Por fin, llegó un día en que ya no pudo levantarse de la cama. No había ningún médico que pudiera acudir a visitarla, por lo que Lentes, el novio de mi hermana, la transportó hasta el hospital acarreándola sobre su espalda. Mi hermana caminó junto a ellos sujetándola. Al cabo de un par de viajes, los médicos les dijeron que no volvieran a llevarla. Afirmaron que no le encontraban nada y que nada podían hacer por ella.
Así pues, la abuela se limitó a permanecer en cama, esperando la muerte. Su cuerpo fue quedándose inerme poco a poco. De vez en cuando movía los labios, pero mis hermanos no conseguían oír una palabra. En numerosas ocasiones acudieron al centro de detención de mi madre para suplicar que se le permitiera acudir a su lado, pero una y otra vez les fue denegado el permiso y ni siquiera se les permitió verla.
Llegó un momento en que todo el cuerpo de mi abuela parecía muerto, pero sus ojos se mantenían abiertos y expectantes: se resistía a cerrarlos hasta ver de nuevo a su hija.
Por fin, se autorizó a mi madre a regresar a casa. A lo largo de los dos días siguientes, no se separó ni una sola vez del lecho de mi abuela. De vez en cuando, ésta le susurraba algo al oído. Sus últimas palabras fueron para describir cómo había caído en las garras de aquel dolor.
Dijo que los vecinos pertenecientes al grupo de la señora Shau habían celebrado una asamblea de denuncia contra ella en el patio. El recibo de las joyas que había donado durante la guerra de Corea había sido confiscado por los Rebeldes en uno de los asaltos domiciliarios. Dijeron que era un «apestoso miembro de la clase explotadora» ya que, de otro modo, ¿cómo podría haber llegado a poseerlas?
Mi abuela dijo que la habían obligado a subirse a una mesita. El terreno era desigual, y la mesita se tambaleaba, lo que le hacía sentir vértigo. Los vecinos le gritaban. La mujer que había acusado a Xiao-fang de violar a su hija golpeó furiosamente una de las patas de la mesa con un palo. Mi abuela, incapaz de mantener el equilibrio, cayó hacia atrás sobre el duro suelo. Desde entonces, dijo, había experimentado constantemente un agudo dolor.
De hecho, no había habido tal asamblea de denuncia sino en su imaginación, pero aquella imagen persiguió a mi abuela hasta su último aliento.
Al tercer día de la llegada de su hija, mi abuela murió. Dos días más tarde, inmediatamente después de su cremación, mi madre se vio obligada a regresar al centro de detención.
Desde entonces he soñado a menudo con mi abuela y me he despertado sollozando. Era un gran personaje: vivaz, inteligente e inmensamente capaz. No obstante, nunca tuvo medio de poner en práctica sus habilidades. Aquella mujer, hija de un ambicioso policía de pueblo, concubina de un señor de la guerra, madrastra de una familia tan extensa como dividida y madre y suegra de dos funcionarios comunistas, apenas había hallado felicidad en ninguno de sus papeles. Los días que vivió con el doctor Xia se habían visto ensombrecidos por el pasado de ambos, y juntos habían soportado la miseria, la ocupación japonesa y la guerra civil. Podría haber hallado la dicha en el cuidado de sus nietos, pero rara vez se vio libre de una ansiedad constante por nosotros. Había vivido la mayor parte de su vida dominada por el temor, y había visto la muerte de cerca en numerosas ocasiones. Había sido una mujer fuerte, pero todo -las calamidades que se abatieron sobre mis padres, la preocupación que sentía por sus nietos y los embates de la hostilidad humana- se había unido hasta terminar por hundirla. Era como si hubiera sentido en su propio cuerpo y alma todo el dolor que había sufrido mi madre y se hubiera visto finalmente derrotada por aquella acumulación de angustia.
Hubo asimismo otro factor más inmediato en su muerte: el hecho de que se le habían negado los cuidados médicos apropiados y de que no había podido recibir los cuidados -ni siquiera las visitas- de su hija a lo largo de su mortal enfermedad. Todo por culpa de la Revolución Cultural. ¿Cómo podía la revolución ser buena -me preguntaba yo- cuando acarreaba consigo tanta destrucción humana de un modo tan inútil? Una y otra vez, me repetía a mí misma que odiaba la Revolución Cultural, pero me sentía aún peor por no poder hacer nada al respecto.
