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Al abandonar las callejas, mis oídos se veían asaltados por los altavoces. En el centro de la ciudad reinaba el estruendo perpetuo de gritos y denuncias. Independientemente de su contenido, su volumen resultaba de por sí insoportable, y me vi obligada a desarrollar una técnica que me permitía hacer oídos sordos a cuanto me rodeaba con objeto de conservar la cordura.

Una tarde de abril, una noticia captó súbitamente mi atención. Se había celebrado en Pekín un Congreso del Partido. Como de costumbre, a la población se le ocultaba las verdaderas actividades de aquella importante asamblea de sus «representantes». Tras anunciarse los nuevos nombres del órgano dirigente sentí caérseme el alma a los pies al oír que se había confirmado la nueva organización de la Revolución Cultural.

Aquel congreso -el noveno- señaló formalmente el establecimiento del sistema de poder personal de Mao. Pocos de los antiguos líderes del congreso anterior, celebrado en 1956, habían conseguido permanecer en sus puestos hasta entonces. De diecisiete miembros del Politburó, tan sólo cuatro permanecían en el poder: Mao, Lin Biao, Zhou Enlai y Li Xiannian. El resto o bien habían muerto o habían sido denunciados y destituidos. Algunos de ellos no tardarían en morir a su vez.

El presidente Liu Shaoqi, considerado el número dos del Octavo Congreso, permanecía detenido desde 1967 y había sido salvajemente golpeado en diversas asambleas de denuncia. Se le negaban medicamentos tanto para su antigua diabetes como para su reciente pulmonía y tan sólo recibía tratamiento cuando se hallaba al borde de la muerte debido a que la señora Mao había ordenado explícitamente que debía permanecer vivo para que el Noveno Congreso contara con un «objetivo viviente». Durante el congreso, Zhou Enlai se encargó de leer el veredicto, según el cual Liu Shaoqi era «un traidor criminal, un espía enemigo, un canalla al servicio de los imperialistas, los revisionistas modernos [Rusia] y el Kuomintang». Tras el congreso, el régimen se aseguró de que viviera la totalidad de su agonía.

El mariscal Ho Lung, otro antiguo miembro del Politburó a la vez que uno de los fundadores del Ejército comunista, murió apenas dos meses después del congreso. Debido al poder que había ejercido en el seno de las Fuerzas Armadas fue atormentado con dos años y medio de lenta tortura, planificada -según reveló a su mujer- «para destruir mi salud y asesinarme sin necesidad de derramar mi sangre». El suplicio al que fue sometido incluía la limitación a una pequeña lata de agua diaria durante los ardientes días del verano, la ausencia de calefacción durante el invierno -época en la que las temperaturas permanecían muy por debajo de cero durante varios meses- y la interrupción de la medicación para su diabetes. Por fin, su diabetes empeoró y murió tras la administración de una potente dosis de glucosa durante una de sus crisis diabéticas.

Tao Zhu, el miembro del Politburó que había ayudado a mi madre a comienzos de la Revolución Cultural, permaneció detenido y en condiciones inhumanas durante tres años, lo que destruyó su salud. Se le negó tratamiento médico hasta que su cáncer de vesícula empeoró considerablemente y Zhou Enlai autorizó la operación. Sin embargo, las ventanas de su habitación de hospital permanecieron constantemente tapadas con papeles de periódico, y sus familiares no fueron autorizados a verle ni en su lecho de muerte ni después de que ésta tuviera lugar.

