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Mi padre también halló difícil establecer una relación estrecha con Jin-ming, pero se mostraba muy unido a mí. Solía gatear por el suelo y permitirme que cabalgara sobre su espalda. Por lo general, llevaba siempre unas flores en el cuello para que yo las oliera. Si se le olvidaba ponérselas, yo hacía un gesto en dirección al jardín y emitía ruiditos imperiosos indicando que trajera unas cuantas sin tardanza. A menudo me besaba en la mejilla. Un día en que no se había afeitado, yo torcí el gesto y protesté: «¡Barba vieja! ¡Barba vieja!», gritando a pleno pulmón. Estuve llamándole «Barba Vieja» (lao hu-zi) durante meses. Desde entonces, me besaba con más cautela. Me encantaba ir tambaleándome de un despacho a otro y jugar con los funcionarios. Solía perseguirlos, llamándoles por nombres especiales que inventaba para cada uno y recitándoles poesías infantiles. Antes de cumplir tres años era ya conocida como La pequeña diplomática.

Creo que en realidad mi popularidad se debía al hecho de que los oficiales acogían con alivio un descanso y un poco de diversión de vez en cuando, y yo, con mi parloteo infantil, les proporcionaba ambas cosas. Era, además, muy regordeta, y a todos les gustaba sentarme sobre el regazo y darme pellizquitos y apretones.

Cuando contaba algo más de tres años de edad, mis hermanos y yo fuimos enviados a diferentes jardines de infancia. Yo no lograba entender por qué se me enviaba lejos de casa, y a modo de protesta me puse a patalear y rasgué la cinta que recogía mis cabellos. En el jardín de infancia me dediqué a crearle problemas a las maestras deliberadamente: no había día que no derramara la leche y mis pastillas de aceite de hígado de bacalao en el interior del pupitre. Después del almuerzo teníamos que dormir una larga siesta, durante la cual solía relatar a los niños con los que compartía el enorme dormitorio historias de miedo de mi invención. No tardé en ser descubierta y se me castigó a permanecer sentada en el umbral.

El motivo de enviarnos a jardines de infancia era que no había quien pudiera cuidar de nosotros. Un día, en julio de 1955, se comunicó a mi madre y a los ochocientos empleados del Distrito Oriental que deberían permanecer todos sin moverse de las instalaciones hasta nuevo aviso. Había comenzado una nueva campaña política, en esta ocasión con el propósito de desenmascarar a los «contrarrevolucionarios ocultos». Todos habían de ser sometidos a una exhaustiva investigación.

Mi madre y sus colegas obedecieron la orden sin discusión. En cualquier caso, estaban ya acostumbrados a llevar una vida cuasi militar. Por otra parte, parecía lógico que el Partido quisiera investigar a sus miembros para asegurarse de la estabilidad de la nueva sociedad. Al igual que la mayor parte de sus camaradas, el deseo de mi madre de dedicarse a la causa se sobreponía a cualquier impulso de protestar por lo estricto de la medida.

Al cabo de una semana, casi todos sus colegas recibieron el visto bueno y se les permitió volver a circular libremente. Mi madre fue una de las escasas excepciones. Se le dijo que ciertas circunstancias de su pasado aún no habían sido del todo esclarecidas. Tenía que abandonar su propio dormitorio y dormir en una estancia situada en otra parte del edificio de oficinas. Antes de ello, se le permitió pasar algunos días en casa para -según le dijeron- organizar sus asuntos domésticos, ya que habría de permanecer confinada durante algún tiempo.

La nueva campaña había sido desencadenada como reacción de Mao ante el comportamiento de algunos escritores comunistas, especialmente el célebre literato Hu Feng. No es que éstos se mostraran necesariamente en desacuerdo con Mao desde el punto de vista ideológico, pero traslucían un elemento de independencia y una capacidad de pensamiento individual que el líder encontraba inaceptables. Temía que cualquier tipo de reflexión independiente pudiera conducir a una situación de no obediencia absoluta de su doctrina. Insistía permanentemente en que la nueva China tenía que actuar y pensar como un solo ente, y que era preciso adoptar medidas rigurosas para mantener la unidad del país y evitar su posible desintegración. Hizo arrestar a cierto número de escritores importantes y los acusó de conspiración contrarrevolucionaria, un cargo terrible, ya que toda actividad «contrarrevolucionaria» se hallaba castigada con las penas más duras, incluida la muerte.

