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Mi abuela poseía un carácter más fuerte que el de su madre, y el infortunio sufrido a lo largo de una década la había endurecido. Incluso su padre mostraba cierto respeto hacia ella. Se dijo a sí misma que sus días de sumisión al padre habían terminado, y que en adelante iba a luchar por ella y por su madre. Mientras estuviera en la casa, las concubinas se verían forzadas a reprimirse, e incluso a sonreír aduladoramente de vez en cuando.

Tal era la atmósfera en la que mi madre vivió durante sus años formativos, desde los dos hasta los cuatro. A pesar de hallarse resguardada por el afecto de su madre, podía percibir la tensión que impregnaba el ambiente.

Mi abuela se había convertido en una hermosa joven que aún no alcanzaba la treintena. Poseía, además, notables dotes, y muchos hombres habían solicitado su mano a mi bisabuelo. Sin embargo, dado que había sido previamente una concubina, los únicos que se ofrecieron para desposarla como es debido eran pobres, y por ello nada tenían que hacer con el señor Yang.

Mi abuela ya había soportado bastante rencor y mezquindad en el mundo del concubinato, en el que no cabía otra elección que convertirse en víctima o en convertir a los demás en víctimas de una. No existía término medio. Todo lo que mi abuela quería era que la dejaran criar a su hija en paz.

Su padre no hacía más que importunarla con recomendaciones para que volviera a casarse. Unas veces, dejaba caer antipáticas indirectas; otras, le decía claramente que tenía que librarle de su presencia. Pero mi abuela no tenía un lugar a donde ir. No tenía dónde vivir, y no se le permitía buscar un empleo. Al cabo de un tiempo, incapaz de soportar las presiones, sufrió una crisis nerviosa.

Llamaron a un médico. Se trataba del doctor Xia, en cuya casa se había ocultado mi madre tres años antes tras escapar de la mansión del general Xue. Aunque había sido buena amiga de su nuera, el doctor Xia nunca había visto a mi abuela, tal y como recomendaba la estricta segregación sexual imperante en la época. La primera vez que entró en su habitación, se sintió tan impresionado por su belleza que retrocedió en confusión, salió de la estancia y murmuró al sirviente que no se encontraba bien. Por fin, logró recobrar su compostura y, tras tomar asiento, habló largamente con ella. Era el primer hombre que mi abuela había conocido al que pudiera revelar sus auténticos sentimientos, si bien con cierta dosis de discreción, como convenía a toda mujer que conversara con un hombre que no era su esposo. El doctor se mostró amable y afectuoso, y mi abuela pensó que nunca se había sentido tan comprendida. Ambos no tardaron en enamorarse, y el doctor Xia se le declaró. Es más, dijo a mi abuela que quería convertirla en su mujer legal y criar a mi madre como si se tratara de su propia hija. Mi abuela aceptó con lágrimas de alegría. Su padre se sintió igualmente feliz, aunque se apresuró a advertir al doctor Xia que no podría suministrar dote alguna. El doctor Xia le dijo que tal cuestión carecía por completo de importancia.

El doctor Xia había acumulado en Yixian una larga experiencia en medicina tradicional, y gozaba de una elevada reputación profesional. A diferencia de los Yang y de la mayor parte de los habitantes de China, no era un han, sino un manchú, descendiente de los primeros habitantes de Manchuria. En una época anterior, sus antepasados habían ejercido como doctores de la familia imperial manchú y habían recibido grandes honores a cambio de sus servicios.

El doctor Xia era bien conocido no sólo por su calidad como médico sino también por su amabilidad personal, que a menudo le llevaba a atender a los pobres gratuitamente. Era un hombre corpulento, de casi dos metros de altura, pero sus movimientos eran elegantes a pesar de su tamaño. Siempre se vestía con las largas túnicas tradicionales y se cubría con una chaqueta. Sus ojos eran castaños y de expresión bondadosa, y lucía una perilla y unos largos bigotes colgantes. Su rostro y su porte traslucían una enorme calma.

El doctor era ya un hombre de avanzada edad cuando se declaró a mi abuela. Tenía sesenta y cinco años y era viudo, con tres hijos adultos y una hija, todos ellos casados. Los tres hijos vivían con él en la misma casa. El mayor cuidaba de la hacienda y administraba la granja familiar; el segundo trabajaba como médico con su padre, y el tercero, casado con la amiga de mi abuela, era maestro. Entre todos, tenían ocho hijos, uno de los cuales ya estaba casado y había tenido un hijo a su vez.

El doctor Xia reunió a sus hijos en su despacho y les comunicó sus planes. Ellos le contemplaron con incredulidad, lanzándose miradas los unos a los otros. Se hizo un profundo silencio y, por fin, habló el mayor: «Imagino, padre, que lo que quieres decir es que será tu concubina.» El doctor Xia repuso que proyectaba tomar a mi abuela como su legítima esposa. Ello acarreaba tremendas repercusiones, ya que se convertiría en madrastra de todos ellos y debería ser tratada como un miembro más de la generación anterior, a la vez que disfrutaría de una categoría tan venerable como la de su esposo. En todos los hogares chinos corrientes, la generación más joven debía mostrar sumisión a las más antiguas, guardando en todo momento el decoro apropiado a sus distintas categorías, pero el doctor Xia observaba un sistema de etiqueta manchú aún más complicado. Las generaciones jóvenes debían mostrar su respeto hacia los mayores cada mañana y cada tarde, arrodillándose los hombres y haciendo una reverencia las mujeres. En los festejos, los hombres debían realizar un kowtow completo. El hecho de que mi abuela hubiera sido anteriormente concubina, unido a la diferencia de edad -lo que significaba que tendrían que rendir obediencia a alguien de categoría inferior y mucho más joven que ellos-, era más de lo que los hijos podían soportar.

Se reunieron con el resto de la familia, alimentando cada vez más su indignación. Incluso la nuera que había sido amiga de mi abuela en los tiempos del colegio se mostraba disgustada, ya que el matrimonio de su suegro la forzaría a mantener una relación completamente diferente con alguien que había sido compañera de clase. No podría comer a la misma mesa que su amiga, y ni siquiera podría sentarse junto a ella; tendría que atender a sus mínimos deseos e, incluso, saludarla por medio del kowtow.

Todos los miembros de la familia -hijos, nueras, nietos, incluso el bisnieto- acudieron por turnos a implorar al doctor Xia que «tuviera en cuenta los sentimientos» de «aquellos que eran de su propia sangre». Se arrodillaron, se postraron en kowtow, sollozaron y gritaron.

Suplicaron al doctor Xia que tuviera en cuenta el hecho de que era un manchú, y que, de acuerdo con las antiguas costumbres manchúes, un hombre de su categoría no debía casarse con una china han. El doctor Xia repuso que tal regla había sido abolida largo tiempo atrás. Sus hijos dijeron que todo buen manchú debiera observarla a pesar de todo. Insistieron una y otra vez en la diferencia de edad. El doctor Xia doblaba con mucho la edad de mi abuela. Uno de los miembros de la familia le recordó un viejo dicho: «La joven esposa de un esposo anciano es, en realidad, esposa de otro hombre.»