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Un día, mi madre acudió al mercado con la señora Ting y compró dos metros de fino algodón rosado estampado con flores procedente de Polonia. Ya había visto la tela anteriormente, pero no había osado comprarla por miedo de ser criticada como persona frivola. Poco después de su llegada a Yibin, había tenido que devolver su uniforme militar y regresar a su traje Lenin. Bajo él vestía una camisa áspera, informe y sin teñir. No había norma alguna que obligara a vestir aquella prenda, pero quien no lo hiciera al igual que los demás se exponía a ser objeto de críticas. Mi madre llevaba tiempo deseando añadir a su vestimenta un toque de color. Ella y la señora Ting regresaron a toda prisa a casa de los Chang en estado de gran excitación. Al poco tiempo, se habían hecho fabricar cuatro blusas, dos para cada una. Al día siguiente, se pusieron una bajo sus chaquetas Lenin. Mi madre se sacó el cuello rosado y pasó el día en un profundo estado de nervios y emoción. La señora Ting se mostró aún más osada: no sólo se sacó el cuello por encima del uniforme sino que se arremangó, de tal modo que mostraba una larga franja de rosa en cada brazo.

Mi madre se sintió sobrecogida, casi atemorizada, ante semejante rebeldía. Tal y como esperaban, recibieron numerosas miradas de desaprobación, pero la señora Ting alzó la barbilla, desafiante: «¿A quién le importa?», dijo a mi madre. Ésta se sintió enormemente aliviada; si contaba con la aprobación de su jefa, podía hacer caso omiso de cualquier crítica, ya fuera ésta tácita o verbal.

Uno de los motivos por los que a la señora Ting no le asustaba saltarse un poco las normas era que contaba con un marido poderoso y menos escrupuloso que el de mi madre en el ejercicio de su poder. De nariz y barbilla afiladas, algo cargado de hombros y de la misma edad que mi padre, el señor Ting era jefe del Departamento de Organización del Partido para la región de Yibin, lo que representaba un puesto sumamente importante, dado que dicho departamento era el encargado de los ascensos, degradaciones y castigos. Asimismo, en él se conservaban los expedientes de cada miembro del Partido. A todo ello había que añadir el hecho de que el señor Ting, al igual que mi padre, era uno de los miembros del comité de cuatro hombres que gobernaba la región de Yibin.

En la Liga de las Juventudes, mi madre trabajaba con personas de su propia edad. Todas ellas habían recibido mejor educación que ella, eran más despreocupadas y se mostraban más dispuestas a ver el lado humorístico de las cosas que las viejas, soberbias y advenedizas campesinas del Partido con las que había trabajado hasta entonces. A sus nuevas colegas les gustaba bailar, ir juntas de picnic y charlar de sus libros y sus ideas.

Para mi madre, el hecho de tener un puesto de responsabilidad significaba que era tratada con mayor respeto, respeto que aumentó al advertir la gente que se trataba de una mujer extraordinariamente dinámica y capacitada. A medida que fue obteniendo mayor confianza en sí misma y dependiendo menos de mi padre, comenzó a sentirse menos disgustada con él. Además, empezaba a acostumbrarse a sus actitudes: había dejado ya de esperar que la antepusiera a todo lo demás, por lo que se sentía mucho más en paz con el mundo.

Otra de las ventajas del ascenso de mi madre era que le permitía traer a su madre a vivir permanentemente en Yibin. A finales de agosto de 1951, mi abuela y el doctor Xia llegaron tras un viaje agotador. Los sistemas de transporte volvían a funcionar normalmente, y habían realizado todo el trayecto en tren y en barco. En su calidad de parientes de un funcionario del Gobierno, se les había asignado alojamiento a cargo del Estado en una casa de tres habitaciones situada en un complejo para huéspedes. Recibían también de manos del director de la casa de huéspedes una ración gratuita de suministros tales como arroz y combustible, así como una pequeña paga con la que podían adquirir otros alimentos. Mi hermana y su nodriza fueron a vivir con ellos, y mi madre comenzó a dedicar la mayor parte del poco tiempo libre de que disponía a visitarles y disfrutar de los deliciosos platos que preparaba mi abuela.

Mi madre estaba encantada de tener con ella a mi abuela y al doctor Xia, a quien adoraba. Se mostró especialmente feliz de que hubieran podido alejarse de Jinzhou, ya que acababa de estallar la guerra en Corea, a las puertas de Manchuria. Había habido un momento, a finales del año 1950, en que las tropas norteamericanas se habían estacionado en las márgenes del río Yalu, en la frontera entre Corea y China y habían bombardeado y arrasado con sus aviones diversas poblaciones de Manchuria.

Una de las primeras cosas que quiso saber mi madre fue qué había sido del joven coronel Hui-ge. Se mostró desconsolada al enterarse de que había sido ejecutado por un pelotón de fusilamiento junto a la curva del río que había frente a la puerta oeste de Jinzhou.

Para los chinos, una de las peores cosas que podían ocurrir era no contar con un funeral apropiado. Creían que los muertos no podían hallar la paz hasta que su cuerpo se encontrara cubierto y reposando en la profundidad de la tierra. Se trataba de una creencia religiosa, pero también poseía un aspecto práctico: un cuerpo no enterrado estaba condenado a ser despedazado por los perros salvajes y a ver sus huesos picoteados por los pájaros. Antiguamente, los cuerpos de los ejecutados habían sido expuestos durante tres días como ejemplo para la población, tras lo cual eran recogidos y sometidos a un somero enterramiento. Ahora, los comunistas habían emitido una orden según la cual las familias debían enterrar inmediatamente a todo pariente ejecutado. Si no podían hacerlo, la tarea era llevada a cabo por sepultureros contratados por el Gobierno.

Mi abuela había acudido personalmente al lugar de la ejecución. El cuerpo de Hui-ge, acribillado a balazos, había sido abandonado en el suelo en compañía de otros muchos. Había sido fusilado con otras quince personas, y su sangre había manchado de rojo oscuro la blanca nieve. En la ciudad ya no quedaba nadie de su familia, por lo que mi abuela contrató a unos sepultureros profesionales para que le proporcionaran un entierro digno. Ella misma llevó una larga pieza de seda roja en la que envolver su cadáver. Mi madre le preguntó si entre los fusilados habían visto a más personas conocidas. Así era. Mi abuela se había tropezado con una mujer a la que conocía, la cual había acudido a recoger los cuerpos de su marido y de su hermano. Ambos habían sido jefes de distrito del Kuomintang.

Mi madre se sintió igualmente horrorizada al enterarse de que mi abuela había sido denunciada… ¡por su propia cuñada, la esposa de Yu-lin! Ésta llevaba tiempo sintiéndose explotada por mi abuela, ya que se veía obligada a realizar todos los trabajos duros del hogar mientras, según ella, mi abuela hacía una vida de gran señora. Dado que los comunistas habían animado a todos a que denunciaran «la opresión y la explotación», la señora de Yu-lin encontró un marco político en el que descargar sus rencores. Cuando mi abuela recogió el cadáver de Hui-ge, la señora Yu-lin la denunció por mostrar una disposición favorable hacia un criminal. El vecindario convocó una «asamblea de lucha» destinada a «ayudar» a mi abuela a comprender sus «faltas». Ella hubo de asistir pero, sabiamente, decidió no decir nada y fingir que aceptaba humildemente las críticas. Interiormente, sin embargo, hervía de furia contra su cuñada y los comunistas.