Los miembros masculinos del alumnado -y, sobre todo, los funcionarios estudiantiles- eran responsables de nuestra protección. Cada vez que un marinero negro se dirigía a una de nosotras, nuestros compañeros intercambiaban fugaces miradas y corrían al rescate, desviando el tema de conversación y situándose entre nosotras y nuestros interlocutores. Es posible que sus precauciones pasaran desapercibidas para los marineros negros, especialmente si se tiene en cuenta que rápidamente comenzaban a hablar de «la amistad entre China y los pueblos de Asia, África y Latinoamérica». «China es un país en vías de desarrollo -declamaban, siguiendo el libro de texto al pie de la letra-, que siempre se mantendrá del lado de las masas oprimidas y explotadas del mundo en su lucha contra los imperialistas norteamericanos y los revisionistas soviéticos.» Ante aquello, los negros solían mostrarse a la vez desconcertados y conmovidos, y a veces abrazaban a los estudiantes de sexo masculino, quienes correspondían con gestos de camaradería.
Siguiendo la «gloriosa teoría» de Mao, el régimen solía insistir en que China formaba parte del grupo de países en vías de desarrollo. Sin embargo, el líder intentaba presentarlo como si ello no equivaliera al reconocimiento de un hecho sino que se tratara de una actitud magnánima por la que China se permitía descender a dicho nivel. Su modo de decirlo no dejaba lugar a dudas con respecto a la noción de que habíamos ingresado en las filas del Tercer Mundo para guiarlo y protegerlo, lo que nos proporcionaba una presencia tanto más grandiosa frente al mundo.
Aquella actitud arrogante me irritaba profundamente. ¿Por qué motivo habíamos de considerarnos superiores? ¿Por nuestra tasa de población? ¿Por nuestro tamaño? En Zhanjiang pude comprobar que los marinos del Tercer Mundo -equipados con elegantes relojes, cámaras y bebidas que jamás habíamos visto antes- se encontraban en una posición infinitamente mejor e incomparablemente más libre de la que, con la excepción de unos pocos, disfrutaban los chinos.
Los extranjeros me inspiraban una tremenda curiosidad, y me sentía impaciente por descubrir cómo eran realmente. ¿Qué diferencias tenían con los chinos, y qué similitudes? Sin embargo, me veía obligada a disimular mi interés ya que, aparte de ser una actitud peligrosa, podía contemplarse como una pérdida de prestigio. Bajo el dominio de Mao, al igual que durante los días del Imperio Medio, los chinos daban gran importancia a mantener su dignidad frente a los extranjeros, lo que equivalía a mostrar una actitud distante e inescrutable. Una forma corriente de lograrlo consistía en no mostrar interés alguno por el mundo exterior, por lo que muchos de mis compañeros jamás formulaban preguntas a nuestros visitantes.
Acaso debido en parte a mi irreprimible curiosidad y en parte a mi nivel de inglés -más avanzado que el del resto- todos los marineros parecían especialmente interesados en hablar conmigo, incluso a pesar del hecho de que yo procuraba hablar lo menos posible con objeto de proporcionar a mis compañeros mayores ocasiones para practicar el idioma. Algunos de nuestros visitantes se negaban incluso a hablar con los demás estudiantes. Me convertí asimismo en la preferida del director del Club de Marinos, un tipo enorme y fornido llamado Long. Ello despertó la ira de Ming y de algunos de los supervisores. Para entonces, nuestras asambleas políticas incluían un examen del modo en que cada uno observaba la disciplina en los contactos con extranjeros. Se dijo que yo había violado dicha disciplina debido a que parecía «demasiado interesada», «sonreía demasiado» y «abría demasiado» la boca al hacerlo. Fui asimismo criticada por gesticular con las manos al hablar: se suponía que las estudiantes debíamos mantener las manos bajo la mesa y permanecer inmóviles.
En gran número de sectores de la sociedad china aún se esperaba que las mujeres mantuvieran una actitud recatada, que bajaran la mirada si algún hombre las contemplaba y que restringieran sus sonrisas a una leve curva de los labios que no llegara a descubrir sus dientes. Jamás debíamos gesticular al hablar. Cualquiera que contraviniera aquellas normas de comportamiento era acusada de coqueta y, bajo el régimen de Mao, coquetear con los extranjeros constituía un crimen incalificable.
Aquellas insinuaciones me enfurecían. Eran mis propios padres comunistas quienes me habían proporcionado una educación liberal. Precisamente, siempre habían contemplado las restricciones a que se hallaban sometidas las mujeres como la clase de costumbres a las que la revolución comunista debía poner fin. Ahora, sin embargo, la opresión de las mujeres avanzaba de la mano de la represión política al servicio del resentimiento y de los celos más mezquinos.
Un día, llegó un buque paquistaní. El agregado militar de Pakistán se trasladó desde Pekín, y Long nos ordenó que limpiáramos el club de arriba abajo y organizó un banquete para el que solicitó mis servicios como intérprete, lo que despertó las envidias de muchos otros estudiantes. Pocos días después, los paquistaníes ofrecieron en su barco una cena de despedida a la que yo fui invitada. El agregado militar conocía Sichuan, y habían preparado un plato especial sichuanés en mi honor. Tanto Long como yo nos mostramos encantados ante la invitación.
