Una crítica que Ming solía realizar con voz temblorosa (evidentemente, se trataba de una cuestión que le afectaba en lo más profundo) era que «las masas han informado de que te muestras altiva. Te aislas de ellas». En China, resultaba corriente que la gente afirmara que te mostrabas despreciativo si no lograbas ocultar el deseo de gozar de algunos ratos de soledad.
Por encima de los funcionarios estudiantiles estaban los supervisores políticos, quienes tampoco sabían apenas inglés. No me apreciaban en absoluto, y yo tampoco a ellos. Por entonces, estaba regularmente obligada a informar de mis pensamientos al encargado de mi curso, y antes de cada sesión solía deambular por el campus durante horas intentando reunir el valor suficiente para llamar a su puerta. Aunque no era mala persona -o al menos, eso creo- yo le temía. Sobre todo, sin embargo, temía la inevitable, tediosa y ambigua diatriba de rigor. Al igual que a muchos otros, le encantaba jugar al ratón y al gato para gozar de su sensación de poder. En tales ocasiones, yo tenía que mostrarme humilde y voluntariosa, y prometerle cosas que no sentía y que no tenía la menor intención de cumplir.
Comencé a experimentar nostalgia de los años que había pasado en el campo y en la fábrica, ya que entonces me habían dejado relativa-mente en paz. Las universidades estaban controladas mucho más estrechamente, dado que poseían un interés particular para la señora Mao. En aquella época, me encontraba entre personas que se habían beneficiado de la Revolución Cultural ya que, de no haberse producido ésta, muchas de ellas jamás hubieran llegado allí.
En cierta ocasión, algunos de los estudiantes de mi curso recibieron el encargo de compilar un diccionario de abreviaturas inglesas. El departamento había decidido que el que entonces existía era reaccionario debido a que, lógicamente, contenía un número mucho mayor de abreviaturas capitalistas que de abreviaturas aprobadas oficialmente. «¿Por qué tiene Roosevelt que tener su abreviatura -FDR- y no el presidente Mao?», preguntaban algunos estudiantes con indignación. Con gran solemnidad, intentaban concebir entradas adecuadas hasta que, por fin, se veían obligados a renunciar a su «misión histórica» debido a que, sencillamente, no existían suficientes términos aceptables.
Yo encontraba aquel entorno insoportable. Podía comprender la ignorancia, pero me negaba a aceptar su glorificación, y mucho menos su autoridad.
A menudo teníamos que abandonar la universidad para realizar actividades completamente irrelevantes para nuestros estudios. Mao decía que «debíamos aprender cosas en las fábricas, en el campo y en las unidades militares». Como de costumbre, en ningún momento se especificaba qué debíamos aprender exactamente. Comenzamos por «aprender en el campo». Una semana de octubre de 1973, durante mi primer curso, la universidad entera fue enviada a un lugar situado en las afueras de Chengdu y conocido con el nombre de Manantial del Monte del Dragón, el cual se había visto recientemente castigado por la visita de uno de los viceprimeros ministros del país, Chen Yonggui, quien anteriormente había sido el líder de una brigada agrícola llamada Dazhai. Emplazada en la montañosa provincia septentrional de Shanxi, Dazhai se había convertido en el modelo agrícola de Mao, debido -ni que decir tiene- a que había prestado tradicionalmente más atención al entusiasmo revolucionario que a las consideraciones materiales. Mao no sabía -o no le importaba- que muchos de los resultados que afirmaba haber obtenido la brigada de Dazhai fueran simples exageraciones. Durante su visita al Manantial del Monte del Dragón, el viceprimer ministro Chen había exclamado, «¡Ah, aquí tenéis montañas! ¡Imaginaos cuántos campos podríais crear!», como si las fértiles colinas cubiertas de huertos pudieran compararse con las áridas montañas de su pueblo natal. Sus observaciones, sin embargo, llevaban consigo el peso de la ley. Las masas de estudiantes universitarios dinamitaron los huertos que hasta entonces habían suministrado a Chengdu manzanas, ciruelas, melocotones y flores. A continuación, nos dedicamos a transportar piedras durante largos trayectos a base de carros y varas con objeto de proceder a la construcción de terrazas para el cultivo de arroz.
Como en toda actividad solicitada por Mao, resultaba obligatorio mostrar un enorme entusiasmo en aquella tarea. Muchos de mis compañeros trabajaron de un modo que llamaba poderosamente la atención, pero en mi caso se consideró que no demostraba el celo suficiente, en parte porque me resultaba difícil ocultar la aversión que me producía aquella actividad y en parte porque no era una persona que sudara con facilidad, independientemente de la cantidad de energía que consumiera. Aquellos estudiantes cuyo cuerpo sudaba a chorros resultaban invariablemente más ensalzados en las reuniones de planificación que se celebraban todas las tardes.
