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La vida, no obstante, resultaba dura. Cada día era una nueva batalla por sobrevivir. El arroz y el trigo sólo podían encontrarse en el mercado negro, por lo que mi abuela comenzó a vender parte de las joyas que el general Xue le había regalado. Ella misma apenas comía: o bien decía que ya había comido, o bien afirmaba que no tenía hambre y que ya comería más tarde. Cuando el doctor Xia descubrió que estaba vendiendo sus joyas, la instó a que se detuviera: «Yo ya soy un anciano -dijo-. Algún día moriré, y entonces dependerás de esas alhajas para sobrevivir.»

El doctor Xia trabajaba como médico asalariado en una farmacia, lo que no le proporcionaba demasiadas ocasiones para demostrar su competencia. Sin embargo, trabajaba con ahínco y, poco a poco, su reputación creció, por lo que no tardaron en solicitar que acudiera al domicilio de un enfermo. Aquella tarde, cuando regresó, traía consigo un paquete envuelto en tela. Guiñando un ojo a su esposa y a mi madre, les desafió a que adivinaran qué contenía. Mi madre no podía separar los ojos del humeante paquete, y antes de gritar «¡Rollos al vapor!» ya lo estaba abriendo. Mientras devoraba los rollos, alzó la mirada y vio los ojos chispeantes del doctor Xia. Más de cincuenta años después, aún puede recordar su expresión de felicidad, e incluso hoy afirma que no puede recordar nada tan delicioso como aquellos simples rollos de trigo.

Las visitas a domicilio eran sumamente importantes para los médicos, puesto que las familias eran más propensas a pagar al que acudía que a aquel para quien trabajaba. Cuando los pacientes eran ricos o quedaban satisfechos, los médicos solían verse ricamente recompensados. Asimismo, era frecuente que los pacientes agradecidos obsequiaran a su médico con espléndidos regalos con motivo del Año Nuevo, así como en otras ocasiones especiales. Tras unas cuantas visitas a domicilio, la situación del doctor Xia comenzó a mejorar.

Al mismo tiempo, su reputación comenzó a extenderse. Un día, la esposa del gobernador provincial cayó en coma, y el dignatario llamó al doctor Xia, quien logró que recobrara el sentido. Aquello se consideraba equivalente a haber rescatado a alguien de la tumba. El gobernador ordenó que se fabricara una pancarta, en la que escribió de su puño y letra: «Al doctor Xia, quien da vida a las personas y a la sociedad.» Posteriormente, la pancarta recorrió las calles de la ciudad en procesión.

Poco después, el gobernador acudió al doctor Xia para solicitar otro tipo de ayuda. Tenía una esposa y doce concubinas, pero ninguna de ellas había logrado hacerle padre. El gobernador había oído que el doctor Xia era especialmente hábil en cuestiones de fertilidad. Éste prescribió unas pociones para el gobernador y sus trece consortes, varias de las cuales no tardaron en quedar embarazadas. De hecho, el problema residía en el gobernador, pero el diplomático doctor Xia había preferido medicar también a la esposa y a las concubinas. El gobernador se mostraba gozoso, y mandó fabricar una pancarta aún más grande para el doctor Xia, en la que inscribió como leyenda «La reencarnación de Kuanyin» (diosa budista de la fertilidad y la bondad). La nueva pancarta fue llevada hasta el domicilio del doctor Xia encabezando una procesión todavía más larga que la anterior. Después de aquello, la gente acudió a visitar al doctor Xia desde puntos tan alejados como Harbin, situado a más de seiscientos kilómetros al Norte. Comenzó a ser conocido como uno de los «cuatro célebres doctores de Manchukuo».

A finales de 1937, un año después de su llegada a Jinzhou, el doctor Xia pudo por fin trasladarse a una casa mayor situada en las afueras de la entrada norte de la ciudad. La nueva residencia era de una calidad muy superior a la choza junto al río. En lugar de barro, estaba construida de ladrillo rojo. En lugar de una habitación, tenía nada menos que tres dormitorios. El doctor Xia pudo así instalar de nuevo su despacho y utilizar el salón como consulta.

