– ¿Cómo se te ocurre proyectar un divorcio? La gente comenzaría a decir que los comunistas se dedican a destrozar las familias.
– ¿Y qué hay de nuestros hijos? -exclamó mi madre-. ¿Quién se ocupará de ellos si las dos nodrizas tienen que marcharse?
Mi padre también tenía respuesta para eso:
– Envíalos a un jardín de infancia.
Cuando mi madre le dijo a la nodriza de Jin-ming que no tendría más remedio que marcharse, a ésta le faltó poco para desmayarse. Hoy, el recuerdo más antiguo de Jin-ming es el de su partida. Una tarde, a la puesta del sol, alguien le llevó a la puerta principal. Allí vio a su nodriza, vestida con un traje de campesina y una chaqueta lisa con cierres de algodón en un costado y cargada con un fardo de algodón. Quería que su nodriza le cogiera en brazos, pero ella permaneció fuera del alcance de sus manos extendidas. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. A continuación, descendió los escalones que conducían a la puerta situada al fondo del patio. La acompañaba alguien a quien mi hermano no conocía. Cuando ya estaba a punto de salvar el umbral, la nodriza se detuvo y giró en redondo. Mi hermano gritó, lloró y pataleó, pero no logró que le acercaran a ella. Durante largo rato, la mujer permaneció enmarcada por el arco de la puerta del patio, mirándole. Por fin, giró rápidamente sobre sus talones y desapareció. Jin-ming nunca volvió a verla.
Mi abuela seguía aún en Manchuria. Mi bisabuela acababa de morir de tuberculosis. Antes de ser confinada a los barracones, mi madre se vio obligada a enviarnos a los cuatro a sendos jardines de infancia. Debido a lo precipitado de la situación, ninguno de los jardines de infancia municipales podía hacerse cargo de más de uno de nosotros, por lo que nos vimos repartidos entre cuatro instituciones distintas.
Cuando mi madre partió hacia su detención, mi padre le dio un consejo: «Sé completamente sincera con el Partido y confía plenamente en él. Recibirás un veredicto justo.» Ante aquellas palabras sintió que la invadía una oleada de aversión. Hubiera deseado oír algo más cálido y personal. Aún resentida con mi padre, se presentó un húmedo día de verano dispuesta a sufrir su segundo período de detención, esta vez a manos de su propio Partido.
El hecho de estar siendo investigado no conllevaba necesariamente el estigma de la culpabilidad. Sencillamente, significaba que el pasado de uno incluía cosas que habían de ser clarificadas. Aun así, le afligía verse sometida a una experiencia tan humillante después de todos los sacrificios que había realizado y de su manifiesta lealtad a la causa comunista. En parte, sin embargo, se sentía llena de optimismo ante la posibilidad de que el oscuro nubarrón de sospecha que se había cernido sobre ella a lo largo de casi siete años pudiera por fin desvanecerse. No tenía nada de lo que avergonzarse, y tampoco nada que ocultar. Era una comunista entusiasta y no albergaba ninguna duda de que el Partido sabría reconocerlo.
Se formó un equipo especial de tres personas encargadas de su investigación. Lo encabezaba un tal señor Kuang, quien trabajaba como encargado de Asuntos Públicos de la ciudad de Chengdu, lo que significaba que estaba por debajo de mi padre y por encima de mi madre. Su familia y la mía se conocían muy bien. En aquella ocasión, aunque aún trataba amablemente a mi madre, mostraba una actitud más formal y reservada.
Al igual que a los otros detenidos, a mi madre se le asignaron varias «acompañantes» que la seguían a todas partes -incluso al retrete- y que dormían en la misma cama que ella. Se le dijo que era por su propia protección, y mi madre comprendió que se la «protegía» de la posibilidad de cometer suicidio o de intentar confabularse con otra persona.