Mis colegas universitarios mostraban sin duda más apasionamiento que eficacia. Los cartuchos de dinamita que introducían en el suelo solían fallar, lo que no dejaba de ser de agradecer dado que no existían medidas de seguridad, y los muros de piedra que construíamos para rodear los bordes de las terrazas no tardaban en desplomarse. Cuando partimos, dos semanas más tarde, la ladera de la montaña era un desierto de cráteres, montones de piedras y masas informes de cemento. Pocos, sin embargo, parecían preocupados por ello. Todo el episodio no había sido más que una pantomima, una parodia… un fin absurdo alcanzado por medios no menos absurdos.
Yo detestaba aquellas expediciones, al igual que detestaba que nuestro trabajo y nuestra propia existencia tuvieran que verse utilizados para llevar a cabo aquel ridículo juego político. A finales de 1974, fui enviada a una unidad militar, nuevamente en compañía de toda la universidad.
El campamento, situado a unas dos horas de camión desde Chengdu, se encontraba emplazado en un paraje bellísimo rodeado de campos de arroz, melocotoneros y bosquecillos de bambú. Los diecisiete días que permanecimos en él, sin embargo, se me antojaron como un año. Me sentía permanentemente asfixiada por las largas carreras matutinas, magullada por las caídas y desplazamientos a cuatro patas bajo el fuego imaginario de los carros de combate «enemigos» y exhausta por las horas que pasábamos apuntando nuestros rifles o arrojando granadas de mano simuladas con trozos de madera. Se esperaba de mí que demostrara mi apasionamiento y mi competencia en una serie de actividades para las que resultaba completamente inútil. Se consideraba imperdonable que tan sólo destacara en mi asignatura: la lengua inglesa. Aquellas acciones militares constituían tareas políticas, y tenía que demostrar mi valía en ellas. Irónicamente, cualidades militares tales como la buena puntería hacían que los soldados que las poseían fueran condenados por el propio Ejército como «blancos y expertos».
Yo formaba parte de un puñado de estudiantes que arrojábamos las granadas de madera a una distancia tan peligrosamente corta que se nos apartó de la gran ocasión en que habríamos de practicar con las auténticas. Nos sentamos en la cima de una colina, formando un grupo patético. Mientras oíamos las explosiones distantes, una de mis compañeras estalló en sollozos, y también yo experimenté una profunda aprensión ante la idea de haber dado pruebas de mi «blancura».
Nuestra segunda disciplina consistía en ejercicios de puntería. A medida que nos dirigíamos al campo de tiro, pensaba para mí misma: «No puedo permitirme el lujo de fallar en esto. Tengo que pasar la prueba sea como sea.» Cuando pronunciaron mi nombre, me tendí en el suelo e intenté situar el blanco en el punto de mira, pero lo único que vi fue la negrura más absoluta. Ni blanco, ni campo, ni nada. Temblaba tanto que sentía todo mi cuerpo desprovisto de energía. La orden de fuego llegó hasta mí débilmente, como si acudiera flotando a través de las nubes desde una gran distancia. Apreté el gatillo, pero no distinguí sonido alguno, ni pude ver nada. A la hora de comprobar los resultados, los instructores se quedaron estupefactos: ninguna de mis balas había alcanzado el tablero y, claro está| mucho menos el blanco.
No podía creerlo. Gozaba de una vista perfecta. Le dije al instructor que el cañón debía de estar torcido, y él pareció creerme: mis resultados habían sido tan espectacularmente malos que difícilmente podía ser culpa mía. Me dieron otro fusil, lo que provocó las protestas de algunos compañeros que habían solicitado, sin éxito, que se les concediera una segunda oportunidad. Mi segundo intento fue algo mejor: dos de las diez balas alcanzaron los anillos exteriores. Aun así, mi nombre continuaba en último lugar entre todos los miembros de la universidad. Al ver los resultados, expuestos sobre la pared como si se tratara de un cartel mural, supe que mi «blancura» había recibido una nueva dosis de lejía. A mis oídos llegaron algunos comentarios sarcásticos de un funcionario estudianticlass="underline" «¡Bah! ¡Un segundo intento! ¡Como si eso fuera a servirle de algo! ¡Si no tiene sentimientos de clase ni odio de clase, igual daría que le concedieran cien!»