Al llegar el Kuomintang, había emitido un nuevo papel moneda conocido con el nombre de dinero Ley. Sin embargo, sus autoridades se mostraron incapaces de controlar la inflación: Al doctor Xia siempre le había preocupado qué sería de mi abuela y de mi madre cuando él muriera (y ya casi tenía ochenta años). Había estado invirtiendo sus ahorros en el nuevo dinero porque confiaba en el Gobierno. Transcurrido un tiempo, el dinero Ley se vio sustituido por otra moneda, el Guanjin, que pronto adquirió tan poco valor que cuando mi madre quiso pagar las tasas de la facultad, hubo de alquilar un rickshaw para transportar el enorme montón de billetes necesarios (para salvar la cara, Chiang Kai-s-hek se había negado a imprimir ningún billete superior a diez mil yuanes). Todos los ahorros del doctor Xia desaparecieron.
La situación económica fue deteriorándose gradualmente durante el invierno de 1947-1948. Se multiplicaban las protestas en contra de la escasez de alimentos y el aumento de los precios. Jinzhou constituía la fuente principal de suministro de los grandes ejércitos que el Kuomintang mantenía en el Norte, y a mediados de diciembre de 1947 una muchedumbre de veinte mil personas tomó por asalto dos grandes almacenes de grano bien abastecidos.
Sin embargo, había un negocio que sí prosperaba: el tráfico de muchachas jóvenes destinadas a los burdeles o vendidas como esclavas a los ricos. La ciudad aparecía alfombrada de mendigos que ofrecían a sus hijos a cambio de comida. Durante varios días mi madre vio frente a su facultad a una mujer demacrada, harapienta y de aspecto desesperado que permanecía tendida sobre el suelo congelado. Junto a ella aguardaba una chiquilla de unos diez años de edad cuyos rasgos aparecían entumecidos por la miseria. Del cuello de su túnica surgía un palo sobre el que la madre había clavado un cartel escrito torpemente: «Se vende hija por diez kilos de arroz.»
Entre aquellos que no lograban llegar a fin de mes se encontraban los profesores. Llevaban tiempo solicitando un aumento de sueldo, a lo que el Gobierno había respondido incrementando el coste de la educación. Tal medida apenas había surtido efecto, ya que las familias no podían permitirse la subida. Un profesor de la facultad de mi madre murió intoxicado tras devorar un trozo de carne que había recogido en la calle. Sabía que aquella carne estaba podrida, pero tenía tanta hambre que decidió correr el riesgo.
Para entonces, mi madre se había convertido en presidenta del sindicato de estudiantes. Su control en el partido, Liang, le había dado instrucciones de que intentara atraerse las simpatías del resto de los profesores, y no sólo de los alumnos, y ella había emprendido una campaña destinada a recolectar dinero para los profesores. En compañía de otras muchachas, acudía a los cines y teatros, y allí, antes de que comenzara la función, exhortaba a los asistentes a realizar donaciones. También organizaron revistas musicales y rastrillos de venta, pero los beneficios fueron escasos… las personas que acudían eran demasiado pobres o demasiado mezquinas.
Un día se topó con una amiga suya, nieta de un general de brigada y casada con un oficial del Kuomintang. La amiga le contó que aquella noche iba a celebrarse un banquete para unos cincuenta oficiales -con sus respectivas esposas- en uno de los restaurantes más elegantes de la ciudad. En aquella época, los oficiales del Kuomintang llevaban una vida social sumamente activa. Mi madre corrió a la facultad y se puso en contacto con tanta gente como pudo. Les dijo que se reunieran a las cinco de la tarde en el lugar más emblemático de la ciudad: su torre de piedra de casi veinte metros de alto, construida en el siglo XI. Cuando llegó allí, a la cabeza de un nutrido contingente, había ya más de un centenar de muchachas aguardando sus órdenes. Mi madre les expuso su plan. A eso de las seis de la tarde vieron gran número de oficiales que llegaban en carruajes y rickshaws. Las mujeres iban ataviadas de punta en blanco, vestidas de seda y satén y cargadas de joyas que tintineaban a su paso.
Cuando mi madre calculó que los comensales ya se encontrarían en plena colación, ella y un grupo de muchachas desfilaron al interior del restaurante. La decadencia del Kuomintang había llegado a tales extremos que las medidas de seguridad se hallaban increíblemente relajadas. Mi madre se encaramó a una silla. Su sencilla túnica de algodón azul oscuro la convertía en la viva imagen de la austeridad frente a todas aquellas joyas y sedas bordadas. Pronunció un breve discurso acerca de la difícil situación en que se encontraban los profesores y finalizó con las siguientes palabras: «Todos sabemos que sois personas generosas. Sin duda, vosotros seréis los primeros en alegraros de tener esta ocasión de demostrarlo abriendo vuestros bolsillos.»
