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Permaneció detenida durante seis meses. Durante aquel período, hubo de asistir a numerosas asambleas multitudinarias en las que los «agentes enemigos» eran obligados a desfilar ante la muchedumbre para luego ser denunciados públicamente, sentenciados, maniatados y conducidos a prisión entre los puños alzados de miles de personas y un atronador coro de consignas. Había también «contrarrevolucionarios» que habían confesado y a los que, por ello, se les había aplicado un castigo indulgente, lo que significaba que no eran enviados a la cárcel. Entre ellos había una amiga de mi madre. Tras ser denunciada públicamente se suicidó, debido a que, desesperada, había realizado una confesión falsa durante el interrogatorio. Siete años después, el Partido admitió que había sido inocente desde el principio. Mi madre fue obligada a asistir a aquellas reuniones multitudinarias para recibir una lección. Sin embargo, su fortaleza de carácter evitó que se derrumbara por el miedo como tantos otros o que terminara por verse confundida por la lógica falaz y los argumentos esgrimidos durante los interrogatorios. Consiguió mantener la mente clara y escribió una crónica sincera de lo que había sido su vida.

Durante largas noches permanecía despierta, incapaz de superar la amargura que le producía la injusticia del trato recibido. Primero mientras escuchaba el zumbido de los mosquitos que revoloteaban sobre la red que cubría su lecho, bajo el calor opresivo del verano; luego, con el repiqueteo de fondo de la lluvia del otoño y, por fin, en el húmedo silencio del invierno, reflexionó una y otra vez acerca de las injustas sospechas que se cernían sobre ella, y especialmente sobre las dudas que había despertado su detención por el Kuomintang. Se sentía orgullosa de su comportamiento de entonces, y jamás había soñado que aquel episodio pudiera convertirse en un motivo que la excluyera de la revolución.

Por fin, comenzó a intentar convencerse a sí misma de que no podía culpar al Partido por intentar conservar su pureza. En China, uno acababa por acostumbrarse a cierto grado de injusticia. Esta vez, por lo menos, obedecía a una causa noble. Igualmente, se repetía una y otra vez las palabras del Partido cuando exigía sacrificios a sus miembros: «Se os está poniendo a prueba, y el sufrimiento hará de vosotros mejores comunistas.»

Consideró la posibilidad de ser considerada contrarrevolucionaria. Si eso ocurría, sus descendientes sufrirían también el estigma, y su vida se vería destrozada. El único modo en que podría evitarlo sería divorciándose de mi padre y repudiándose a sí misma como madre de sus hijos. Por las noches, mientras cavilaba acerca de tan negras perspectivas, aprendió a contener las lágrimas. Ni siquiera podía agitarse ni dar vueltas en la cama, ya que su acompañante la compartía con ella y estaba obligada a informar de cualquier forma de comportamiento que mostrara, por nimia que pareciera. Las lágrimas serían interpretadas como signo de que se sentía herida por el Partido o de que estaba perdiendo confianza en él. Ambas cosas resultaban inaceptables, y podían ejercer un efecto negativo sobre el veredicto final.

Así pues, mi madre apretaba los dientes y se decía a sí misma que debía confiar en el Partido. Aun así, le resultaba muy duro verse completamente aislada de su familia, y echaba terriblemente de menos a sus hijos. Mi padre no la escribió ni la visitó ni una sola vez: tanto las cartas como las visitas estaban prohibidas. Lo que necesitaba más que nada en este mundo era un hombro sobre el que apoyar la cabeza o, al menos, una palabra afectuosa.

