Выбрать главу

Desconsolada, me refugié en mis propias reflexiones sin apenas prestar atención a los soldados encargados de nuestra instrucción, en su mayoría campesinos de unos veinte años de edad. Tan sólo un incidente me recordó su presencia: una tarde, cuando algunas de las muchachas acudieron a recoger su ropa de la cuerda en la que la habían tendido a secar, advirtieron que sus bragas mostraban inconfundibles manchas de semen.

De regreso en la universidad, busqué refugio en los hogares de aquellos profesores y catedráticos que habían obtenido sus puestos antes de la Revolución Cultural, tan sólo por sus méritos académicos. Varios de ellos habían estado en Gran Bretaña y en los Estados Unidos antes de la llegada al poder de los comunistas, y en su presencia me relajaba y sentía que hablábamos el mismo idioma. Aun así, seguía comportándome con la cautela habitual entre los intelectuales después de tantos años de represión. Solíamos evitar los tópicos más peligrosos. Aquellos que habían estado en Occidente rara vez hablaban de su estancia allí. Yo, aunque me moría de ganas de preguntarles, lograba controlarme para no ponerles en una situación difícil.

Debido en parte a ese mismo motivo, nunca hablaba con mis padres acerca de mis pensamientos. ¿Cómo me habrían respondido de haberlo hecho? ¿Con peligrosas verdades o con prudentes mentiras? Por otra parte, no quería que se sintieran inquietos a causa de mis ideas heréticas. Quería mantenerles deliberadamente en la sombra, de tal modo que si algo me ocurría pudieran decir sin faltar a la verdad que lo ignoraban todo.

A los únicos a quienes comunicaba mis pensamientos era a los amigos de mi propia generación. De hecho, apenas teníamos otra cosa que hacer aparte de charlar, especialmente con los chicos. «Salir» con alguien -esto es, ser vista a solas y en público con un hombre- equivalía a un compromiso matrimonial y, en cualquier caso, prácticamente no existía aún forma de esparcimiento alguna. Los cines tan sólo proyectaban un puñado de películas aprobadas por la señora Mao. De vez en cuando estrenaban alguna cinta extranjera -acaso procedente de Albania- pero la mayor parte de las entradas iban a parar a los bolsillos de las personas mejor relacionadas. Frente a las taquillas se congregaban feroces multitudes de personas dispuestas a todo con tal de obtener las pocas que quedaban, y los revendedores hacían su agosto.

Así pues, nos limitábamos a quedarnos en casa charlando. Solíamos sentarnos con gran formalidad, como si estuviéramos en la Inglaterra victoriana. En aquellos días resultaba desacostumbrado que las mujeres trabaran amistad con los hombres, y una amiga me dijo en cierta ocasión: «Nunca he conocido a una chica que tuviera tantos amigos. Por lo general, las muchachas tienen amigas.» Tenía razón. Conocía a numerosas compañeras que se habían casado con el primero que se les había puesto por delante. Sin embargo, las únicas muestras de interés que obtuve de mis amigos fueron algún que otro poema sentimental y unas cuantas cartas tímidas, si bien una de estas últimas escrita con sangre y firmada por el portero del equipo de fútbol de la facultad.

Mis compañeros y yo hablábamos a menudo de Occidente. Para entonces había llegado ya a la conclusión de que se trataba de un lugar magnífico. Paradójicamente, los primeros que me metieron tal idea en la cabeza fueron el propio Mao y su régimen. Durante años, había visto condenadas como perversiones occidentales todas aquellas cosas a las que me sentía naturalmente inclinada: los vestidos bonitos, las flores, los libros, las aficiones, la educación, la dulzura, la espontaneidad, la clemencia, la amabilidad, la libertad, la aversión a la crueldad y a la violencia, el amor en lugar del «odio de clases», el respeto a la vida humana, el deseo de soledad y la competencia profesional. Como algunas veces pensaba para mis adentros: ¿cómo puede alguien no anhelar la vida en Occidente?

Sentía una enorme curiosidad acerca de posibles alternativas a la clase de vida que había llevado hasta entonces, y mis compañeros y yo intercambiábamos rumores y retazos de información que extraíamos de las publicaciones oficiales. No me impresionaban tanto el desarrollo tecnológico de Occidente y su elevado nivel de vida como la inexistencia de cazas de brujas, la ausencia de sentimientos suspicaces, la dignidad de sus individuos y el increíble grado de libertad. Para mí, la prueba definitiva de la libertad que reinaba en Occidente residía en la gran cantidad de gente que, desde allí, atacaba su sociedad y alababa nuestro país. Apenas había día en que la primera página de Referencia -el periódico que transmitía los artículos de prensa extranjeros- no incluyera algún elogio de Mao y la Revolución Cultural. Al principio, aquellas crónicas me indignaron, pero pronto me hicieron ver el grado de tolerancia que otras estructuras sociales podían mostrar, y me di cuenta de que ése era el tipo de sociedad en que yo deseaba vivir: una sociedad en la que se permitiera a las personas sostener puntos de vista opuestos o incluso disparatados. Comencé a advertir que el progreso de Occidente se debía precisamente a la tolerancia de que gozaban aquellos que se oponían o protestaban.