Los oficiales se encontraban en un apuro. Ninguno de ellos quería parecer mezquino. De hecho, puede decirse que se veían más o menos obligados a realizar un gesto de ostentación. Por otra parte, claro está, querían librarse de aquellas molestas intrusas. Las muchachas recorrieron las mesas repletas de manjares y anotaron la contribución de cada uno de los oficiales. A continuación, acudieron a los respectivos domicilios de éstos a primera hora de la mañana siguiente y recogieron el importe de sus compromisos. Los profesores se mostraron enormemente agradecidos a las muchachas, quienes les entregaron inmediatamente el dinero para que pudieran utilizarlo antes de que su valor se desplomara, o sea, en cuestión de horas.
No se tomaron represalias contra mi madre, quizá porque los comensales se sentían avergonzados por haberse dejado sorprender de aquella manera y no querían incrementar su ridículo… aunque, claro está, toda la ciudad se enteró inmediatamente del episodio. Mi madre había logrado con éxito invertir las reglas del juego en contra de ellos. La estupefacción que le había producido la extravagancia de la élite del Kuomintang frente al espectáculo de la gente que se moría de hambre en las calles había aumentado aún más su compromiso con los comunistas.
Del mismo modo que los alimentos constituían el principal problema en el interior de la ciudad, el campo sufría una dramática escasez de ropa, ya que el Kuomintang había prohibido la venta de tejidos al exterior. Una de las principales tareas de los guardas de las murallas, entre ellos Lealtad Pei-o, era evitar que la gente sacara telas de contrabando para vendérselas a los comunistas. Los contrabandistas eran una mezcla de especialistas en mercado negro, gente a sueldo de los funcionarios del Kuomintang y comunistas infiltrados.
El procedimiento habitual era que Lealtad y sus compañeros detuvieran los carros y confiscaran las telas. A continuación, dejaban en libertad al contrabandista con la esperanza de que al poco retornaría con otro cargamento del que pudieran también apropiarse. En ocasiones, acordaban con los contrabandistas un porcentaje destinado a sus bolsillos. Tanto si llegaban a un acuerdo como si no, los guardas vendían de todos modos las telas a las zonas controladas por los comunistas. Lealtad y sus colegas prosperaban cada vez más.
Una noche, un carromato sucio y anodino se detuvo frente al puesto de guardia de Lealtad. Éste representó su pantomima habitual, golpeando con un palo el fardo de telas cargado al fondo del vehículo en la esperanza de intimidar a su conductor y obtener un acuerdo lo más provechoso posible. Mientras calculaba el valor del cargamento y la tenacidad del carretero, confiaba también en distraerle lo bastante como para descubrir el nombre de su jefe a lo largo de la conversación. Lealtad no mostraba apresuramiento alguno, ya que se trataba de un envío considerable: más de lo que podía sacarse de la ciudad antes del amanecer.
Se sentó junto al conductor y le ordenó dar media vuelta y regresar al interior de la ciudad con el cargamento. El conductor, acostumbrado a recibir órdenes arbitrarias, hizo lo que se le ordenaba.
Mi abuela estaba en su cama, profundamente dormida, cuando oyó golpes en la puerta a eso de la una de la madrugada. Al abrir, se encontró frente a frente con Lealtad, quien le dijo que quería dejar el cargamento en la casa durante la noche. Mi abuela se vio obligada a aceptar, ya que la tradición china hace que sea prácticamente imposible decir «no» a un pariente. Las obligaciones para con la familia y los parientes siempre tienen prioridad sobre el juicio moral de cada uno. Al doctor Xia, que aún dormía, no le dijo nada.
Mucho antes de que amaneciera, Lealtad reapareció acompañado de dos carromatos; trasladó el cargamento a su interior y partió justamente cuando el alba comenzaba ya a teñir el cielo. Menos de media hora después, apareció un destacamento de policías armados que acordonaron la casa. El conductor del carromato -a sueldo de un departamento distinto del servicio de inteligencia- había informado a sus jefes y éstos, claro está, querían que les fuera devuelta su mercancía.
El doctor Xia y mi abuela hubieron de sufrir considerables molestias pero, al menos, el botín había desaparecido. Para mi madre, sin embargo, la redada representó casi una catástrofe. Conservaba algunos panfletos comunistas ocultos en la casa y, tan pronto como hizo su aparición la policía, se precipitó con ellos hacia el cuarto de baño. Una vez allí, los introdujo en sus pantalones, enguatados y anudados en los tobillos para conservar el calor, y se puso una gruesa chaqueta de invierno. A continuación, salió tan despreocupadamente como supo, fingiendo que se dirigía a la escuela. Los policías la detuvieron y anunciaron que iban a registrarla. Ella les gritó que contaría a su «tío» Zhu-ge cómo la habían tratado,