Me sentía culpable por no haber cuidado a mi abuela todo lo bien que hubiera deseado. Cuando conocí a Bing y a Wen, ella estaba en el hospital, pero mi amistad con ambos había actuado a modo de colchón y capa aislante, entorpeciendo mi capacidad para advertir su sufrimiento. Me repetía a mí misma que era indigno haber experimentado sensaciones de alegría junto a lo que había resultado ser el lecho de muerte de mi abuela, y decidí no volver a tener amigos masculinos. Tan sólo por medio de mi propia autonegación -pensé- podré llegar a expiar en parte mi culpa.
Durante los dos meses que siguieron permanecí en Chengdu, buscando desesperadamente en compañía de Nana y de mi hermana un «pariente» cercano cuya comuna pudiera aceptarnos. Teníamos que encontrar uno antes de que concluyera la cosecha del otoño, época en la que se distribuían los alimentos, ya que de otro modo no tendríamos nada que comer durante el año siguiente: nuestros suministros estatales se habían agotado en enero.
Cuando Bing vino a verme me mostré sumamente fría con él, y le dije que no regresara jamás. Me escribió cartas que yo arrojaba al fogón sin abrir, un gesto inspirado quizá por algunas novelas rusas. Wen regresó de Ningnan con mi libro de registro y mi equipaje, pero me negué a verle. En cierta ocasión, me crucé con él en la calle y no le dirigí la mirada, aunque sí alcancé a atisbar sus ojos, en los que se reflejaban el dolor y la confusión.
Wen regresó a Ningnan. Un día, durante el verano de 1970, se declaró un incendio forestal cerca de su aldea, y él y un amigo suyo salieron corriendo con un par de escobas para intentar extinguirlo. Una ráfaga de viento arrojó una bola de fuego al rostro del amigo, dejándole desfigurado de por vida. Los dos abandonaron Ningnan y cruzaron la frontera de Laos, donde por entonces se estaba librando una guerra entre la guerrilla izquierdista y los Estados Unidos. En aquella época, numerosos hijos de altos funcionarios marchaban a luchar contra los norteamericanos en Laos y Vietnam, para lo cual atravesaban la frontera clandestinamente, ya que el Gobierno lo prohibía. Desilusionados por la Revolución Cultural, aquellos jóvenes confiaban en recuperar la adrenalina de años anteriores atacando a los «imperialistas de Estados Unidos».
Un día, poco después de su llegada a Laos, Wen oyó la alarma que indicaba la proximidad de aviones norteamericanos. Fue el primero en dar un salto y salir a combatir pero, en su inexperiencia, pisó una mina enterrada por sus propios camaradas y voló por los aires hecho pedazos. Mi último recuerdo de él son sus ojos, doloridos y perplejos, contemplándome desde la esquina de una embarrada calle de Chengdu.
Entretanto, mi familia se vio diseminada. El 17 de octubre de 1969, Lin Biao declaró el país en estado de guerra, sirviéndose para ello como pretexto de los enfrentamientos que se habían producido ese mismo año en la frontera con la Unión Soviética. Invocando la necesidad de evacuación, envió a sus oponentes al Ejército y expulsó de la capital a los líderes que habían caído en desgracia, sometiéndolos a detención o arresto domiciliario en distintas partes de China. Los Comités Revolucionarios aprovecharon la oportunidad para acelerar la deportación de «indeseables». Los quinientos miembros del Distrito Oriental al que pertenecía mi madre fueron expulsados de Chengdu y enviados a un lugar del interior de Xichang conocido como la Llanura del Guardián de los Búfalos. Mi madre fue autorizada a pasar diez días en casa para organizar la partida. A Xiao-hei y Xiao-fang los puso en un tren con destino a Yibin. Aunque la tía Jun-ying se encontraba medio paralizada, había allí otros tíos y tías que podrían ocuparse de ellos. Jin-ming había sido enviado por su escuela a una comuna situada a ochenta kilómetros al nordeste de Chengdu.