Sin embargo, ni los ruegos personales del propio capitán ni las amenazas de Long de no admitir más estudiantes en el futuro hicieron cambiar de opinión a mis profesores, quienes dijeron que no se permitiría a nadie subir a bordo de un navio extranjero. «¿Quién asumiría la responsabilidad si alguien se marcha en el buque?», decían. Se me ordenó que adujera que aquella tarde iba a estar ocupada. Por lo que yo sabía entonces, se me estaba obligando a rechazar la única ocasión que jamás tendría de realizar un recorrido por el mar, disfrutar de una comida extranjera, tener una conversación en inglés como es debido y obtener cierta experiencia del mundo exterior.
Aun así, no logré con ello acallar los rumores. «¿Por qué gusta tanto a los extranjeros?», preguntó Ming mordazmente, como si hubiera algo sospechoso en ello. Al concluir el viaje posteriormente, el informe que redactaron acerca de mí calificaba mi conducta de «políticamente dudosa».
En aquel puerto encantador, con su clima soleado, su brisa marina y sus cocoteros, vi todos los momentos que deberían haber sido motivo de júbilo convertidos para mí en experiencias miserables. Contaba en el grupo con un buen amigo que siempre intentaba animarme contemplando mi amargura desde un punto de vista distinto. Evidentemente, decía, lo que me veía obligada a sufrir no eran sino contratiempos de menor importancia si se comparaban con lo que habían padecido las víctimas de la envidia durante los años previos a la Revolución Cultural. Sin embargo, cada vez que pensaba que aquello era lo mejor que jamás podría esperar de la vida me deprimía aún más.
El joven en cuestión era hijo de un colega de mi padre. El resto de los estudiantes procedentes de la ciudad también se mostraban amigables conmigo. No resultaba difícil distinguirlos de los jóvenes procedentes del campesinado, especialmente abundantes entre los funcionarios estudiantiles. Los estudiantes de ciudad se mostraban mucho más firmes y seguros de sí mismos al enfrentarse al ambiente nuevo de un puerto marítimo y, en consecuencia, no se sentían tan ansiosos por mostrar agresividad hacia mí. Zhanjiang constituía un severo cambio cultural para los antiguos campesinos, cuyos sentimientos de inferioridad alimentaban el origen de su permanente obsesión por hacer la vida imposible a los demás.
Tras una estancia de tres semanas, me despedí de Zhanjiang con una mezcla de alivio y pesadumbre. Durante el viaje de regreso a Chengdu, algunos amigos y yo fuimos a visitar la legendaria Guilin, un lugar en el que las montañas y los ríos parecían extraídos de las pinturas clásicas chinas. Allí había turistas extranjeros, y un día vimos a una pareja acompañada de un niño que el hombre sostenía en sus brazos. Nos sonreímos e intercambiamos un saludo de «Buenos días». Tan pronto como desaparecieron de nuestra vista, un policía de paisano nos detuvo para interrogarnos.
Regresé a Chengdu en el mes de diciembre. La ciudad hervía de indignación contra la señora Mao y tres hombres de Shanghai, Zhang Chunqiao, Yao Wenyuan y Wang Hongwen, quienes habían unido sus fuerzas para defender el baluarte de la Revolución Cultural. Habían alcanzado una relación tan próxima que ya en julio de 1974 Mao les había prevenido de que no formaran una Banda de Cuatro, si bien la población aún ignoraba esto último. Para entonces, el líder -que a la sazón contaba ochenta y un años- les apoyaba por completo, cansado ya de las pragmáticas perspectivas de Zhou Enlai y de Deng Xiaoping, quien se había ocupado de la gestión cotidiana del Gobierno desde enero de 1975, época en la que el primero había ingresado en el hospital aquejado de un cáncer. Las interminables y absurdas minicampañas de la Banda habían llevado a la población al límite de su paciencia, y en círculos privados comenzaban a circular rumores como única fuente de la que disponían los ciudadanos para descargar su profunda frustración.
Las especulaciones más intensas se desarrollaban en torno a la señora Mao. Dado que aparecía frecuentemente en compañía de un actor de ópera, un jugador de ping-pong y un bailarín de ballet ascendidos personalmente por ella a los máximos cargos de sus respectivas profesiones, y dado igualmente que todos ellos eran jóvenes y apuestos, la gente comenzó a decir que había hecho de ellos concubinos masculinos, cosa que anteriormente se le había oído recomendar en público que debían hacer las mujeres. Sin embargo, todo el mundo sabía que ello no se hallaba destinado a la población en general. De hecho, hasta la Revolución Cultural de la señora Mao los chinos nunca se habían visto sometidos a una represión sexual tan extrema. Como consecuencia del control que durante diez años ejerció sobre las artes y los medios de comunicación, toda referencia al amor se vio eliminada de los mismos con objeto de evitar que pudieran llegar a los ojos y oídos de la población. Cuando una compañía vietnamita de canto y danza acudió a visitar China, un presentador anunció a los pocos afortunados que pudieron acudir a ver su actuación que una de las canciones que oirían, en la que se mencionaba el amor, se refería «al afectuoso compañerismo entre dos camaradas». En las escasas películas europeas autorizadas -casi todas ellas procedentes de Albania y Rumania- se censuraron todas las escenas en las que aparecían hombres y mujeres en estrecha proximidad (y no digamos si se besaban).