– Anastasia Steele, eres la mujer más tozuda que conozco.
Cierra los ojos mientras niega con la cabeza, como si no diera crédito.
Oh, ha vuelto. Aliviada, lanzo un largo y profundo suspiro.
Él abre los ojos de nuevo, y su expresión es triste y desamparada… sincera.
– ¿No pensabas dejarme? -pregunta.
– ¡No!
Vuelve a cerrar los ojos y todo su cuerpo se relaja. Cuando los abre, veo su dolor y su angustia.
– Pensé… -Se calla-. Este soy yo, Ana. Todo lo que soy… y soy todo tuyo. ¿Qué tengo que hacer para que te des cuenta de eso? Para hacerte ver que quiero que seas mía de la forma que tenga que ser. Que te quiero.
– Yo también te quiero, Christian, y verte así es… -Me falta el aire y vuelven a brotar las lágrimas-. Pensé que te había destrozado.
– ¿Destrozado? ¿A mí? Oh, no, Ana. Todo lo contrario. -Se acerca y me coge la mano-. Tú eres mi tabla de salvación -susurra, y me besa los nudillos antes de apoyar su palma contra la mía.
Con los ojos muy abiertos y llenos de miedo, tira suavemente de mi mano y la coloca sobre su pecho, cerca del corazón… en la zona prohibida. Se le acelera la respiración. Su corazón late desbocado, retumbando bajo mis dedos. No aparta los ojos de mí; su mandíbula está tensa, los dientes apretados.
Yo jadeo. ¡Oh, mi Cincuenta! Está permitiendo que le toque. Y es como si todo el aire de mis pulmones se hubiera volatilizado… desaparecido. Noto el zumbido de la sangre en mis oídos, y el ritmo de mis latidos aumenta para acompasarse al suyo.
Me suelta la mano, dejándola posada sobre su corazón. Flexiono ligeramente los dedos y siento la calidez de su piel bajo la liviana tela de la camisa. Está conteniendo la respiración. No puedo soportarlo. Y retiro la mano.
– No -dice inmediatamente, y vuelve a poner su mano sobre la mía, presionando con sus dedos los míos-. No.
Incitada por esas dos palabras, me deslizo por el suelo hasta que nuestras rodillas se tocan, y levanto la otra mano con cautela para que sepa exactamente qué me dispongo a hacer. Él abre más los ojos, pero no me detiene.
Empiezo a desabrocharle con delicadeza los botones de la camisa. Con una mano es difícil. Flexiono los dedos que están bajo los suyos y él me suelta, y me permite usar ambas manos para desabotonarle la prenda. No dejo de mirarle a los ojos mientras le abro la camisa, y su torso queda a la vista.
Él traga saliva, separa los labios y se le acelera la respiración, y noto que su pánico aumenta, pero no se aparta. ¿Sigue actuando como un sumiso? No tengo ni idea.
¿Debo hacer esto? No quiero hacerle daño, ni física ni mentalmente. Verle así, ofreciéndose por completo a mí, ha sido un toque de atención.
Alargo la mano y la dejo suspendida sobre su pecho, y le miro… pidiéndole permiso. Él inclina la cabeza a un lado muy sutilmente, armándose de valor ante mi inminente caricia. Emana tensión, pero esta vez no es ira… es miedo.
Vacilo. ¿De verdad puedo hacerle esto?
– Sí -musita… otra vez con esa singular capacidad de responder a mis preguntas no formuladas.
Extiendo los dedos sobre el vello de su torso y los hago descender con ternura sobre el esternón. Él cierra los ojos, y contrae el rostro como si sintiera un dolor insufrible. No puedo soportar verlo, de manera que aparto los dedos inmediatamente, pero él me sujeta la mano al instante y la vuelve a posar con firmeza sobre su torso desnudo. Cuando le toco con la palma de la mano, se le eriza el vello.
– No -dice, con la voz quebrada-. Lo necesito.
Aprieta los ojos con más fuerza. Esto debe de ser una tortura para él. Es un auténtico suplicio verle. Le acaricio con los dedos el pecho y el corazón, con mucho cuidado, maravillada con su tacto, aterrorizada de que esto sea ir demasiado lejos.
Abre sus ojos grises, que me fulminan, ardientes.
