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Durante varios días seguidos acompañé a mi padre a aquella calle y aguardamos desde el amanecer hasta el mediodía sin lograr advertir signo alguno de su presencia. Paseábamos arriba y abajo, golpeando el suelo cubierto de escarcha con los pies para calentarnos. Una mañana, mientras esperábamos a que se levantara la espesa niebla que ocultaba los inertes edificios de cemento, apareció mi madre. Acostumbrada como estaba a ver con frecuencia a sus hijos esperándola en la calle, alzó rápidamente la mirada para comprobar si estábamos allí esta vez. Sus ojos se encontraron con los de mi padre. Sus labios temblaron, y también los de él, pero no emitieron sonido alguno. Se limitaron a contemplarse fijamente hasta que un guardián gritó a mi madre que bajara la vista. Mi padre permaneció con la mirada impasible durante largo rato después de que ella doblara la esquina.

Un par de días después, mi padre partió. A pesar de su calma y de su reserva pude detectar síntomas que indicaban que sus nervios estaban a punto de ceder. Me preocupaba terriblemente que pudiera perder la razón de nuevo, especialmente ahora que se veía obligado a sufrir aquel tormento físico y mental en soledad, lejos de su familia. Decidí acudir junto a él tan pronto como pudiera para hacerle compañía, pero era sumamente difícil hallar un medio de transporte hasta Miyi, ya que los servicios públicos de comunicación con aquellas remotas regiones se encontraban paralizados. Por ello, experimenté una inmensa alegría cuando, pocos días después, supe que mi escuela iba a ser trasladada a un lugar llamado Ningnan situado tan sólo a unos ochenta kilómetros de su campo.

En enero de 1969, todas las escuelas de enseñanza media de Chengdu fueron enviadas a una zona rural situada en algún lugar de Sichuan. Habríamos de vivir con los campesinos de las aldeas y ser «reeducados» por ellos. Nadie especificó en qué debía consistir exactamente dicha educación, pero Mao siempre había sostenido que las personas cultivadas eran inferiores a los campesinos analfabetos y que necesitaban reformarse para parecerse más a ellos. Uno de sus lemas rezaba: «Aunque los campesinos tienen las manos sucias y los pies manchados de estiércol son, sin embargo, mucho más limpios que los intelectuales.»

Mi escuela y la de mi hermana estaban repletas de hijos de seguidores del capitalismo, por lo que fueron trasladadas a lugares dejados de la mano de Dios a los que no se envió a ningún hijo de miembros de los Comités Revolucionarios. Éstos ingresaron en el Ejército, única alternativa frente a la del campo y mucho más cómoda que ésta. En aquella época, uno de los símbolos más claros de poder consistía en tener a los hijos en el Ejército.

En total, fueron enviados al campo unos quince millones de jóvenes a lo largo de lo que fue uno de los mayores desplazamientos de población de la historia. Una de las pruebas del orden existente bajo aquel caos fue la rapidez y la magnífica organización con que se llevó a cabo. Todos recibimos un subsidio destinado a adquirir ropa adicional, edredones, sábanas, maletas, mosquiteras y plásticos en los que envolver las colchonetas. Se prestó una atención minuciosa a detalles tales como proporcionarnos zapatillas, cantimploras y linternas. En su mayor parte, todas aquellas cosas habían de ser especialmente fabricadas, ya que no se encontraban disponibles en las desabastecidas tiendas. Los miembros de familias pobres tenían derecho a solicitar una ayuda económica adicional. Durante el primer año, el Estado nos suministraría dinero de bolsillo y raciones alimenticias, incluyendo arroz, aceite y carne que nos serían entregados en el pueblo que se nos asignara.

Desde el Gran Salto Adelante, el campo había sido organizado en comunas, cada una de las cuales agrupaba a cierto número de pueblos y podía incluir desde dos mil a veinte mil hogares. Cada comuna gobernaba sus propias brigadas de producción, las cuales se componían a su vez de diversos equipos de producción. Cada equipo de producción equivalía aproximadamente a un pueblo, y constituía la unidad básica de la vida rural. En mi escuela había hasta ocho alumnos asignados a cada equipo de producción, y se nos permitía escoger a aquellos compañeros con los que queríamos formar grupo. Yo escogí a los míos entre los que integraban el curso de Llenita. Mi hermana prefirió venirse conmigo en lugar de con su escuela, ya que se nos autorizaba a optar por un lugar en el que tuviéramos parientes. Mi hermano Jin-ming pertenecía a la misma escuela que yo, pero se quedó en Chengdu debido a que aún no había cumplido los dieciséis años fijados como edad de ruptura. Llenita tampoco fue, ya que era hija única.

Yo esperaba con ansiedad el traslado a Ningnan. Nunca había experimentado el esfuerzo del trabajo físico, y apenas me hacía idea de su significado. Imaginaba un entorno idílico desprovisto de consignas políticas. Un funcionario de Ningnan que había venido a hablar con nosotros nos había descrito el clima subtropical, con su elevado firmamento azul, sus grandes flores rojas de hibisco, sus enormes plátanos de treinta centímetros de longitud y el río de las Arenas Doradas -el tramo superior del Yangtzé- con su superficie reluciente bajo el sol y agitada por la suave brisa.

Para mí, que entonces vivía en un mundo invadido de grises neblinas y negras consignas murales, aquel sol y aquella vegetación tropicales se me antojaban como un sueño. Al escuchar las palabras del funcionario me imaginaba a mí misma en una montaña de flores bordeada por un río de aguas doradas. Cierto es que también había mencionado aquel misterioso «aire maligno» que yo ya conocía de la literatura clásica, pero incluso aquello parecía añadir un toque de antiguo exotismo. Para mí los únicos peligros residían en las campañas políticas. Otro motivo por el que deseaba ir era porque pensaba que me sería fácil visitar a mi padre. Sin embargo, no advertí entonces que entre nosotros se extendía una cadena de montañas de tres mil metros de altura desprovistas de sendero alguno. Nunca se me ha dado bien leer mapas.

El 27 de enero de 1969, mi escuela partió hacia Ningnan. Cada alumno estaba autorizado a llevar consigo una maleta y una colchoneta. Nos cargaron en camiones, en grupos de aproximadamente tres docenas de estudiantes por camión. Había pocos asientos, por lo que la mayoría nos sentamos en el suelo sobre las colchonetas. Durante tres días, el convoy de vehículos recorrió caminos rurales repletos de baches hasta llegar a la frontera de Xichang. Para ello atravesamos la llanura de Chengdu y las montañas que bordean el este del Himalaya, donde los camiones hubieron de recurrir a las cadenas. Yo intenté situarme cerca de la parte trasera para poder contemplar las espectaculares tormentas de nieve y granizo que blanqueaban el paisaje y que luego desaparecían casi instantáneamente para dejar paso a un cielo de color azul turquesa iluminado por un sol resplandeciente. Yo contemplaba aquel derroche de belleza con la boca abierta. Al Oeste, se alzaba en la distancia un pico de casi ocho mil metros de altura tras el que se extendían los antiguos territorios salvajes de los que procedía gran parte de la flora del planeta. Años más tarde, cuando llegué a Occidente, descubrí que especies vegetales tan cotidianas como rododendros, crisantemos y otras muchas clases de flores, entre ellas la mayor parte de las rosas, procedían de allí. Por entonces, la región aún estaba habitada por pandas.