Выбрать главу

Se enviaron equipos a todas las organizaciones en las que había de desarrollarse la campaña con objeto de movilizar a la gente. Casi todas las tardes se celebraban asambleas obligatorias para estudiar las instrucciones emitidas por las autoridades superiores. Los miembros de los equipos hablaban, peroraban e intentaban persuadir a los presentes para que denunciaran a los sospechosos. Se animaba a la gente a depositar sus quejas en buzones provistos a tal efecto. A continuación, el equipo de trabajo estudiaba todos los casos. Si la investigación confirmaba el cargo o descubría nuevos motivos de sospecha, el equipo formulaba un veredicto que era posteriormente sometido al siguiente nivel de autoridad para su aprobación.

No existía un sistema de apelación propiamente dicho, aunque toda persona sobre la que se levantaran sospechas podía solicitar que le fueran mostradas las pruebas y era generalmente autorizada a contribuir alguna forma de autodefensa. Los equipos de trabajo podían imponer una amplia variedad de condenas, entre las que se incluían la crítica pública, el despido del puesto de trabajo y diversas formas de vigilancia; la pena más severa que podían dictar era el envío de una persona al campo para realizar labores manuales. Tan sólo los casos más graves pasaban al sistema judicial, sometido al control del Partido. Cada campaña iba acompañada de una serie de normas emitidas por las más altas instancias, y los equipos de trabajo debían atenerse estrictamente a ellas. Sin embargo, en cada caso individual solía influir asimismo el juicio e incluso el temperamento de los miembros de los grupos de trabajo.

En cada campaña, todos aquellos que integraban la categoría designada por Pekín como objetivo eran sometidos a cierto grado de escrutinio, si bien más por parte de sus compañeros de trabajo y vecinos que por la propia policía. Ello constituía una de las innovaciones cruciales de Mao, y perseguía involucrar a toda la población en los mecanismos de control. Según el criterio del régimen, pocos delincuentes podían escapar a la atenta mirada del pueblo, especialmente en una sociedad dotada de una mentalidad de vigilancia ya ancestral. No obstante, la «eficacia» se conseguía a cambio de un precio desmesurado, ya que las campañas se desarrollaban sobre la base de criterios muy vagos, por lo que muchas personas inocentes resultaban condenadas como resultado de venganzas personales e incluso de simples rumores.

La tía Jun-ying había estado trabajando como tejedora para contribuir al sostenimiento de su madre, de su hermano retrasado y de sí misma. Todas las noches trabajaba hasta altas horas de la madrugada, y llegó a sufrir graves daños en los ojos a causa de la luz mortecina con que se alumbraba. En 1952 ya había conseguido ahorrar y pedir prestado suficiente dinero para comprar dos máquinas más, lo que le permitió contratar los servicios de dos amigas. Aunque los ingresos se repartían, era mi tía quien teóricamente debía pagar las máquinas, dado que era la propietaria de las mismas. Durante la Campaña de los Cinco Anti, cualquiera que empleara los servicios de otras personas era considerado sospechoso en cierto grado. Se investigaban hasta los negocios más modestos, tales como el de la tía Jun-ying quien, en realidad, no dirigía sino una cooperativa. Mi tía pensó en pedir a sus amigas que la abandonaran, pero no quería que pensaran que las estaba despidiendo. Por fin, fueron ellas quienes le pidieron permiso para irse. Les preocupaba que empezaran a circular habladurías y mi tía llegara a pensar que procedían de ellas.

A mediados de 1953, las campañas de los Tres Anti y los Cinco Anti habían remitido. Los capitalistas habían sido puestos bajo control y el Kuomintang ya estaba erradicado. Las asambleas multitudinarias cesaron tan pronto como los funcionarios comprendieron que la mayor parte de la información que se desprendía de ellas era poco fiable. Los casos comenzaron a examinarse a nivel individual.