Aun así, no podía por menos de sentirme irritada por ciertas observaciones. En cierta ocasión leí un artículo escrito por un occidental que había viajado a China para visitar a algunos de sus viejos amigos profesores de universidad. Describía el regocijo con que éstos le habían revelado la alegría que les había producido verse denunciados y enviados al fin del mundo, así como cuánto se alegraban de haber sido reformados. La conclusión del autor era que Mao había logrado verdaderamente convertir a los chinos en un «pueblo nuevo» capaz de contemplar con júbilo lo que para los occidentales representaba una calamidad. Me sentí asqueada. ¿Acaso ignoraba que la represión era tanto peor cuando no se producían protestas? ¿Acaso no sabía que era cien veces más dura cuando las víctimas respondían a ella con un rostro sonriente? ¿Cómo era posible que no advirtiera el patético estado al que habían sido reducidos aquellos profesores, el horror que habían debido de atravesar para degradarse hasta tal punto? Yo misma no me daba cuenta de que la pantomima que estábamos representando los chinos constituía algo insólito para los occidentales, no siempre capaces de interpretarla.

Tampoco era consciente de que en Occidente no resultaba fácil obtener información acerca de China, que ésta era malinterpretada en su mayor parte y que personas que no contaban con experiencia alguna del régimen chino aceptaban su propaganda y su retórica al pie de la letra. En consecuencia, llegué a la conclusión de que aquellos elogios debían de ser fraudulentos. Mis amigos y yo solíamos bromear comentando que aquellos articulistas se habían vendido a la «hospitalidad» de nuestro país. Cuando tras la visita de Nixon se permitió que los extranjeros visitaran ciertos lugares restringidos de China, las autoridades se apresuraron a acordonar todas aquellas zonas a las que acudían, incluso dentro de otras zonas previamente aisladas. Los mejores medios de transporte, las mejores tiendas, restaurantes y casas de huéspedes, incluso los mejores paisajes les eran reservados mediante carteles en los que se leía «Sólo para visitantes extranjeros». El mao-tai, el licor más cotizado del país, se hallaba completamente fuera del alcance del chino corriente, pero perfectamente disponible para cualquier turista. La mejor comida se reservaba para los visitantes. Los periódicos anunciaban orgullosamente que Henry Kissinger había atribuido la expansión de su cintura a los numerosos banquetes de doce platos que había disfrutado durante sus visitas a China. Aquello había tenido lugar en una época en la que en Sichuan -el Granero del Cielo- apenas contábamos con una ración mensual de carne de un cuarto de kilo al mes, y en la que las calles de Chengdu aparecían repletas de campesinos sin vivienda que habían llegado hasta allí huyendo del hambre que imperaba en el Norte y obligados a vivir como mendigos. Entre la población se extendía un profundo resentimiento por el modo en que los extranjeros eran tratados a cuerpo de rey. Mis compañeros y yo comenzamos a preguntarnos: «¿Por qué atacamos al Kuomintang por instalar avisos que decían “Prohibido el acceso a chinos y a perros”…? ¿Acaso no estamos haciendo nosotros lo mismo?»

La información se convirtió en una obsesión. Mi habilidad para leer inglés suponía en este sentido una enorme ventaja dado que la mayor parte de los libros que había perdido la biblioteca en los saqueos a que había sido sometida durante la Revolución Cultural habían sido obras chinas. Su considerable colección de volúmenes en lengua inglesa había sido puesta patas arriba, pero se conservaba en gran parte intacta.

Los bibliotecarios se mostraban encantados de que alguien leyera aquellos libros -y más aún tratándose de estudiantes- por lo que se mostraron considerablemente cooperadores. El sistema de indización se hallaba sumido en el caos más completo, y a menudo tenían que bucear en grandes pilas de volúmenes hasta encontrar los que yo buscaba. Gracias a los esfuerzos de aquellos amables jóvenes logré hacerme con varios clásicos ingleses. La primera novela que leí en inglés fue Mujercitas, de Louisa May Alcott. Novelistas como ella, Jane Austen y las hermanas Brontë me resultaban mucho más fáciles de leer que otros autores tales como Dickens, y me sentía asimismo más cercana a su modo de ser. Leí una breve historia de la literatura europea y norteamericana y me sentí profundamente impresionada por la tradición democrática de Grecia, el humanismo renacentista y el ansia de sabiduría de la Ilustración. Cuando leí los Viajes de Gulliver y llegué al pasaje acerca del emperador que «publicó un edicto por el que bajo severas penas ordenaba a todos sus subditos que rompieran los huevos por el extremo más pequeño», me pregunté si Swift habría estado alguna vez en China. No existen palabras que puedan describir el gozo que experimentaba al notar cómo mi mente se abría y expandía.