La casa se hallaba adosada al costado sur de un enorme patio que compartían con otras dos familias, pero la casa del doctor Xia era la única que se abría directamente a él. Las otras dos casas daban a la calle y lindaban con el patio mediante sólidos muros. Ni siquiera las ventanas se abrían a él. Cuando querían acceder al patio tenían que dar la vuelta y entrar por una puerta que daba a la calle. La parte norte del patio se hallaba limitada por una tapia. En su interior, crecían cipreses e ílex chinos entre los que las tres familias solían tender las cuerdas de la ropa. Había también algunas rosas de Sharon lo bastante resistentes como para sobrevivir a la crudeza de los inviernos. Durante el verano, mi abuela solía plantar sus plantas anuales favoritas: crisantemos, dalias, bálsamo de los jardines y dondiegos de día, de blancos bordes.

Mi abuela y el doctor Xia nunca tuvieron hijos. El doctor sostenía la teoría de que un hombre de sesenta y cinco años no debería eyacular, para así conservar su esperma, considerado como la esencia de un hombre. Años más tarde, mi abuela reveló a mi madre con aire misterioso que el doctor Xia había desarrollado a través del qigong una técnica que le permitía disfrutar del orgasmo sin eyacular. Conservaba una salud admirable en un hombre de su edad. Nunca estaba enfermo, y todos los días, incluso con temperaturas inferiores a -23 °C, tomaba una ducha fría. De acuerdo con los dictados del Zai-li-hui (Sociedad de la Razón) -la secta cuasi religiosa a la que pertenecía- nunca probó el alcohol ni el tabaco.

A pesar de ser él mismo un médico, el doctor Xia no era aficionado a tomar medicamentos, pues insistía en que la buena salud se basaba en un cuerpo sólido. Se oponía de modo inflexible a cualquier tratamiento que, en su opinión, curara una parte del cuerpo a base de dañar otra, y nunca recurría a medicinas fuertes por temor a sus efectos secundarios. A menudo, mi madre y mi abuela tenían que medicarse a sus espaldas. Cuando caían enfermas, el doctor Xia siempre llamaba a otro médico, quien no sólo era un curandero chino tradicional sino también un chamán que sostenía la creencia de que ciertas dolencias eran causadas por espíritus malignos que habían de ser aplacados o exorcizados mediante técnicas religiosas especiales.

Mi madre era feliz. Por primera vez en su vida, notaba auténtico calor a su alrededor. Ya no experimentaba la tensión que había tenido que soportar durante los dos años que había vivido en casa de sus abuelos, y el año de abusos que había sufrido a manos de los nietos del doctor Xia pertenecía al pasado.

Se mostraba especialmente excitada ante la llegada de los festivales, los cuales tenían lugar con una frecuencia prácticamente mensual. Entre los chinos corrientes no existía el concepto de semana laboral. Tan sólo en las oficinas de la administración, las escuelas y las fábricas japonesas el domingo se consideraba un día libre. Para el resto de la gente, los festivales ofrecían la única ruptura con la rutina cotidiana.

El vigésimo tercer día de la duodécima luna, siete días antes de la llegada del Año Nuevo chino, dio comienzo el Festival de Invierno. Según la leyenda, era el mismo día en el que el Dios de la Cocina, quien, según las representaciones gráficas que de él se hacían, vivía sobre la estufa en compañía de su esposa, había subido al cielo para informar al Emperador Celestial del comportamiento de cada familia. Si éste había sido bueno, la cocina permanecería repleta de alimentos para la familia a lo largo del siguiente año. Así, era costumbre que aquel día se realizaran numerosos kowtows en todos los hogares frente a las imágenes del Señor y la Señora de la Cocina, tras lo cual ambos eran incinerados para simbolizar su ascenso a los cielos. La abuela siempre recomendaba a mi madre que se untara algo de miel en los labios. Asimismo, solía prender fuego a figuras de caballos y sirvientes en miniatura que fabricaba con plantas de sorgo de modo que los componentes de la real pareja disfrutaran de un servicio especial que les hiciera sentirse más satisfechos y, por tanto, se mostraran más inclinados a presentar al Emperador un informe positivo de los Xia.