La vida se tornaba igualmente complicada y desalentadora cada vez que alguien se apartaba en lo más mínimo de la rígida planificación de las autoridades, y en la mayoría de los casos surgían complicaciones inesperadas. Mientras planeaba cómo organizar el traslado, el Gobierno dictó de repente una regulación por la que se congelaban todos los traslados posteriores al 21 de junio. Para entonces, estábamos ya en la tercera semana de mayo, por lo que sería imposible localizar a tiempo a un pariente real que quisiera aceptarnos y completar todas las formalidades a tiempo.
Recurrí a Wen. Sin dudarlo un instante, se ofreció a «crear» las tres cartas. La falsificación de documentos oficiales era un delito grave castigado con largas condenas de cárcel, pero aquel devoto guardia rojo de Mao acalló mis ruegos de cautela sin darles mayor importancia.
Los elementos cruciales de toda falsificación eran los sellos. En China, los documentos adquieren carácter oficial por los sellos que portan. Wen era un buen calígrafo, capaz de grabarlos siguiendo el estilo de los oficiales. Para ello se servía de pastillas de jabón. En una sola tarde tuvo listas las tres cartas que cada una de las tres necesitábamos y que, aun con suerte, hubiéramos tardado meses en obtener. Wen se ofreció asimismo para regresar a Ningnan con Nana y conmigo para ayudarnos con el resto del procedimiento.
Cuando llegó el momento de partir, me sentí terriblemente indecisa, puesto que ello implicaba dejar a mi abuela en el hospital. Ella me animó a marchar, diciendo que no tardaría en volver a casa para cuidar de mis hermanos pequeños. Yo no intenté disuadirla, ya que el hospital era un lugar espantosamente deprimente. Además del repugnante olor que reinaba en él, era increíblemente ruidoso: tanto de día como de noche podían oírse gemidos, golpes y conversaciones en voz alta en los pasillos. Los altavoces despertaban a todo el mundo a las seis de la mañana, y en numerosas ocasiones los enfermos fallecían en presencia del resto de los pacientes.
La tarde en que fue dada de alta, mi abuela experimentó un agudo dolor en la base de la columna. Le fue imposible sentarse en el portaequipajes de la bicicleta, por lo que Xiao-hei condujo el vehículo hasta casa con sus ropas, toallas, palanganas, termos y utensilios de cocina y yo fui caminando junto a ella para prestarle apoyo. Hacía una tarde de bochorno. Por muy lentamente que avanzáramos, caminar le dolía, lo que resultaba fácil de advertir por sus labios fuertemente apretados y el temblor que le asaltaba al intentar ahogar sus gemidos. Yo le relataba historias y cotilleos en un intento por distraerla. Los plátanos que solían dar sombra a las aceras apenas conservaban unas cuantas ramas patéticas, pues no habían sido podados ni una sola vez durante aquellos tres años de Revolución Cultural. Aquí y allá, los edificios mostraban las cicatrices sufridas durante los feroces combates librados por las distintas facciones Rebeldes.
Tardamos casi una hora en recorrer la mitad del camino. De pronto, el cielo se oscureció. Un violento vendaval levantó una nube de polvo y de fragmentos de carteles, y mi abuela se tambaleó. Yo la sostuve con fuerza. Comenzó a caer un chaparrón que nos empapó en pocos instantes. No había lugar en el que resguardarse, por lo que continuamos andando. Nuestras ropas, pegadas al cuerpo, entorpecían nuestros movimientos y yo jadeaba, casi sin aliento. Sentía la delgada y diminuta figura de mi abuela cada vez más pesada. La lluvia silbaba y arreciaba a nuestro alrededor, el viento azotaba nuestros cuerpos calados y yo comencé a experimentar un frío intenso. Mi abuela sollozaba: «¡Por todos los cielos, déjame morir! ¡Déjame morir!» También yo sentía ganas de llorar, pero me limité a decir: «Abuela, pronto estaremos en casa…»
En ese momento oí el repiqueteo de una campana. «¡Eh! ¿Quieren que las lleve?» Un carro de pedales se había detenido junto a nosotros, conducido por un joven de camisa abierta a quien el agua resbalaba por las mejillas. Acercándose a nosotras, ayudó a mi abuela a subir al carro descubierto, sobre el que se veía a un anciano acurrucado que nos hizo un gesto con la cabeza. El joven dijo que se trataba de su padre, a quien había ido a recoger al hospital. Nos dejó frente a la puerta de casa, y ante mis profusas muestras de agradecimiento se limitó a agitar la mano como diciendo «No ha sido molestia alguna», tras lo cual desapareció en la oscuridad de la tormenta. La fuerza del chaparrón me impidió oír su nombre.
