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Los obreros reprochaban a Day el hecho de que su padre hubiera sido oficial del Kuomintang y, por ello, enviado a un campo de trabajo. Se mostraban convencidos de que me esperaba un futuro brillante, y de que debía evitar verme arrastrada a la desgracia por mi asociación con Day.

Lo cierto era que el padre de Day se había convertido en oficial del Kuomintang por pura casualidad. En 1937, él y dos amigos se dirigían a Yan'an para unirse a los comunistas en la lucha contra los japoneses. Ya casi habían llegado cuando toparon con un control de carretera del Kuomintang cuyos oficiales les exhortaron a unirse a ellos. Los dos amigos habían insistido en continuar hasta Yan'an, pero el padre de Day había aceptado la oferta del Kuomintang, pensando que poco importaba a qué Ejército chino se uniera siempre y cuando pudiera combatir contra los japoneses. Al reiniciarse la guerra civil, él y sus dos amigos se encontraron en bandos opuestos, y en 1949 fue enviado a un campo de trabajo y ellos ascendidos a elevadas graduaciones en el Ejército comunista.

Debido a aquel accidente de la historia, Day se veía continuamente atacado en la fábrica: le acusaban de no saber mantenerse en su lugar,de insistir en «molestarme» e incluso de ser un oportunista social. Yo podía advertir cuánto le afectaban aquellas viles murmuraciones por su expresión fatigada y sus amargas sonrisas, pero él nunca me dijo nada. En nuestros poemas apenas habíamos aludido de pasada a nuestros sentimientos, pero él dejó de escribirlos. La confianza con que había dado comienzo nuestra amistad desapareció para dar paso en él a una actitud sumisa y humilde cada vez que nos veíamos en privado. Luego, en público, fingía torpemente que yo no le importaba en un intento de aplacar a quienes habían mostrado su desaprobación hacia él. A menudo, su comportamiento me parecía tan indigno que no podía evitar sentirme irritada y triste al mismo tiempo. Habiéndome educado en una situación privilegiada, no podía darme cuenta de que en China la dignidad representaba un lujo rara vez permitido a aquellos que no disfrutaban de una posición de privilegio. Así pues, no fui consciente entonces del dilema de Day, ni del hecho de que no podía mostrar su amor hacia mí por miedo a destrozar mi futuro. Poco a poco, fuimos apartándonos cada vez más.

Durante los cuatro meses que había durado nuestra relación, ninguno de nosotros había pronunciado la palabra «amor». Yo incluso la había suprimido de mi mente. Uno nunca podía dejarse llevar, debido a que todos teníamos imbuido un factor vitaclass="underline" la consideración de la familia. Las consecuencias de verse ligada a la familia de un «enemigo de clase» como Day eran demasiado graves y, acaso por culpa de aquella autocensura inconsciente, nunca llegué a enamorarme del todo de él.

Durante aquel período mi madre había abandonado la cortisona y estaba recibiendo un tratamiento a base de medicamentos chinos para su escleroderma. Habíamos tenido que recorrer numerosos mercados rurales para hallar los insólitos ingredientes prescritos, entre ellos concha de tortuga, vesícula de serpiente y escamas de oso hormiguero. Los médicos le recomendaron que tan pronto como mejorara el tiempo acudiera a visitar a especialistas de Pekín con relación a sus problemas de útero y su escleroderma. Como compensación parcial de sus sufrimientos, las autoridades le ofrecieron poder llevar consigo un acompañante, y mi madre pidió autorización para llevarme con ella.

Partimos en abril de 1972 y nos alojamos con amigos de la familia, ya que para entonces no había peligro en visitarles. Mi madre visitó a diversos ginecólogos de Pekín y Tianjin, quienes le diagnosticaron un tumor benigno en el útero y recomendaron realizar una histerectomía. Entretanto, dijeron, podía controlar las hemoragias guardando reposo y manteniéndose en un estado de buen humor. Los dermatólogos opinaron que el escleroderma podía ser una variante localizada, y que en tal caso no tenía por qué resultar fatal. Mi madre siguió los consejos de los doctores y se sometió a la histerectomía al año siguiente. En cuanto al escleroderma, permaneció localizado.