El mariscal Peng Dehuai murió tras un tormento igualmente prolongado que, en su caso, duró ocho años, hasta 1974. Su última petición -que le sacaran de su habitación, oscurecida con papel de periódico, para poder contemplar los árboles y la luz del día- resultó denegada. Aquellas y otras muchas persecuciones similares formaban parte de los métodos típicos imperantes durante la Revolución Cultural de Mao. En lugar de firmar penas de muerte, el líder se limitaba a señalar sus intenciones, tras lo cual siempre surgía alguien dispuesto a ejecutar el tormento e improvisar los detalles más sangrientos. Entre sus métodos se incluían la presión psicológica, la brutalidad física, la negación de cuidados médicos e, incluso, la administración de medicamentos que pudieran poner fin a la vida de sus víctimas. Aquella clase de muerte recibió un nombre especial en chino: po-hai zhi-si, «perseguidos hasta morir». Mao era plenamente consciente de lo que estaba ocurriendo, y solía animar a los verdugos por medio de su «consentimiento tácito» (mo-xu) lo que le permitía librarse de sus enemigos sin cargar con culpa alguna. La responsabilidad era ineludiblemente suya, si bien no de modo exclusivo. Los verdugos también aportaban su propia iniciativa. Los subordinados de Mao se mantenían constantemente alerta e intentaban anticiparse a sus deseos buscando nuevos modos de complacerle que, al mismo tiempo, alimentaran sus propias tendencias sádicas.

Los horribles detalles de las persecuciones sufridas por numerosos líderes no fueron revelados hasta algunos años más tarde. Cuando salieron a la luz, nadie en China se sintió sorprendido. Todos conocíamos ya demasiados casos por propia experiencia.

La transmisión radiada en la plaza incluía la enumeración de los miembros del nuevo Comité Central. Aterrada, me mantuve a la espera de escuchar los nombres de los Ting hasta que, efectivamente, fueron pronunciados: Liu Jie-ting y Zhang Xi-ting. Ahora, me dije a mí misma, es cuando ya no existe ninguna esperanza de que finalicen los sufrimientos de mi familia.

Poco después llegó un telegrama diciendo que mi abuela se había desmayado y se encontraba en cama. Anteriormente, jamás había hecho nada semejante. La tía Jun-ying me apremió a regresar a casa para atenderla, por lo que Xiao-fang y yo tomamos el siguiente tren con destino a Chengdu.

Mi abuela, próxima ya a cumplir sesenta años, había visto su estoicismo finalmente conquistado por el dolor, un dolor que taladraba su cuerpo y se desplazaba a través de él para concentrarse finalmente en los oídos. Los médicos de la clínica del complejo le dijeron que podría tratarse de un problema de nervios para el que no tenían cura; le recomendaron, sin embargo, que procurara mantenerse de buen humor. Así pues, la llevé a un hospital situado a media hora de camino de la calle del Meteorito.

Aislados en sus automóviles con chófer, los nuevos dueños del poder permanecían ajenos a las condiciones de vida de la población. En Chengdu no funcionaban los autobuses, ya que su función no se consideraba esencial para la revolución, y los taxis pedestres habían sido abolidos alegando que constituían un trabajo de explotación. Mi abuela no podía caminar debido a sus intensos dolores, por lo que hubo de viajar sentada sobre un cojín instalado sobre el portaequipajes de la bicicleta. Con Xiao-fang instalado en la barra, yo me encargué de empujar el vehículo mientras Xiao-hei la sostenía.

El hospital aún funcionaba, gracias a la profesionalidad y dedicación de algunos de sus empleados. Sobre sus muros de ladrillo pude ver grandes consignas de sus colegas más militantes en los que se acusaba a los primeros de servirse del trabajo para aniquilar la revolución (una acusación habitual que sufrían aquellos que intentaban continuar realizando sus trabajos). La doctora que nos atendió sufría tics en los párpados y mostraba unas profundas ojeras. Deduje que debía de estar agotada por la afluencia de pacientes, a lo que había que añadir los ataques políticos a los que tendría que enfrentarse. El hospital rebosaba de hombres y mujeres de expresión amarga. Algunos tenían el rostro magullado; otros permanecían tendidos sobre parihuelas con las costillas rotas. Eran todos víctimas de las asambleas de denuncia.

Ninguno de los médicos fue capaz de diagnosticar el padecimiento de mi abuela. No había aparato de rayos X ni ningún otro instrumento que permitiera una exploración adecuada. Estaban todos estropeados. Suministraron a mi abuela diversos analgésicos, y cuando éstos dejaron de surtir efecto la ingresaron en el hospital. Los pabellones estaban atestados, y las camas se tocaban unas a otras. Incluso los pasillos aparecían bordeados por camas. Las escasas enfermeras que corrían de un pabellón a otro no se bastaban para atender a todos los pacientes, por lo que decidí quedarme con mi abuela.