El precio de los libros dependía de múltiples factores. Si portaban el sello de alguna biblioteca, la mayoría de la gente los rechazaba. El Gobierno comunista tenía tal reputación de orden y control que nadie quería arriesgarse a que le sorprendieran en posesión de propiedad estatal obtenida por medios ilegales, delito entonces severamente castigado. Todo el mundo prefería adquirir libros privados en los que no aparecieran señales de identificación. Los precios más altos correspondían a aquellas novelas que incluían pasajes eróticos, las cuales eran, asimismo, las más peligrosas. El Rojo y negro de Stendhal, considerada novela erótica, costaba el equivalente a dos semanas de salario medio.
Jin-ming acudía a aquel mercado negro a diario. Su capital inicial provenía de libros que había obtenido de una tienda de reciclaje de papel a la que los atemorizados ciudadanos estaban vendiendo sus colecciones al peso. Jin-ming había estado charlando con uno de los empleados de la misma y había comprado gran cantidad de aquellos libros, que luego revendió a un precio mucho mayor. Con ese dinero compraba más libros, los leía, los revendía y empezaba de nuevo.
Entre el comienzo de la Revolución Cultural y finales de 1968, pasaron por su manos al menos un millar de libros. Leía una media de uno o dos al día. Nunca osaba guardar más de una docena, y aun así se veía obligado a ocultarlos cuidadosamente. Uno de sus escondites había sido bajo un depósito de agua abandonado que se alzaba en el complejo hasta que un chaparrón destruyó algunos de sus favoritos, entre ellos La llamada de la selva, de Jack London. En casa conservaba algunos, escondidos en los colchones y en los rincones del trastero. La noche del asalto domiciliario tenía un ejemplar de Rojo y negro oculto en su cama. Como de costumbre, no obstante, había arrancado la cubierta y la había sustituido por otra de Obras selectas de Mao Zedong. La señora Shau y sus secuaces no lo examinaron.
Jin-ming traficaba asimismo con otros bienes. El entusiasmo que sentía por las ciencias nunca había disminuido. En aquella época, el único mercado negro de Chengdu especializado en objetos científicos ofrecía componentes semiconductores para transistores: se trataba de una rama de la industria algo más favorecida, ya que servía para «difundir las palabras del presidente Mao». Jin-ming compraba las partes sueltas y se fabricaba sus propias radios, que luego vendía a buen precio. Sin embargo, compraba otras destinadas a su verdadero propósito: comprobar diversas teorías físicas que llevaban tiempo dando vueltas en su cabeza.
Con tal de obtener dinero para sus experimentos traficaba incluso con insignias de Mao. Numerosas fábricas habían interrumpido la producción normal para producir insignias de aluminio en las que aparecía representado el rostro de Mao. Todas las formas de coleccionismos -incluso las de cuadros y sellos- habían sido prohibidas como hábitos burgueses. Así, el instinto coleccionista de la gente se había dirigido a aquellos objetos, los cuales, a pesar de hallarse aprobados, sólo podían intercambiarse clandestinamente. Jin-ming llegó a reunir una pequeña fortuna. Poco podía imaginarse el Gran Timonel que incluso una efigie de su cabeza podía convertirse en elemento de especulación capitalista, la actividad que tan esforzadamente había intentado erradicar.
Se producían frecuentes redadas. A menudo, llegaban camiones llenos de Rebeldes que bloqueaban las calles y arrestaban a cualquiera que consideraran sospechoso. En ocasiones, enviaban espías que fingían curiosear. En un momento determinado, hacían sonar un silbato y se abalanzaban sobre los comerciantes. Aquellos que eran detenidos veían sus posesiones confiscadas y, por lo general, recibían una paliza. Un castigo habitual era el «sangrado», consistente en apuñalarles en las nalgas. Algunos eran torturados, y a todos se les amenazaba con doble castigo en el futuro si no cesaban en sus actividades. Sin embargo, la mayoría regresaban una y otra vez.
Mi segundo hermano, Xiao-hei, tenía doce años a comienzos de 1967. Dado que no tenía nada en que ocupar el tiempo, no tardó en entrar a formar parte de una de las pandillas callejeras que entonces abundaban, a pesar de haber sido prácticamente inexistentes antes de la Revolución Cultural. Dichas pandillas eran conocidas como «astilleros», y sus líderes recibían el nombre de «timoneles». El resto se llamaban entre sí «hermanos» y poseían un apodo relacionado, por lo general, con algún animal. Perro flaco, si un muchacho era delgado; Lobo gris si tenía un mechón de cabellos de ese color. Xiao-hei se llamaba Pezuña negra debido a que parte de su nombre -hei- significa «negro», y también porque era de piel oscura y rápido en hacer recados, lo que formaba parte de sus deberes, ya que era más joven que la mayoría de los restantes miembros.
Al principio, los pandilleros le trataron como a un huésped reverenciado, pues rara vez habían conocido a ningún hijo de altos funcionarios. Los miembros de aquellas bandas solían proceder de familias pobres, y en su mayoría habían sido escolares fracasados ya antes del advenimiento de la Revolución Cultural. Sus familias no se hallaban en el punto de mira de la revolución, ni ésta les interesaba tampoco a ellos en lo más mínimo.
Algunos de aquellos chiquillos intentaban imitar el comportamiento de los hijos de altos oficiales, incluso a pesar del hecho de que éstos habían sido destituidos. En sus días de guardias rojos, los hijos de altos oficíales habían mostrado preferencia por los viejos uniformes militares comunistas, ya que eran los únicos que tenían acceso a ellos a través de sus padres. Algunos chiquillos de la calle se habían hecho con aquel tipo de prendas en el mercado negro o habían teñido sus ropas de verde. Sin embargo, carecían del ademán altivo de los miembros de la élite, y a menudo no daban en sus verdes con la tonalidad justa. Por todo ello, habían de soportar las burlas de los primeros y de sus propios amigos, quienes les llamaban «pseudos».
Posteriormente, los hijos de altos funcionarios pasaron a vestir chaquetas y pantalones de color azul oscuro. Aunque la mayor parte de la población vestía entonces de color azul, sus ropas eran de una tonalidad especial, a lo que había que añadir el hecho de que resultaba infrecuente ver a alguien vestido de arriba abajo con idéntico color. A partir de entonces, los chicos y chicas procedentes de familias modestas tuvieron que evitar imitarles si no querían ser tratados de «pseudos». Lo mismo podía decirse de sus zapatos, negros y con cordones por arriba a la vez que dotados de blancas suelas de plástico con una banda de plástico igualmente blanco asomando entremedias.
Algunas pandillas inventaron estilos propios. Se ponían varias capas de camisas bajo una prenda exterior y, a continuación, se subían los cuellos. Cuantos más cuellos tuvieras, más elegante se te consideraba. A menudo, Xiao-hei llevaba seis o siete camisas bajo su chaqueta e, incluso bajo el ardiente calor del verano, nunca vestía menos de dos. Los pantalones de deporte debían asomar siempre por debajo de los pantalones exteriores previamente acortados. Llevaban también zapatillas de deporte sin cordones y gorras militares equipadas con tiras de cartón en su interior para mantener derecha la visera y prestarles un aspecto intimidante.
Una de las principales ocupaciones de los «hermanos» de Xiao-hei para matar el tiempo consistía en robar. Obtuvieran lo que obtuvieran, debían entregar el botín al timonel para que éste lo distribuyera equitativamente entre todos. A Xiao-hei le daba miedo robar, pero sus hermanos siempre le entregaban su parte sin la menor objeción.