti te gusta hacer. Yo no puedo darte lo que necesitas. ¿Cómo puedes ser feliz conmigo? -Mi voz se convierte en un susurro que expresa mis más oscuros miedos-. Nunca he entendido qué ves en mí. Y verte con ella no ha hecho más que confirmarlo.
Sollozo y me seco la nariz con el dorso de la mano, contemplando su expresión impasible.
Oh, es tan exasperante. ¡Habla conmigo, maldita sea!
– ¿Vas a quedarte aquí arrodillado toda la noche? Porque yo haré lo mismo -le espeto con cierta dureza.
Creo que suaviza el gesto… incluso parece vagamente divertido. Pero es muy difícil saberlo.
Podría acercarme y tocarle, pero eso sería abusar de forma flagrante de la posición en la que él me ha colocado. Yo no quiero eso, pero no sé qué quiere él, o qué intenta decirme. Simplemente no lo entiendo.
– Christian, por favor, por favor… háblame -le ruego, mientras retuerzo las manos sobre el regazo.
Aunque estoy incómoda sobre mis rodillas, sigo postrada, mirando esos ojos grises, serios, preciosos, y espero.
Y espero.
Y espero.
– Por favor -suplico una vez más.
De pronto, su intensa mirada se oscurece y parpadea.
– Estaba tan asustado -murmura.
¡Oh, gracias a Dios! Mi subconsciente vuelve a recostarse en su butaca, suspirando de alivio, y se bebe un buen trago de ginebra.
¡Está hablando! La gratitud me invade y trago saliva intentando contener la emoción y las lágrimas que amenazan con volver a brotar.
Su voz es tenue y suave.
– Cuando vi llegar a Ethan, supe que otra persona te había dejado entrar en tu apartamento. Taylor y yo bajamos del coche de un salto. Sabíamos que se trataba de ella, y verla allí de ese modo, contigo… y armada. Creo que me sentí morir. Ana, alguien te estaba amenazando… era la confirmación de mis peores miedos. Estaba tan enfurecido con ella, contigo, con Taylor, conmigo mismo…
Menea la cabeza, expresando su angustia.
– No podía saber lo desequilibrada que estaba. No sabía qué hacer. No sabía cómo reaccionaría. -Se calla y frunce el ceño-. Y entonces me dio una pista: parecía muy arrepentida. Y así supe qué tenía que hacer.
Se detiene y me mira, intentando sopesar mi reacción.
– Sigue -susurro.
Él traga saliva.
– Verla en ese estado, saber que yo podía tener algo que ver con su crisis nerviosa… -Cierra los ojos otra vez-. Leila fue siempre tan traviesa y vivaz…
Tiembla e inspira con dificultad, como si sollozara. Es una tortura escuchar todo esto, pero permanezco de rodillas, atenta, embebida en su relato.
– Podría haberte hecho daño. Y habría sido culpa mía.
Sus ojos se apagan, paralizados por el horror, y se queda de nuevo en silencio.
– Pero no fue así -susurro-, y tú no eras responsable de que estuviera en ese estado, Christian.
Le miro fijamente, animándole a continuar.
Entonces caigo en la cuenta de que todo lo que hizo fue para protegerme, y quizá también a Leila, porque también se preocupa por ella. Pero ¿hasta qué punto se preocupa por ella? No dejo de plantearme esa incómoda pregunta. Él dice que me quiere, pero me echó de mi propio apartamento con mucha brusquedad.
– Yo solo quería que te fueras -murmura, con su extraordinaria capacidad para leer mis pensamientos-. Quería alejarte del peligro y… Tú… no… te ibas -sisea entre dientes, y su exasperación es palpable.
Me mira intensamente.