En mayo de 1953, mi madre ingresó en el hospital para dar a luz a su tercer hijo, un niño que recibió el nombre de Jin-ming. Se trataba del mismo hospital de misioneros en el que había estado ingresada durante mi embarazo; para entonces, sin embargo, los misioneros habían sido expulsados, al igual que había sucedido en el resto del país. Mi madre acababa de ser ascendida al puesto de jefa del Departamento de Asuntos Públicos de la ciudad de Yibin, y aún trabajaba a las órdenes de la señora Ting, quien a su vez había sido nombrada secretaria del Partido en dicha ciudad. En aquella época, mi abuela -aquejada de una grave crisis de asma- se encontraba también ingresada en el hospital, al igual que yo misma, que a la sazón sufría una infección en el ombligo. Mi nodriza permanecía conmigo en el hospital. Dado que pertenecíamos a una familia «de la revolución», recibíamos un tratamiento correcto y gratuito. Los médicos tendían a ceder las escasas camas de hospital disponibles a los funcionarios y a sus familias. No existía ningún servicio de salud pública para el grueso de la población, y los campesinos, por ejemplo, tenían que pagar.

Mi hermana y mi tía Jun-ying vivían en el campo con unos amigos, por lo que mi padre estaba solo en casa. Un día, la señora Ting acudió a su casa para presentar un informe sobre su trabajo. Al poco rato, dijo que le dolía la cabeza y que quería echarse. Mi padre la acostó en una de las camas y, al hacerlo, ella se abrazó a él e intentó besarle y acariciarle. Mi padre retrocedió de inmediato. «Debe de encontrarse usted muy cansada», dijo, y abandonó inmediatamente la estancia. Pocos minutos después, regresó en estado de gran agitación. Llevaba consigo un vaso de agua que depositó sobre la mesilla de noche. «Debe saber que amo a mi esposa», dijo y, antes de que la señora Ting tuviera ocasión de hacer nada, se encaminó a la puerta y la cerró tras él. Bajo el vaso de agua había depositado un trozo de papel en el que aparecían escritas las palabras «Moral comunista».

Pocos días después, mi madre abandonó el hospital. Tan pronto como atravesó el umbral con su hijo recién nacido, mi padre dijo:

– Abandonaremos Yibin tan pronto como sea posible. Para siempre.

Mi madre no podía imaginar qué mosca le había picado. Él le reveló lo sucedido y añadió que la señora Ting hacía tiempo que le tenía echado el ojo. Mi madre se mostró más desconcertada que furiosa:

– Pero, ¿por qué quieres marcharte tan pronto? -preguntó.

– Se trata de una mujer muy decidida -repuso mi padre-. Podría intentarlo de nuevo. Además, es muy vengativa. Temo sobre todo que pueda intentar perjudicarte a ti, lo que no sería difícil dado que trabajas a sus órdenes.

– ¿Tan mala es? -inquirió mi madre-. Es cierto que oí algunos rumores de que había seducido a su carcelero cuando estuvo presa por el Kuomintang, pero a algunas personas les encanta difundir habladurías. En cualquier caso, no me sorprende que se sienta atraída por ti -sonrió-, pero, ¿realmente crees que intentaría perjudicarme? Es la mejor amiga que tengo aquí.

– No lo entiendes… existe una cosa que llamamos «la ira que surge de la vergüenza» (nao-xiu-cheng-nu), y sé que eso es lo que ella siente ahora. Yo no me comporté con el suficiente tacto. Debí de avergonzarla, y ahora me arrepiento. Me temo que en el acaloramiento de aquellos instantes obedecí a mi primer impulso. Es de esa clase de mujeres que siempre buscan la venganza.

Para mi madre no resultaba difícil imaginar el modo en que mi padre habría rechazado a la señora Ting, pero no podía creer que alimentara tanta malicia, ni podía imaginar qué calamidades podía abatir sobre ellos. En consecuencia, mi padre le contó lo que sabía acerca del señor Shu, su predecesor en el puesto de gobernador de Yibin.