Sin embargo, sí recibía llamadas telefónicas. Del otro extremo de la línea le llegaban bromas y muestras de confianza que le proporcionaban un considerable aliento. El único teléfono de todo el departamento estaba instalado en la mesa de la mujer encargada de los documentos secretos. Cuando había una llamada para mi madre, sus acompañantes se quedaban en la habitación mientras hablaba. Sin embargo, como la apreciaban y querían proporcionarle cierto bienestar, hacían como si no escucharan sus palabras. La mujer a cargo de los documentos secretos no formaba parte del equipo que investigaba a mi madre, por lo que no tenía derecho a escuchar sus conversaciones y tampoco a presentar informes de ella. Las acompañantes de mi madre procuraban asegurarse de que no tuviera problemas a causa de aquellas llamadas. Se limitaban a informar: «La directora Chang habló por teléfono. La conversación giró en torno a cuestiones familiares.» Comenzó a correrse la voz de cuan considerado era mi padre por preocuparse tanto de su esposa y mostrarse tan cariñoso con ella. Una de las jóvenes acompañantes de mi madre le dijo en cierta ocasión que confiaba en encontrar un marido tan bondadoso como mi padre.

Nadie sabía que el que llamaba no era mi padre, sino otro funcionario de alto rango que había abandonado el Kuomintang para pasarse a los comunistas durante la guerra contra Japón. Como antiguo oficial del Kuomintang, había sido considerado sospechoso y encarcelado en 1947, aunque terminó por ser rehabilitado. Solía citar su propia experiencia para dar ánimos a mi madre y, de hecho, entre ambos se estableció una amistad que duraría toda la vida. Mi padre no telefoneó ni una sola vez a lo largo de aquellos seis meses. Después de tantos años de militancia, sabía que el Partido prefería que las personas investigadas no mantuvieran contacto alguno con el mundo exterior, ni siquiera con sus cónyuges. Tal y como él lo veía, reconfortar a mi madre hubiera implicado la existencia por su parte de cierto grado de desconfianza hacia el Partido. Mi madre nunca pudo perdonarle que la hubiera abandonado en un momento en que necesitaba cariño y apoyo más que ninguna otra cosa. Una vez más, le había demostrado que siempre antepondría el Partido a ella.

Una mañana de enero, mientras contemplaba los ateridos macizos de hierba azotados por la mustia lluvia bajo los jazmines del emparrado, con sus masas de verdes brotes entrelazados, fue llamada a ver al señor Kuang, el jefe del equipo de investigación. Éste le dijo que se le permitía regresar a su trabajo… que podía salir. No obstante, tendría que presentarse allí todas las noches. El Partido no había llegado aún a una conclusión final acerca de ella.

Mi madre se dio cuenta de que lo que ocurría era que la investigación se había atascado. La mayor parte de las acusaciones no podían probarse ni desmentirse, y aunque ello no le resultaba del todo satisfactorio, intentó olvidarlo ante la excitación que le producía pensar que iba a ver a sus hijos por primera vez después de seis meses.

Nosotros, recluidos en nuestros respectivos jardines de infancia, apenas habíamos visto tampoco a nuestro padre. Siempre estaba de viaje por el campo. En las raras ocasiones en que regresaba a Chengdu, solía enviar a su guardaespaldas para que nos recogiera a mi hermana y a mí y nos llevara a pasar el sábado en casa. Nunca envió a recoger a los dos niños porque eran demasiado pequeños y no se consideraba capaz de ocuparse de ellos. Su hogar era su oficina. Cuando íbamos a verle siempre tenía que acudir a alguna reunión, y entonces su guardaespaldas nos encerraba en su despacho, lugar en el que nada podíamos hacer aparte de concursos de pompas de jabón. En cierta ocasión, me sentía tan aburrida que me dediqué a beber agua jabonosa. Pasé varios días enferma.

Cuando mi madre obtuvo permiso para salir, lo primero que hizo fue saltar a lomos de su bicicleta y salir disparada hacia los distintos jardines de infancia. Estaba especialmente inquieta por Jin-ming, que entonces contaba dos años de edad y a quien apenas había tenido tiempo de conocer a fondo. Sin embargo, descubrió que los neumáticos de su bicicleta se habían deshinchado tras seis meses de inactividad por lo que, apenas había traspasado el umbral, se vio obligada a detenerse para hincharlos. Nunca se había sentido tan impaciente en toda su vida como cuando paseaba de un lado a otro esperando a que el hombre repusiera el aire de sus neumáticos a un ritmo que se le antojó insoportablemente lento.