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Mi abuela dijo que además de las inyecciones y pastillas occidentales recetadas por la clínica necesitaba tomar ciertos medicamentos chinos. Un día, regresó a casa con un pollo y algunas raíces de membranoso tragacanto y angélica china consideradas altamente bu («curativas»), y me preparó una sopa a la que añadió cebolletas de primavera muy picadas. Se trataba de ingredientes no disponibles en las tiendas, por lo que había tenido que recorrer varios kilómetros para adquirirlos en uno de los mercados negros rurales.

Mi abuela tampoco se encontraba bien. A veces la veía tendida en la cama, lo que resultaba sumamente inusual en ella; había sido siempre una mujer tan enérgica que rara vez la habíamos visto permanecer quieta un minuto, pero en aquellos días solía cerrar los ojos y morderse los labios con fuerza, lo que me hacía pensar que debía de sufrir grandes dolores. Sin embargo, cada vez que le preguntaba me respondía que no le ocurría nada y seguía recogiendo medicinas y haciendo colas para conseguir mis alimentos.

No tardé en encontrarme mucho mejor. Dado que no había autoridad alguna que pudiera ordenar mi regreso a Ningnan, comencé a planear un viaje para visitar a mi padre. En esos días, sin embargo, llegó un telegrama de Yibin anunciando que mi tía Jun-ying, que hasta entonces había estado cuidando de mi hermano pequeño Xiao-fang, se encontraba gravemente enferma. Pensé que en tales circunstancias mi deber era ir a atenderlos.

La tía Jun-ying y el resto de los parientes de mi padre en Yibin se habían portado de un modo muy afectuoso con mi familia a pesar del hecho de que mi padre había roto la ancestral tradición china de ocuparse de los propios parientes. Tradicionalmente, se consideraba un deber filial de los hijos el preparar para su madre un pesado féretro de madera cubierto por varias capas de pintura y organizar para ella grandiosos funerales, a menudo financieramente catastróficos. El Gobierno, sin embargo, recomendaba con insistencia la celebración de funerales más simples seguidos de cremación (con objeto de ahorrar terreno). A la muerte de su madre, en 1958, mi padre no supo de su fallecimiento hasta después del funeral, ya que su familia temía que pusiera objeciones a la celebración de un entierro y funeral aceptables. Asimismo, sus familiares apenas nos visitaron después de nuestro traslado a Chengdu.

No obstante, cuando mi padre empezó a tener problemas con la Revolución Cultural todos acudieron para ofrecernos su ayuda. La tía Jun-ying, quien realizaba a menudo el viaje entre Yibin y Chengdu, terminó por hacerse cargo de Xiao-fang para aliviar a mi abuela de parte de sus obligaciones. Compartía una casa con la hermana pequeña de mi padre, y había cedido desinteresadamente la mitad de su parte a los familiares de un pariente lejano, quienes se habían visto obligados a abandonar su propio hogar en ruinas.

Cuando llegué, encontré a mi tía sentada en una butaca de mimbre junto a la puerta principal que daba acceso al vestíbulo que hacía las veces de sala de estar. En el lugar de honor descansaba un enorme féretro construido de pesada madera de color rojo oscuro. Se trataba del único lujo que se había permitido. Al verla me sentí inundada de tristeza. Acababa de sufrir un ataque al corazón, y tenía las piernas semiparalizadas. Los hospitales funcionaban de modo esporádico. Sin nadie que efectuara las reparaciones necesarias, sus servicios se habían interrumpido, y el suministro de medicamentos era igualmente irregular. Los médicos habían dicho a la tía Jun-ying que nada podían hacer por ella, por lo que había decidido permanecer en casa.

