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La visita del general Xue a mi abuela no duró mucho. Al igual que había sucedido la primera vez, anunció súbitamente su marcha al cabo de unos pocos días. La noche antes de partir, pidió a mi abuela que se trasladara a vivir con él a Lulong. La petición la dejó sin aliento. Si le ordenaba ir con él, sería como verse condenada a cadena perpetua bajo el mismo techo de su mujer y del resto de sus concubinas. Se sintió invadida por una oleada de pánico. Sin dejar de aplicarle masaje en los pies, le rogó suavemente que le permitiera quedarse en Yixian. Alabó su bondad al haber prometido a sus padres que no la separaría de ellos, y le recordó discretamente que su madre no gozaba de buena salud: acababa de dar a luz a su tercer hijo, el tan deseado varón. Dijo que preferiría observar sus deberes filiales de lealtad y al mismo tiempo servir, claro está, a su dueño y señor siempre que se dignara obsequiar a Yixian con su presencia. Al día siguiente, empaquetó las pertenencias de su esposo y éste partió solo. Tal y como había hecho al llegar, aprovechó su despedida para cubrir de joyas a mi abuela: oro, plata, jade, perlas y esmeraldas. Al igual que muchos hombres de su mentalidad, creía que era así como se conquistaba el corazón de una mujer. Sin embargo, para las mujeres como mi abuela las joyas constituían su única forma de seguro.

Poco tiempo después, advirtió que estaba embarazada. En el decimoséptimo día de la tercera luna de la primavera de 1931, dio a luz a una niña: mi madre. Escribió al general Xue para hacérselo saber, y él respondió diciendo que la llamara Bao Qin y que la llevara a Lulong tan pronto como fuera lo bastante fuerte para viajar.

Mi abuela se encontraba feliz con su niña. Ahora, pensó, su vida tenía un objetivo, y descargó todo su amor y su energía sobre mi madre. Transcurrió un año de felicidad. El general Xue escribió numerosas veces pidiéndole que fuera a Lulong, pero ella siempre se las arregló para evitarlo. Por fin, un día del verano de 1932 llegó un telegrama en el que se informaba a mi abuela de que el general Xue se encontraba seriamente enfermo y se le ordenaba llevar a su hija inmediatamente ante su presencia. El tono de la misiva dejaba bien claro que esta vez no debía negarse.

Lulong se encontraba a algo más de trescientos kilómetros de distancia, y para mi abuela el trayecto constituía un esfuerzo considerable, ya que nunca había viajado. Por otra parte, resultaba sumamente difícil viajar con los pies vendados; transportar equipaje era casi imposible, especialmente con un niño pequeño en brazos. Mi abuela decidió llevar con ella a su hermana Yu-lan, de catorce años de edad, a la que llamaba Lan.

El viaje fue toda una aventura. La zona se hallaba una vez más sumida en la agitación. En septiembre de 1931, y tras extender inexorablemente su influencia en la región, Japón había lanzado una invasión de Manchuria en gran escala y las tropas japonesas habían ocupado Yixian el 6 de enero de 1932. Dos meses más tarde, los japoneses proclamaron la fundación de un nuevo estado, al que denominaron Manchukuo («País manchú»). Su territorio cubría la mayor parte del nordeste de China (una extensión similar a la de Francia y Alemania juntas). Los japoneses declararon la independencia de Manchukuo, pero lo cierto es que la zona no dejaba de ser una marioneta de Tokio. En el poder instalaron a Pu Yi quien, de niño, había sido el último emperador de China. Al principio, le nombraron Presidente, pero más tarde, en 1934, fue declarado Emperador de Manchukuo. Todo aquello tenía poca importancia para mi abuela, quien apenas mantenía contacto con el mundo exterior. En general, la población se mostraba fatalista en lo que se refería a sus líderes, dado que nadie podía intervenir en su selección. Para muchos, Pu Yi, en su condición de emperador Manchú e Hijo del Cielo, era el soberano lógico. Veinte años después de la revolución republicana, no había una nación unificada que pudiera reemplazar el mandato del emperador, ni existía en Manchuria un concepto generalizado de ciudadanía de algo llamado «China».

