Gracias a mi enorme tamaño y al modo en que crecía -en sentido ascendente-, las cavidades de sus pulmones se comprimieron y comenzaron a cicatrizar. Los médicos le dijeron que debía agradecérselo a su bebé, pero mi madre pensó que el mérito correspondía probablemente a la medicina norteamericana que había podido tomar gracias a la señora Ting. Permaneció en el hospital durante tres meses, hasta febrero de 1952, época en la que su embarazo contaba ya ocho meses. Un día recibió repentinamente la orden de partir «por su propia seguridad». Una amiga le contó en secreto que en Pekín habían descubierto algunas armas en la residencia de un sacerdote extranjero, y que todos los sacerdotes y monjas extranjeros se hallaban sujetos a graves sospechas.
Mi madre no quería marcharse. El hospital estaba rodeado por un hermoso jardín repleto de preciosos nenúfares, y encontraba los cuidados profesionales y la limpieza del entorno -tan raros en China en aquella época- sumamente apaciguadores. Sin embargo, no tenía elección, y fue trasladada al Hospital Popular Número Uno. El director de aquel hospital nunca había asistido anteriormente a un parto. Había trabajado como médico en el Ejército del Kuomintang hasta que su unidad se amotinó y se pasó a los comunistas. Le preocupaba que mi madre pudiera morir en el parto ya que, teniendo en cuenta sus antecedentes y la posición de mi padre, ello podría acarrearle serios problemas.
Cuando ya se aproximaba la fecha de mi nacimiento, el director sugirió a mi padre que mi madre fuera trasladada a un hospital situado en una ciudad más grande en el que hubiera mejores instalaciones y tocólogos especialistas. Tenía miedo de que mi nacimiento desencadenara un súbito alivio de presión que pudiera provocar la reapertura de las cavidades pulmonares de mi madre con la consiguiente hemorragia. Pero mi padre se negó: dijo que, dado que los comunistas habían jurado combatir los privilegios personales, su esposa recibiría el mismo trato que todos los demás. Cuando mi madre lo oyó, pensó con amargura que su esposo siempre parecía obrar en contra de sus intereses y que poco le importaba que viviera o muriera.
Nací el 25 de marzo de 1952. Debido a la complejidad del caso, se convocó la presencia de un segundo cirujano residente en otro hospital. Había diversos médicos presentes, acompañados por personal sanitario encargado de los equipos de oxígeno y transfusión de sangre. También estaba la señora Ting. En China, tradicionalmente, los hombres no asisten a los partos, pero el director pidió a mi padre que aguardara en el exterior de la sala de partos ya que se trataba de un caso especial… a la vez que para protegerse a sí mismo en caso de que algo saliera mal. Fue un alumbramiento sumamente difícil. Cuando hubo emergido mi cabeza, mis hombros -desacostumbradamente anchos- se atascaron. Además, estaba demasiado gorda. Las enfermeras tiraron de mi cabeza con las manos, y por fin logré deslizarme al exterior completamente azulada y amoratada, y casi medio asfixiada. En primer lugar, los médicos me metieron en agua caliente, y luego en agua fría. A continuación, me sostuvieron por los pies y me propinaron un fuerte cachete. Por fin, comencé a llorar con considerable energía, y todos se echaron a reír de alivio. Pesé casi cinco kilos, y los pulmones de mi madre no sufrieron daño alguno.
Una doctora me sostuvo en brazos y me presentó a mi padre, cuyas primeras palabras fueron: «¡Dios mío, esta criatura tiene los ojos saltones!» Mi madre se sintió profundamente afligida ante aquel comentario. La tía Jun-ying dijo: «¡No, lo que tiene son unos ojos enormes y preciosos!»