Sus mayores dificultades le sobrevenían a la hora de evacuar. Después de las comidas solía sentirse insoportablemente hinchada, pero no lograba encontrar alivio si no era a costa de fuertes dolores. En ocasiones, las recetas de sus parientes le proporcionaban cierta ayuda, si bien fallaban en la mayoría de los casos. Yo solía administrarle frecuentes masajes en el estómago y en cierta ocasión, ante sus desesperadas súplicas, llegué a introducirle un dedo en el ano en un intento de retirar los excrementos. Todos aquellos remedios apenas le producían un alivio temporal y, en consecuencia, no se atrevía a comer demasiado. Se sentía terriblemente débil, y solía permanecer sentada en la butaca de mimbre del vestíbulo durante horas, contemplando las papayas y los bananos del jardín trasero. Tan sólo una vez me dijo con un suave susurro: «Tengo tanta hambre… ojalá pudiera comer…»

Ya no podía caminar sin ayuda, y el mismo acto de incorporarse suponía para ella un enorme esfuerzo. Para evitar que le salieran llagas, me sentaba a menudo junto a ella para que se apoyara sobre mí. Ella me decía que era una buena enfermera, y que debía de estar ya cansada y aburrida de permanecer allí. Por mucho que insistiera, se negaba a permanecer sentada más allá de un breve período cada día para que yo pudiera «salir y divertirme».

Ni que decir tiene que en el exterior no existía medio alguno de diversión. Sentía enormes deseos de poder leer algo, pero fuera de los cuatro volúmenes de Las obras selectas de Mao Zedong todo lo que pude descubrir en casa fue un diccionario. El resto de los libros había sucumbido al fuego. Así pues, me entretuve en estudiar los quince mil caracteres que contenía y en aprenderme de memoria aquellos que desconocía.

El resto del tiempo lo pasaba cuidando de mi hermano de siete años, Xiao-fang, y dando largos paseos con él. Algunas veces, el pequeño se aburría y pedía cosas como escopetas de juguete o los caramelos de colores que ocupaban en solitario los escaparates de las tiendas. Yo, no obstante, carecía de dinero -ya que tan sólo recibíamos una pequeña asignación-, y Xiao-fang era incapaz de comprender aquello debido a su corta edad, por lo que se revolcaba en el suelo polvoriento, gritando, chillando y rompiéndome la chaqueta a tirones. En aquellas ocasiones, yo me agachaba e intentaba engatusarle hasta que, al final, desesperada, me echaba también a llorar. Ante aquello, él solía controlarse y hacer las paces conmigo, tras lo cual ambos regresábamos exhaustos a casa.

Incluso en plena Revolución Cultural, Yibin era una ciudad dotada de una atmósfera sumamente agradable. Sus ondulantes ríos y sus serenas colinas, tras las que se extendía un horizonte difuso, me inspiraban cierta sensación de eternidad y me aliviaban temporalmente del sufrimiento que me rodeaba. Al caer la noche, los carteles y los altavoces esparcidos por la ciudad interrumpían sus mensajes, y las oscuras callejas se veían envueltas por una niebla rasgada tan sólo por la luz temblorosa de las lámparas de aceite al escapar a través de las grietas de puertas y ventanas. De cuando en cuando podían verse islotes de luz que indicaban la presencia de puestos de comida aún abiertos. No es que tuvieran mucho que vender, pero la mayoría contenía una mesa cuadrada de madera rodeada por cuatro bancos alargados de color oscuro que brillaban por el roce de los comensales que los habían utilizado durante tantos años. Sobre la mesa podía distinguirse una diminuta chispa del tamaño de un guisante procedente de una lámpara de aceite de colza. En torno a aquellas mesas nunca había gente charlando, pero los dueños mantenían sus locales abiertos. Antiguamente, se hubieran visto repletas de gente ocupada en contarse chismorreos y beber el «licor de cinco granos» típico de la localidad acompañándolo con carne en adobo, lengua de cerdo estofada con salsa de soja y cacahuetes tostados con sal y pimienta. Los puestos vacíos evocaban en mí la imagen de Yibin en la época en que la ciudad no se había hallado completamente dominada por la política.