Visitamos a numerosos amigos de mis padres. Todos estaban siendo rehabilitados, y algunos acababan de salir de la cárcel. El mao-tai y otros licores corrían libremente, al igual que las lágrimas. Pocas eran las familias que no habían visto morir a alguno de sus miembros como consecuencia de la Revolución Cultural. La madre de un viejo amigo -una mujer de ochenta años de edad- había muerto al caer de un rellano en el que se había visto obligada a dormir al ser expulsada su familia del apartamento que ocupaban. Otro de sus amigos realizó esfuerzos visibles por contener las lágrimas cuando me vio. Aparentemente, le recordaba a su hija, quien por entonces habría tenido aproximadamente mi misma edad. Había sido enviada con su escuela a un lugar perdido de la frontera con Siberia, y allí había quedado embarazada. Atemorizada, había consultado con una partera local, y ésta le había atado almizcle en torno a la cintura y le había recomendado saltar desde lo alto de un muro para deshacerse de la criatura. Como consecuencia, la muchacha había muerto de una violenta hemorragia. No había hogar en el que no se relataran historias trágicas. Sin embargo, también se hablaba de mantener la esperanza y de confiar en la llegada de un futuro más feliz.

Un día fuimos a ver a Tung, un antiguo amigo de mis padres que acababa de ser excarcelado. Había sido jefe de mi madre durante su marcha desde Manchuria a Sichuan, y posteriormente se había convertido en jefe de departamento en el Ministerio de Seguridad Pública. Al comenzar la Revolución Cultural fue acusado de ser un espía ruso y de haber supervisado la instalación de magnetófonos en las dependencias de Mao, cosa que aparentemente había hecho, si bien obedeciendo órdenes. Se suponía que las palabras de Mao eran tan preciosas que todas ellas debían ser conservadas, pero Mao hablaba en un dialecto difícil de entender para sus secretarios quienes, además, solían verse expulsados a menudo de la habitación. A comienzos de 1967, Tung fue arrestado y enviado a Qincheng, una prisión especial destinada a altas jerarquías. Pasó cinco años encadenado en una celda de aislamiento de la que salió con las piernas delgadas como cerillas y una enorme hinchazón de cintura para arriba. Su mujer se había visto obligada a denunciarle, y había cambiado el apellido de los niños por el suyo propio para demostrar que su familia le había repudiado para siempre. La mayor parte de sus pertenencias domésticas -ropa incluida- habían sido confiscadas durante los asaltos domiciliarios. Por fin, y como resultado de la caída de Lin Biao, el jefe de Tung, enemigo de aquél, había sido devuelto al poder y Tung había sido liberado. Su esposa, recluida en uno de los campos próximos a la frontera septentrional, había recibido la orden de regresar para reunirse con él.

El día de su puesta en libertad le había llevado ropa nueva. Las primeras palabras que su esposo le dirigió al verla fueron: «No deberías haberme traído tan sólo bienes materiales. Deberías haberme traído alimento espiritual [refiriéndose a las obras de Mao].» Tung no había leído otra cosa durante sus cinco años de confinamiento. En aquella época, yo vivía con su familia y pude observar que no había día en que no les obligara a estudiar los artículos de Mao con una solemnidad que inevitablemente se me antojó más trágica que ridicula.

Pocos meses después de nuestra visita, Tung fue enviado a supervisar una operación que había de llevarse a cabo en uno de los puertos del sur del país. Su prolongado aislamiento había hecho de él una persona incapaz de ocuparse de tareas fatigosas, y no tardó en sufrir un ataque al corazón. El Gobierno envió un avión especial para trasladarle a un hospital de Guangzhou. A su llegada, sin embargo, el ascensor no funcionaba, y él insistió en subir a pie los cuatro pisos debido a que consideraba que dejarse transportar hubiera sido contrario a la moral comunista. Murió en la mesa de operaciones. Sus familiares no se encontraban a su lado, ya que les había hecho llegar la indicación de que no debían interrumpir sus respectivos trabajos.

Cuando vivíamos con Tung y su familia, a finales de mayo de 1972, mi madre y yo recibimos un telegrama en el que se anunciaba que mi padre había sido autorizado a abandonar el campo. Tras la caída de Lin Biao, los médicos habían por fin emitido un diagnóstico de su estado de salud en el que afirmaban que sufría una peligrosa hipertensión, graves complicaciones de hígado y corazón y arteriosclerosis. En consecuencia, recomendaban que se sometiera a una revisión completa en Pekín.

Mi padre tomó un tren hasta Chengdu y desde allí voló a Pekín. Dado que el aeropuerto sólo contaba con medios de transporte público para los pasajeros, mi madre y yo nos vimos obligadas a esperarle en la terminal de la ciudad. Estaba delgado, y su piel aparecía casi ennegrecida por el sol. Era la primera vez en tres años y medio que salía de las montañas de Miyi. Durante los primeros días, parecía perdido en la gran ciudad, y solía referirse al acto de cruzar la calle como «atravesar el río» y a tomar un autobús como «abordar una embarcación». Caminaba con aire vacilante por las calles atestadas, y parecía un tanto desconcertado por el tráfico. Así pues, asumí el papel de guía. Nos alojamos con un antiguo amigo suyo de Yibin que también había sufrido espantosamente con la Revolución Cultural.