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Cuando mi padre regresó, le comunicaron que había sido nombrado jefe del Departamento de Asuntos Públicos de Jinzhou. Pocos días después, mi madre le llevó a conocer a su familia. Tan pronto como traspasó el umbral de la puerta, mi abuela le hizo el vacío, y cuando él intentó saludarla, se negó a responderle. Mi padre mostraba un aspecto oscuro y terriblemente demacrado como resultado de las penurias que había sufrido durante su época de guerrillero, y mi abuela estaba convencida de que debía de tener bastante más de cuarenta años y que, por ello, era imposible que no se hubiera casado anteriormente. El doctor Xia le trató cortésmente, pero con distante formalidad.

Mi padre no se quedó mucho rato. Cuando partió, mi abuela se deshizo en lágrimas. Ningún funcionario podía ser bueno, gritaba. Pero el doctor Xia había comprendido ya a través de la entrevista con mi padre y de las explicaciones de mi madre que los comunistas ejercían un control tan estrecho sobre sus miembros que un funcionario como mi padre no tendría posibilidad alguna de engañarles. Mi abuela se tranquilizó, pero sólo en parte: «Pero es de Sichuan. ¿Qué pueden saber de él los comunistas si procede de tan lejos?»

Se mantuvo firme en sus dudas y sus críticas, pero el resto de la familia se puso de parte de mi padre. El doctor Xia se llevaba muy bien con él, y ambos solían charlar durante horas. Yu-lin y su esposa también le apreciaban mucho. La mujer de Yu-lin provenía de una familia muy pobre. Su madre había sido obligada a contraer un matrimonio no deseado después de que su abuelo se la jugara a las cartas y perdiera. Su hermano había sido capturado en una redada de los japoneses y había sido condenado a realizar tres años de trabajos forzados que terminaron destruyéndole físicamente.

Desde el día en que contrajo matrimonio con Yu-lin había tenido que levantarse todos los días a las tres de la madrugada para preparar los distintos platos que exigía la complicada tradición manchú. Mi abuela dirigía la casa y, aunque en teoría eran miembros de la misma generación, la esposa de Yu-lin se sentía inferior debido a que tanto ella como su marido dependían de los Xia. Mi padre había sido la primera persona que se había esforzado por tratarla de igual a igual -lo que en China constituía una considerable ruptura con el pasado- y a menudo había regalado a la pareja entradas para el cine, entretenimiento que ambos adoraban. Era el primer funcionario que habían conocido que no se daba importancia, y la esposa de Yu-lin se hallaba convencida de que los comunistas traerían consigo importantes mejoras.

Menos de dos meses después de regresar de Harbin, mi madre y mi padre presentaron su solicitud. El matrimonio había sido tradicionalmente un contrato entre familias, y nunca había habido registros civiles ni certificados de boda. Ahora, para todos aquellos que «se habían unido a la Revolución», el Partido actuaba como cabeza de familia. Sus criterios se definían por medio de la fórmula «28-7-regimiento-l», lo que significaba que el hombre había de tener por lo menos veintiocho años de edad, haber sido miembro del Partido durante al menos siete años y poseer un rango equivalente al de jefe de regimiento. El «1» se refería al único requisito que debía poseer la mujer, esto es, haber trabajado para el Partido durante un período mínimo de un año. De acuerdo con el sistema chino de estimación de edad, según el cual se tiene un año en el momento de nacer, mi padre tenía veintiocho años; había sido miembro del Partido durante más de diez años y ocupaba una posición equivalente a la de jefe adjunto de división. Mi madre, por su parte, aunque no era miembro del Partido, logró que su labor en la clandestinidad se aceptara como equivalente al «1»; además, desde su regreso de Harbin había estado trabajando con dedicación absoluta para una organización llamada Federación de Mujeres que estaba encargada de los asuntos femeninos: a través de ella se supervisaban la liberación de las concubinas y el cierre de los burdeles y se movilizaba a las mujeres para que fabricaran calzado para el Ejército; asimismo, se organizaban su educación y su empleo, se les informaba de sus derechos y se aseguraba que no hubieran de contraer matrimonio en contra de sus deseos.

La Federación de Mujeres constituía ahora la «unidad de trabajo» -o danwei- de mi madre, una institución sometida por entero al control del Partido y a la que todas las ciudadanas de las zonas urbanas habían de pertenecer. En ella, al igual que en un ejército, se regulaban prácticamente todos los aspectos de la vida de las empleadas. Mi madre se suponía obligada a vivir en las instalaciones de la Federación y a obtener de ella autorización para contraer matrimonio. En el caso de mi padre, funcionario de rango, la Federación lo dejaba en manos del Comité del Partido para la Ciudad de Jinzhou. Dicho comité se apresuró a otorgar su consentimiento escrito, pero el rango de mi padre exigía asimismo la autorización del Comité Provincial del Partido para el Oeste de Liao-ning. Dando por sentado que no habría ningún problema, mis padres fijaron fecha para la boda el 4 de mayo, decimoctavo cumpleaños de la novia.