Dos días después, mi abuela ya se había levantado y trajinaba por la cocina preparando envolturas de masa para hacernos una comida especial. Comenzó asimismo a limpiar las habitaciones con su habitual ritmo incansable. Advertí que se estaba esforzando demasiado y le pedí que se quedara en la cama, pero ella se negó a hacerme caso.
Nos hallábamos a comienzos de junio. Constantemente me decía que debía partir, y recordando lo enferma que había estado durante mi última estancia en Ningnan insistía en que Jin-ming me acompañara para cuidar de mí. Aunque mi hermano acababa de cumplir dieciséis años, aún no le había sido asignada ninguna comuna. Envié un telegrama a mi hermana pidiéndole que regresara de Ningnan para cuidar de nuestra abuela. Xiao-hei, que entonces contaba catorce años, me prometió que podía fiarme de él, y el pequeño Xiao-fang, de siete años, realizó una solemne declaración en términos similares.
Cuando acudí a despedirme de ella, mi abuela rompió en sollozos. Dijo que ignoraba si volvería a verme alguna vez. Yo le acaricié el dorso de la mano, ya huesudo y cubierto de venas, y lo oprimí contra mi mejilla. Esforzándome por reprimir las lágrimas, le dije que regresaría en muy poco tiempo.
Tras una larga búsqueda, había logrado hallar un camión que se dirigiera a la región de Xichang. Desde mediados de los sesenta, Mao había ordenado que numerosas e importantes fábricas (entre ellas la que daba empleo a Lentes, el novio de mi hermana) fueran trasladadas a Sichuan, y en especial a Xichang, donde se estaba llevando a cabo la construcción de un nuevo centro industrial. La teoría de Mao era que las montañas de Sichuan constituirían la mejor defensa en caso de un ataque de los rusos o los norteamericanos. Había camiones de cinco provincias distintas ocupados en transportar material a aquella base. A través de un amigo común, encontré un conductor de Pekín que aceptó llevarnos a todos, esto es, Jin-ming, Nana, Wen y yo. Hubimos de viajar sentados en la caja descubierta, ya que la cabina estaba reservada para el conductor de apoyo. Cada camión pertenecía a un convoy cuyas unidades se reunían al atardecer.
Al igual que sus colegas del resto del mundo, aquellos conductores tenían fama de no mostrar inconveniente en llevar a chicas, aunque sí a chicos. Dado que el suyo constituía prácticamente el único medio de transporte, muchos jóvenes se sentían irritados por dicha actitud. A lo largo del camino pudimos ver consignas pegadas sobre los troncos de los árboles: «¡Oponeos con firmeza a los conductores que transportan a las chicas pero no a los chicos!» Otros muchachos, más atrevidos, se instalaban en mitad de la calzada en un intento por detener a los camiones. Uno de mis compañeros de escuela no consiguió saltar a un lado a tiempo y resultó muerto.
Entre las «afortunadas» autoestopistas se había producido algún que otro caso de violación, aunque las historias de romances eran más frecuentes. De aquellos viajes surgieron numerosos matrimonios. Los conductores que trabajaban para la construcción de la base estratégica gozaban de ciertos privilegios, entre los que se hallaba el poder transferir el registro de su esposa a su ciudad de residencia. Algunas muchachas no dudaron en aprovechar la oportunidad.