Como solía suceder en China en toda ocasión y momento, existía una receta especial considerada lo mejor que podía consumir una mujer después del parto: huevos escalfados en zumo de azúcar sin refinar con un arroz fermentado y glutinoso. Mi abuela preparó ambos platos en el hospital -donde, como en todos, había cocinas en las que los pacientes y sus familias podían cocinar sus propios alimentos- y los tenía ya listos cuando mi madre pudo empezar a comer.
Cuando la noticia de mi nacimiento llegó a oídos del doctor Xia, éste exclamó: «Ah, ha nacido otro cisne salvaje.» Así, recibí el nombre de Er-hong, que significa «Segundo Cisne Salvaje».
Le elección de mi nombre fue prácticamente la última acción que realizó el doctor Xia en su larga vida. Murió cuatro días después de mi nacimiento, a los ochenta y dos años de edad. Se encontraba reclinado sobre la cabecera de la cama, bebiendo un vaso de leche. Mi abuela salió unos instantes de la estancia, y cuando regresó para recoger el vaso vio que la leche se había derramado y que el vaso había caído al suelo. Murió instantáneamente y sin dolor.
En China, los funerales constituían acontecimientos sumamente importantes. La gente corriente llegaba a menudo a arruinarse con tal de organizar una grandiosa ceremonia, y mi abuela había amado profundamente al doctor Xia y quería hacerle todos los honores. Hubo tres cosas en las que insistió como inexcusables: en primer lugar, un buen féretro; segundo, que éste fuera transportado en angarillas por porteadores y no arrastrado en carro; y tercero, que hubiera monjes budistas que cantaran los sutras funerarios y músicos que tocaran el suona, un estridente instrumento de viento-madera empleado tradicionalmente en los funerales. Mi padre asintió a la primera y segunda de sus demandas, pero se negó a la tercera. Los comunistas consideraban toda ceremonia extravagante un gasto absurdo y feudal. Tradicionalmente, sólo las personas de muy baja condición eran enterradas en silencio. El ruido se consideraba un elemento importante de todo funeral, ya que lo convertía en un acontecimiento público: ello le proporcionaba «apariencia» y demostraba también respeto por el fallecido. Mi padre insistió en que no habría ni monjes ni suona, y entre él y mi abuela se desató una disputa colosal. Para ella, aquellas tres condiciones resultaban elementos esenciales a los que no pensaba renunciar. En mitad de la discusión, se desmayó a causa de la ira y la aflicción. Otro de los motivos de su angustia era el hecho de verse sola en el momento más amargo de su vida. No le reveló a mi madre lo que había ocurrido por miedo a apenarla, y la circunstancia de que ésta se encontrara en el hospital obligó a mi abuela a enfrentarse directamente con mi padre. Después del funeral, sufrió una depresión nerviosa y hubo de ser hospitalizada durante casi dos meses.
El doctor Xia fue enterrado en un cementerio situado en la cima de una colina, en la linde de Yibin, sobre el Yangtzé. Su tumba fue excavada a la sombra de pinos, cipreses y alcanforeros. Durante el corto tiempo que había pasado en Yibin, el doctor Xia se había ganado el cariño y el respeto de todos aquellos que le conocieron. Cuando murió, el director de la casa de huéspedes en la que había vivido se ocupó de organizar todo para que mi abuela no tuviera que molestarse y ordenó a sus empleados que acompañaran la silenciosa procesión funeraria.
El doctor Xia había disfrutado de una vejez feliz. Le encantaba Yibin y había disfrutado intensamente con todas las flores exóticas que prosperaban en aquel clima subtropical tan distinto del de Manchuria. Había gozado hasta el último momento de una salud extraordinaria. En Yibin -con su casa y patio propios y libres de gastos- había llevado una buena vida; él y mi abuela habían estado bien atendidos, y habían recibido siempre un abundante suministro de alimentos. En una sociedad carente de Seguridad Social, el sueño de todo chino consistía en recibir los cuidados oportunos durante la vejez, y el doctor Xia lo había conseguido, lo que no dejaba de ser un logro considerable.