Al llegar el día indicado, mi madre recogió su colchoneta y su ropa y se dispuso a trasladarse a los apartamentos de mi padre. Vestía su túnica blanca favorita y una bufanda blanca de seda. Mi abuela estaba horrorizada. Resultaba del todo inusitado que una novia fuera caminando hasta la casa del novio. El hombre tenía que enviarle una silla de manos. El hecho de trasladarse a pie constituía un símbolo de que la mujer no tenía valor alguno para el hombre y que éste no la deseaba en realidad. «¿A quién le preocupan hoy esas tonterías?», dijo mi madre mientras ataba su colchoneta. Pero mi abuela se mostró aún más espantada ante la idea de que su hija no fuera a gozar de una magnífica boda tradicional. Desde el momento en que las niñas nacían, las madres comenzaban a guardar cosas para su ajuar. De acuerdo con la costumbre, el de mi madre incluía una docena de edredones forrados de satén, almohadones con patos mandarines bordados a mano, cortinas y un dosel decorado con el que cubrir una cama de cuatro columnas. Mi madre, sin embargo, consideraba las ceremonias tradicionales actos anticuados e innecesarios. Tanto ella como mi padre preferían evitar tal tipo de rituales, ya que pensaban que nada tenían que ver con sus sentimientos. El amor era lo único que importaba a aquellos dos revolucionarios.

Mi madre se trasladó a pie hasta la vivienda de mi padre llevando consigo su colchoneta. Éste, como todos los funcionarios, vivía en el mismo edificio en el que trabajaba, que en su caso era el del Comité Ciudadano del Partido. Los empleados vivían en hileras de bungalows dotados de puertas correderas y distribuidos en torno a un enorme patio. Al anochecer, cuando mi madre se encontraba arrodillada para quitarle las zapatillas a mi padre, llamaron con los nudillos a la puerta. Al abrirla vieron a un hombre que portaba un mensaje para mi padre del Comité Provincial del Partido. En él se decía que aún no podían contraer matrimonio. Tan sólo la fuerza con que apretó los labios dejó traslucir lo desdichada que se sintió mi madre al oír aquello. Se limitó a inclinar la cabeza, recogió su colchoneta en silencio y partió con un sencillo «Hasta luego». No hubo lágrimas ni escenas… ni tan siquiera muestras visibles de cólera. Aquel momento quedó grabado de un modo indeleble en la mente de mi padre. Cuando yo era niña, solía decirme: «Debías haber visto la elegancia de tu madre -y, a continuación-: ¡Cómo han cambiado los tiempos! ¡Tú no eres como tu madre! Tú no harías algo así: ¡arrodillarte para descalzar a un hombre!»

La causa del retraso había sido que el Comité Provincial sospechaba de mi madre a causa de sus conexiones familiares. La interrogaron a fondo acerca de cómo su familia había llegado a entrar en contacto con el servicio de inteligencia del Kuomintang. Le dijeron que tenía que ser completamente sincera, como si estuviera prestando declaración ante un tribunal.

Hubo de explicar por qué algunos oficiales del Kuomintang habían pretendido su mano, así como el motivo de su amistad con tantos miembros de la Liga Juvenil del Kuomintang. Señaló que sus amigos eran las personas más antijaponesas y con mayor conciencia social que conocía, y que cuando el Kuomintang había llegado a Jinzhou en 1945 lo habían contemplado como el Gobierno de China. Ella misma podría haberse unido a ellos, pero a los catorce años de edad era aún demasiado joven. De hecho, además, la mayor parte de sus amigos no habían tardado en pasarse a los comunistas.

El Partido se mostraba dividido: el Comité Ciudadano mantenía la opinión de que los amigos de mi madre habían actuado por motivos patrióticos; algunos de los líderes provinciales, sin embargo, contemplaban todo aquello con franca sospecha. Se solicitó a mi madre que «trazara una línea de separación» entre ella y sus amigos. «Trazar una línea» entre las personas constituía un mecanismo clave introducido por los comunistas para incrementar el abismo que existía entre aquellos que estaban «dentro» y los que se habían quedado «fuera». Nada -ni siquiera las relaciones personales- se dejaba al azar, ni se permitía tampoco que nada tuviera un proceso fluido. Si quería casarse, tendría que dejar de ver a sus amigos.

Sin embargo, lo más doloroso para mi madre era lo que le estaba ocurriendo a Hui-ge, el joven coronel del Kuomintang. Tan pronto como concluyó el asedio, y superado ya el regocijo inicial por la victoria de los comunistas, la primera inquietud de mi madre había sido comprobar si Hui-ge seguía bien. Atravesó corriendo las calles empapadas en sangre hasta llegar a la mansión de los Ji, pero allí no encontró nada: ni calle, ni casas… tan sólo un gigantesco montón de escombros. Hui-ge había desaparecido.