Dios santo. Es una mirada salvaje, abrasadora, intensísima, y respira entrecortadamente. Hace que me hierva la sangre y me estremezca.
No me ha detenido, de manera que vuelvo a pasarle los dedos sobre el pecho y sus labios se entreabren. Jadea, y no sé si es por miedo o por algo más.
Hace tanto tiempo que ansío besarle ahí, que me inclino sobre las rodillas y le sostengo la mirada durante un momento, dejando perfectamente claras mis intenciones. Luego me acerco y poso un tierno beso sobre su corazón, y siento la calidez y el dulce aroma de su piel en mis labios.
Su ahogado gemido me conmueve tanto que vuelvo a sentarme sobre los talones, temiendo lo que veré en su rostro. Él ha cerrado los ojos con firmeza, pero no se ha movido.
– Otra vez -susurra, y me inclino nuevamente sobre su torso, esta vez para besarle una de las cicatrices.
Jadea, y le beso otra, y otra. Gruñe con fuerza, y de pronto sus brazos me rodean y me agarra el pelo, y me levanta la cabeza con mucha brusquedad hasta que mis labios se unen a su boca insistente. Y nos besamos, y yo enredo los dedos en su cabello.
– Oh, Ana -suspira, y se inclina y me tumba en el suelo, y ahora estoy debajo de él.
Deslizo mis manos en torno a su hermoso rostro y, en ese momento, noto sus lágrimas.
Está llorando… no. ¡No!
– Christian, por favor, no llores. He sido sincera cuando te he dicho que nunca te dejaré. De verdad. Si te he dado una impresión equivocada, lo siento… por favor, por favor, perdóname. Te quiero. Siempre te querré.
Se cierne sobre mí y me mira con una expresión llena de dolor.
– ¿De qué se trata?
Abre todavía más los ojos.
– ¿Cuál es este secreto que te hace pensar que saldré corriendo para no volver? ¿Qué hace que estés tan convencido de que te dejaré? -suplico con voz trémula-. Dímelo, Christian, por favor…
Él se incorpora y se sienta, esta vez con las piernas cruzadas, y yo hago lo mismo con las mías extendidas. Me pregunto vagamente si no podríamos levantarnos del suelo, pero no quiero interrumpir el curso de sus pensamientos. Por fin va a confiar en mí.
Baja los ojos hacia mí y parece absolutamente desolado. Oh, Dios… esto es grave.
– Ana…
Hace una pausa, buscando las palabras con gesto de dolor… ¿Qué demonios pasa?
Inspira profundamente y traga saliva.
– Soy un sádico, Ana. Me gusta azotar a jovencitas menudas como tú, porque todas os parecéis a la puta adicta al crack… mi madre biológica. Estoy seguro de que puedes imaginar por qué.
Lo suelta de golpe, como si llevara días y días madurando esa declaración en la cabeza y estuviera desesperado por librarse de ella.
Mi mundo se detiene. Oh, no.
Esto no es lo que esperaba. Esto es malo. Realmente malo. Le miro, intentando entender las implicaciones de lo que acaba de decir. Esto explica por qué todas nos parecemos.
Lo primero que pienso es que Leila tenía razón: «El Amo es oscuro».
Recuerdo la primera conversación que tuve con él sobre sus tendencias, cuando estábamos en el cuarto rojo del dolor.
– Tú dijiste que no eras un sádico -musito, en un desesperado intento por comprenderle… por encontrar alguna excusa que le justifique.
– No, yo dije que era un Amo. Si te mentí fue por omisión. Lo siento.
Baja la vista por un instante a sus uñas perfectamente cuidadas.
Creo que está avergonzado. ¿Avergonzado por haberme mentido? ¿O por lo que es?
– Cuando me hiciste esa pregunta, yo tenía en mente que la relación entre ambos sería muy distinta -murmura.
Y su mirada deja claro que está aterrado.
Entonces caigo de golpe en la cuenta. Si es un sádico, necesita realmente todo eso de los azotes y los castigos. Por Dios, no. Me cojo la cabeza entre las manos.
– Así que es verdad -susurro, alzando la vista hacia él-. Yo no puedo darte lo que necesitas.
Eso es… eso significa que realmente somos incompatibles.