Aquello señaló el comienzo del fin de la expresión individual en China. Cuando los comunistas llegaron al poder, todos los medios de comunicación pasaron a ser controlados por el Partido. A partir de entonces, el control se estableció aún con más fuerza sobre las mentes de toda la nación.

Mao declaró que las personas que estaba buscando eran «espías de los países imperialistas y del Kuomintang, así como trotskistas, ex funcionarios del Kuomintang y traidores camuflados de comunistas». Afirmaba que todos ellos trabajaban por el regreso del Kuomintang y de los imperialistas de Estados Unidos, quienes se negaban a reconocer el régimen de Pekín y habían rodeado China por una frontera de hostilidad. Así como la anterior campaña destinada a la eliminación de contrarrevolucionarios (durante la que había sido ejecutado Hui-ge, el amigo de mi madre) había estado dirigida a los miembros reconocidos del Kuomintang, el objetivo se hallaba ahora centrado en gente del Partido o del Gobierno cuyo pasado mostrara conexiones con el Kuomintang.

Ya desde antes de que llegaran al poder, la redacción de archivos detallados del pasado de las personas había constituido una parte crucial del sistema comunista de control. Los expedientes de los miembros del Partido eran conservados por el Departamento de Organización del mismo. Los expedientes de todos aquellos que trabajaban para el Estado pero no eran miembros del Partido eran trasladados a las unidades de trabajo de las autoridades y conservados en su departamento de personal. Todos los años, cada jefe escribía un informe de todos aquellos que trabajaban a sus órdenes, y cada informe se incorporaba al respectivo expediente. Nadie estaba autorizado a leer su propio expediente, y únicamente ciertas personas especialmente autorizadas podían leer los de otros.

Para caer bajo sospecha en esta campaña bastaba cualquier conexión que se hubiera tenido en el pasado con el Kuomintang, por tenue y vaga que ésta fuera. Las investigaciones se llevaban a cabo por equipos de trabajo compuestos de funcionarios probadamente desprovistos de cualquier conexión con el Kuomintang. Mi madre se convirtió en una de las principales sospechosas, al igual que les sucedió a nuestras nodrizas, debido a sus relaciones familiares.

Había un equipo de trabajo encargado de investigar a la servidumbre y a los empleados del Gobierno provincial, esto es, chóferes, jardineros, doncellas, cocineras y porteros. El marido de mi nodriza se encontraba encarcelado por jugar y traficar con opio, lo que convertía a su esposa en una «indeseable». La nodriza de Jin-ming había entrado a formar parte de una familia de terratenientes al casarse, y su marido había sido un funcionario de menor importancia del Kuomintang. Dado que las nodrizas no ocupaban puestos de importancia, el Partido no investigaba sus casos con excesivo detenimiento. Sin embargo, ambas se vieron obligadas a dejar de trabajar en nuestra familia.

Mi madre fue informada de ello durante los escasos días que pasó en casa antes de su detención. Cuando comunicó la noticia a las nodrizas, ambas se mostraron desconsoladas. Nos amaban profundamente a mí y a Jin-ming. A la mía le preocupaba además perder sus ingresos si se veía obligada a regresar a Yibin, por lo que mi madre escribió al gobernador de aquella ciudad rogándole que le buscara un empleo, cosa que éste hizo. La mujer marchó a trabajar a una plantación de té y pudo llevarse a su hija pequeña a vivir con ella.

La nodriza de Jin-ming no quería regresar con su marido. Tenía un nuevo novio que trabajaba como portero en Chengdu y quería casarse con él. Deshecha en lágrimas, suplicó a mi madre que la ayudara a obtener el divorcio para poder casarse con él. Conseguir el divorcio era considerablemente difícil, pero ella sabía que una palabra de mi padre o de mi madre -especialmente del primero- le facilitaría enormemente las cosas. Mi madre apreciaba mucho a la nodriza, y deseaba ayudarla. Si lograba obtener el divorcio y casarse con el portero se vería inmediatamente trasladada de la categoría de «terrateniente» a la de miembro de la clase obrera, y en tal caso no tendría por qué abandonar nuestra familia. Mi madre habló con mi padre, pero éste se mostró opuesto a la idea: