Выбрать главу

Hubo dos cosas que captaron inmediatamente mi atención. La primera fue que mi madre tenía buen aspecto, aunque más tarde me reveló que aún estaba convaleciente de su hepatitis. La segunda, que la atmósfera que la rodeaba no era en absoluto hostil. De hecho, algunas personas habían comenzado ya a llamarla Kuanyin, lo que se me antojaba absolutamente increíble dado que, oficialmente, se trataba de una enemiga de clase.

Sus cabellos aparecían cubiertos por una bufanda de color azul oscuro anudada bajo la barbilla. Sus mejillas ya no eran finas y delicadas, sino que se habían vuelto ásperas y rojas por efecto del sol ardiente y los fuertes vientos, y su piel mostraba un aspecto notablemente similar a la de los campesinos de Xichang. Parecía cuando menos diez años mayor de sus treinta y ocho. Cuando acarició mi rostro, el contacto de sus dedos fue como el de la agrietada corteza de un viejo árbol.

Permanecí allí durante diez días, tras los cuales planeaba partir hacia el campamento de mi padre el mismo día de Año Nuevo. Mi amable camionero había prometido recogerme en el mismo lugar en que me dejó. A mi madre se le humedecieron los ojos debido a que, si bien el campamento de mi padre no estaba lejos, ambos tenían prohibido visitarse. Una vez más, me cargué a la espalda la cesta de comida intacta. Mi madre había insistido en que le llevara todo a él. Reservar los más preciados alimentos para otros ha sido siempre en China una forma tradicional de expresar el amor y el interés. Mi madre se mostraba desolada ante mi partida, y repetía una y otra vez cuánto sentía que tuviera que perderme el desayuno tradicional del Año Nuevo chino que habría de servirse en su campo, compuesto por tang-yuan, budines redondos que simbolizaban la unidad familiar. Pero yo no podía arriesgarme por miedo a perder el camión.

Mi madre me acompañó paseando durante media hora hasta llegar a la carretera, y una vez allí ambas nos sentamos entre las altas hierbas a esperar. El terreno aparecía ondulado por las suaves olas de la espesa hierba de cogón, y el sol, ya alto, nos calentaba con sus rayos. Mi madre me abrazó, y todo su cuerpo pareció querer decirme que no deseaba mi partida, que temía no volver a verme nunca. En aquella época ignorábamos si nuestros días de campamento y de comuna llegarían alguna vez a su fin. Se nos había dicho que habríamos de pasar allí toda la vida, y existían cientos de motivos por los que podríamos morir antes de volver a vernos. Contagiada por su amargura, pensé en mi abuela, moribunda antes de que yo lograra regresar de Ningnan.

El sol estaba cada vez más alto, y no se veía ni rastro de mi camión. A medida que se desvanecían los enormes anillos de humo que habían brotado de la chimenea del campamento, mi madre se vio asaltada por el remordimiento de no haberme podido obsequiar con un desayuno de Año Nuevo, e insistió en regresar para traerme una ración.

Aún no había regresado cuando el camión llegó por fin. Dirigí la mirada al campamento y la vi corriendo hacia mí. Su bufanda azul se agitaba entre el océano blanco y dorado de la hierba. En su mano derecha llevaba un enorme cuenco de esmalte coloreado, y la precaución con que parecía correr me reveló que intentaba evitar que se derramaran la sopa y los budines. Aún estaba bastante lejos, y advertí que tardaría unos veinte minutos en alcanzarme. No me sentía capaz de pedirle al conductor que esperara durante tan largo intervalo, dado que ya me estaba haciendo un gran favor con llevarme, por lo que trepé al interior de la parte trasera. Aún podía ver a mi madre en la distancia, corriendo hacia mí, pero ya no parecía llevar el cuenco consigo.

Años después, me dijo que se le había caído al verme subir al camión. No obstante, continuó corriendo hasta alcanzar el lugar en el que habíamos estado sentadas para asegurarse de que había partido, si bien no existía posibilidad alguna de que hubiera sido otra persona la que había visto encaramarse al vehículo: no se veía ni un alma en aquella vasta extensión amarillenta. Durante algunos días, vagó por el campamento como si se hallara en trance, sintiéndose vacía y perdida.

Tras varias horas de traqueteo en la parte trasera del camión, llegué al campamento de mi padre. Se encontraba en las profundidades de la montaña, y anteriormente había sido un campo de trabajos forzados, un gulag. Los prisioneros habían tallado el agreste paraje a golpe de hacha hasta obtener una granja, tras lo cual habían sido nuevamente trasladados para desbrozar otras zonas, dejando aquel área, relativamente cultivada, para los funcionarios deportados, relativamente mejor situados en la cadena china de castigo. Se trataba de un lugar enorme, habitado por miles de antiguos empleados del Gobierno provincial.

Para llegar hasta donde se encontraba la «compañía» de mi padre tuve que caminar durante un par de horas. Al poner el pie sobre un puente suspendido mediante sogas sobre un profundo precipicio, su estructura osciló hasta el punto de que casi me hizo perder el equilibrio. Aun exhausta como estaba, y agobiada por la carga que transportaba sobre mi espalda, no podía dejar de seguir maravillándome ante la impresionante belleza de las montañas. Aunque apenas había comenzado a despertar la primavera, se veían por doquier relucientes flores junto a los miraguanos y los arbustos de papayas. Cuando por fin llegué al alojamiento de mi padre, pude ver una pareja de faisanes de variado colorido contoneándose majestuosamente en un claro abierto entre los perales, ciruelos y almendros recién florecidos. Algunas semanas después, el sendero de barro había de desaparecer, sepultado por una manta blanca y rosada de pétalos caídos.

La primera imagen de mi padre después de más de un año sin verle me resultó devastadora. Le vi trotando en dirección al patio cargado con dos cestos llenos de ladrillos suspendidos de una vara transversal. Su vieja chaqueta azul colgaba desmadejadamente de su cuerpo, y sus perneras remangadas revelaban unas piernas extraordinariamente delgadas en las que destacaba la prominencia de sus tendones. Tenía el rostro arrugado y curtido por el sol, y sus cabellos se habían vuelto casi por completo grises. De repente, me vio. A medida que corría hacia él, depositó su carga sobre el suelo con un torpe movimiento producto de la excitación. Dado que la tradición china apenas permitía el contacto físico entre padres e hijas, sólo pudo revelarme la felicidad que sentía a través de sus ojos, rebosantes de amor y ternura. En ellos pude sorprender igualmente las huellas de la odisea que había soportado. Su energía y su chispa juveniles habían cedido el paso a un aire de confusión y fatiga que aparecía mezclado con cierto asomo de tensa determinación. Así y todo, a sus cuarenta y ocho años, se encontraba aún en la flor de la edad. Con un nudo en la garganta, escruté sus ojos en busca de lo que más temía -algún síntoma de su antigua demencia-, pero su aspecto era normal. Sentí que se me quitaba un enorme peso del corazón.

Por entonces, compartía una habitación con otras siete personas, todas ellas pertenecientes a su departamento. La estancia tan sólo contaba con una única y diminuta ventana, por lo que la puerta solía permanecer abierta durante todo el día para que entrara algo de luz. Sus ocupantes rara vez hablaban entre ellos, y nadie me saludó al entrar. De inmediato advertí que la atmósfera allí era mucho más severa que en el campamento de mi madre. El motivo era que aquel campo se encontraba sometido al control directo del Comité Revolucionario de Sichuan y, por ello, de los Ting. Sobre los muros del patio aún podían verse varias capas superpuestas de carteles con consignas tales como «Abajo Fulano de Tal» o «Eliminemos a Mengano de Cual». Sobre ellos aparecían apoyadas viejas azadas y palas. Como no tardé en descubrir, mi padre continuaba viéndose sometido a frecuentes asambleas de denuncia que habitualmente se celebraban por las tardes, después de un agotador día de trabajo. Dado que uno de los modos de escapar del campo era ser invitado a trabajar de nuevo para el Comité Revolucionario, y dado asimismo que para ello era necesario complacer a los Ting, algunos de los Rebeldes competían entre sí para demostrar su grado de militancia, y mi padre era una de sus víctimas naturales.

No se le permitía entrar en la cocina. En su calidad de «criminal anti-Mao», se le había considerado peligroso hasta el punto de sospechar que pudiera intentar envenenar los alimentos. Poco importaba que los demás lo creyeran realmente o no: lo importante era el insulto que ello conllevaba.

Mi padre procuraba sobrellevar aquella y otras crueldades con estoicismo. Tan sólo en una ocasión había dado rienda suelta a su ira. El día de su llegada al campo, se le había ordenado llevar un brazalete blanco con caracteres negros en los que se leían las palabras «elemento contrarrevolucionario en activo». Apartando violentamente el brazalete, había mascullado apretando los dientes: «Adelante, podéis matarme a palos. ¡Jamás me pondré ésto!» Los Rebeldes cedieron. Advertían que hablaba en serio, y no contaban con autorización superior para matarle.

Allí, en el campo, los Ting tenían ocasión de vengarse de sus enemigos. Entre ellos había un hombre que había tomado parte en la investigación a la que ambos fueran sometidos en 1962. El individuo en cuestión había operado en la clandestinidad hasta 1949, y había sido encarcelado por el Kuomintang y torturado hasta el punto de que su salud había quedado seriamente dañada. Tras su llegada al campo, no tardó en caer gravemente enfermo, pero se le obligó a seguir trabajando y no se le autorizó a gozar de un solo día libre. Dado que se movía con lentitud, tenía que recuperar el tiempo perdido durante las tardes, a pesar de lo cual aparecía mencionado frecuentemente en los carteles, en los que se le tachaba de holgazán. Uno de los que yo vi comenzaba con las siguientes palabras: «¿Has visto, camarada, a este grotesco esqueleto viviente de repugnantes facciones?» El implacable sol de Xichang había abrasado y marchitado su cuerpo, del que pendían largos trozos de piel muerta. Por si fuera poco, aparecía deformado por la falta de alimento: habían tenido que extirparle dos terceras partes del estómago, y tan sólo podía digerir pequeñas cantidades sucesivas de comida. Así, la imposibilidad de realizar las frecuentes colaciones que hubiera precisado le mantenía en un constante estado de inanición. Un día, desesperado, había entrado en la cocina en busca de un poco de zumo de pepinillos. Sorprendido en su intento, fue acusado de intentar envenenar la comida. Consciente de que se hallaba al borde del colapso total, escribió a las autoridades del campo diciéndoles que se estaba muriendo y rogando que se le eximiera de realizar ciertas tareas especialmente duras. Poco después, se desmayó bajo el ardiente sol en un sembrado en el que estaba esparciendo estiércol. Trasladado al hospital del campo, falleció al día siguiente sin poder contar con la presencia de ninguno de sus parientes junto a su lecho de muerte. Su esposa se había suicidado poco antes.