Varias mujeres se turnaban entre sí para desempeñar el puesto de acompañante. Una de ellas, sin embargo, fue relevada de sus obligaciones para ser también ella investigada. Las acompañantes tenían que redactar diariamente un informe acerca de mi madre. Mi madre las conocía a todas porque trabajaban en las oficinas del distrito, aunque no en su departamento. Se mostraban amistosas y, con excepción de su falta de libertad, mi madre fue bien tratada.
Los interrogadores y su acompañante conducían las sesiones como si se tratara de conversaciones amistosas, si bien el tema que se discutía en las mismas resultaba profundamente desagradable. No es que se presumiera exactamente su culpabilidad, pero tampoco su inocencia. Por otra parte, debido a la falta de procedimientos legales, uno tenía pocas posibilidades de defenderse frente a las insinuaciones.
El expediente de mi madre contenía informes detallados en relación a cada etapa de su vida: de su época de estudiante, cuando trabajaba para la clandestinidad, de su pertenencia a la Federación de Mujeres de Jinzhou y de los trabajos que había desempeñado en Yibin. Dichos informes habían sido redactados en su día por sus jefes. La primera cuestión que salió a relucir fue su excarcelación por el Kuomintang en 1948. ¿Cómo había logrado su familia sacarla de la cárcel teniendo en cuenta la gravedad del delito cometido? ¡Ni siquiera la habían torturado! ¿Acaso su detención no podría haberse tratado simplemente de una farsa destinada a establecer sus credenciales frente a los comunistas con objeto de alcanzar una posición de confianza desde la que pudiera trabajar como agente del Kuomintang?
Luego, estaba su amistad con Hui-ge. Era evidente que sus jefas de la Federación de Mujeres de Jinzhou habían incluido comentarios negativos sobre aquella cuestión. Del mismo modo que Hui-ge había intentado buscarse un seguro de vida por medio de ella -decían-, ¿no era igualmente posible que ella hubiera pretendido hacer lo propio a través de él en caso de que ganara el Kuomintang?
La misma pregunta le fue formulada en relación con sus pretendientes del Kuomintang. ¿Acaso no los había animado a pedir su mano como forma de asegurar su futuro? Y, de nuevo, la misma y grave sospecha: ¿Ninguno de ellos le había pedido que se infiltrara en el Partido Comunista y trabajara para el Kuomintang?
Mi madre se vio en la odiosa situación de tener que probar su inocencia. Todas las personas acerca de las que le preguntaban o bien habían sido ejecutadas o bien se encontraban en Taiwan o quién sabía dónde. En cualquier caso, se había tratado de miembros del Kuomintang, y no cabía fiarse de su palabra. ¿Cómo convencerlos?, pensaba a veces con exasperación mientras volvía sobre el mismo incidente una y otra vez. También le preguntaron acerca de las conexiones de sus tíos con el Kuomintang, así como respecto a su relación con una de sus compañeras, quien, siendo aún una adolescente, se había unido a la Liga Juvenil del Kuomintang en la época anterior a la conquista de Jinzhou por los comunistas. Según las directrices de la campaña, toda persona que hubiera sido nombrada jefe de grupo de la Liga Juvenil del Kuomintang tras la rendición de los japoneses había de ser considerada contrarrevolucionaria. Mi madre intentó argumentar que el caso de Manchuria era especiaclass="underline" allí, tras la ocupación japonesa, se había contemplado al Kuomintang como el representante de China, la madre patria. El propio Mao había sido en su día funcionario de alto rango del Kuomintang, aunque ella prefirió no mencionar este detalle. Por otra parte, sus amigas se habían unido a los comunistas antes de que transcurrieran dos años. Se le dijo, no obstante, que aquellas antiguas amigas suyas habían sido todas acusadas de ser contrarrevolucionarias. Mi madre no pertenecía a ninguna categoría maldita, pero se le hizo una pregunta imposible de contestar: ¿Por qué tenías tantas conexiones con gente del Kuomintang?