Un cálido día del verano de 1932, mi abuela, su hermana y mi madre tomaron el tren que conectaba Yixian con el Sur y abandonaron Manchuria a través del pueblo de Shanhaiguan, donde la Gran Muralla atraviesa las montañas casi hasta llegar al mar. A medida que el tren avanzaba por las llanuras costeras, podían advertir los cambios en el paisaje: en lugar de las llanuras desnudas y pardoamarillentas de Manchuria, podían distinguir una tierra más oscura y una vegetación más densa, casi lujosa comparada con la del Nordeste. Poco después de atravesar la Gran Muralla, el tren enfiló tierra adentro, y aproximadamente una hora más tarde se detuvo en un pueblo llamado Changli donde se apearon frente a un edificio de tejados verdes parecido a las estaciones de ferrocarril de Siberia.

Mi abuela alquiló una carreta de caballos y se dirigió hacia el Norte a lo largo de una carretera polvorienta y llena de baches en dirección a la mansión del general Xue, situada a unos treinta kilómetros, junto a las murallas de un pequeño pueblo llamado Yanheying, que otrora había sido uno de los principales campamentos militares y, por ello, era visitado frecuentemente por los emperadores manchúes y su corte. Desde entonces, la carretera había adquirido el nombre de Ruta imperial. Se hallaba bordeada de álamos cuyas hojas de color verde pálido destellaban a la luz del sol. Tras ellos, sobre el terreno arenoso, se extendían huertos de melocotoneros. Sin embargo, cubierta de polvo y sacudida por las irregularidades del terreno, mi abuela apenas disfrutaba del paisaje. Sobre todo, le inquietaba no saber qué habría de encontrar al final de su trayecto.

Cuando vio la mansión por primera vez se sintió sobrecogida por su grandeza. La inmensa puerta principal se hallaba custodiada por hombres armados, quienes se mantenían en posición de firmes junto a enormes estatuas de leones reclinados. Había una hilera compuesta por ocho estatuas para atar a los caballos: cuatro de ellas representaban elefantes, y monos las restantes. Ambos animales habían sido elegidos por su afortunado sonido: en chino, las palabras «elefante» y «puesto importante» poseen el mismo sonido (xiang), lo que también ocurre en el caso de «mono» y «aristocracia» (hou).

A medida que la carreta atravesaba la verja exterior para entrar en el patio, lo único que mi abuela pudo ver fue un enorme muro blanco situado frente a ella; a un lado, se abría una segunda puerta. Se trataba de una clásica estructura china, diseñada con un muro de ocultamiento con el objeto de evitar que los extraños pudieran atisbar el interior de la propiedad, a la vez que de impedir que cualquier atacante pudiera disparar o irrumpir directamente a través de la verja principal.

Tan pronto como atravesaron la verja interior, mi abuela vio aparecer junto a ella a un sirviente que, con ademán autoritario, le arrebató la criatura. Otro sirviente la condujo escaleras arriba y la introdujo en la sala de estar de la esposa del general Xue.

Tan pronto como penetró en la estancia, mi abuela se arrodilló en un profundo kowtow y dijo, «Mis saludos, señora», tal y como exigía la etiqueta. A la hermana de mi abuela no se le permitió el acceso a la habitación, sino que por el contrario hubo de esperar fuera, como una sirvienta. No se trataba de un ataque personaclass="underline" sencillamente, los parientes de las concubinas no recibían el trato otorgado a la familia. Una vez que mi abuela hubo realizado un número aceptable de kowtows, la esposa del general le dijo que podía incorporarse, utilizando para ello una fórmula de tratamiento con la que inmediatamente estableció el lugar que ocuparía mi abuela en la jerarquía familiar, esto es, como una simple querida de segundo orden más cercana a los altos sirvientes que a la esposa.

La esposa del general le ordenó sentarse. Mi abuela hubo de tomar una rápida decisión. En los hogares chinos tradicionales, el lugar en que uno se sienta refleja la categoría que posee. La esposa del general Xue se hallaba sentada en el extremo norte de la estancia, tal y como convenía a una dama de su alcurnia. Junto a ella, si bien separada por una mesa auxiliar, había otra silla igualmente enfrentada al sur: el asiento del general. A lo largo de los dos costados de la estancia se extendían sendas hileras de sillas destinadas a visitantes de distintas categorías. Mi abuela retrocedió y se sentó en una de las más próximas a la puerta en señal de humildad. Sin embargo, la esposa del general le rogó que avanzara… un poco. No podía por menos de mostrar cierta generosidad.