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La puerta chirrió a su espalda. Se volvió. La habitación estaba vacía. Y los vasos estaban vacíos, y la cantimplora estaba vacía, y dentro del pecho sentía un vacío como si le hubieran extirpado de allí algo grande y acostumbrado. Quizá un tumor. Quizá el corazón…

Y mientras se habituaba a esta sensación nueva, Andrei se acercó al lecho del coronel, retiró del clavo el correaje con la pistola, se lo ciñó con fuerza y se colocó la cartuchera a un lado del vientre.

—De recuerdo —le dijo en voz alta a la blanquísima almohada.

SEXTA PARTE

Final

El sol estaba en el cénit. El disco, cobrizo a causa del polvo, colgaba en el centro de un cielo sucio y blanquecino, mientras un aborto de sombra se retorcía y trataba de asomarse bajo las suelas de los zapatos, gris y difusa a veces, y de repente, como si reviviera, recuperaba su contorno y se llenaba de negrura, y entonces era particularmente monstruosa. Allí no había el menor rastro de un sendero, solo se veían elevaciones arcillosas de un amarillo grisáceo, cuarteadas, muertas, duras como piedra y desnudas hasta tal punto que resultaba incomprensible el origen de tal cantidad de polvo.

Gracias a Dios, se movían en la dirección del viento. En algún lugar muy lejos detrás de ellos, el aire había absorbido incontables toneladas de un polvo asqueroso y caldeado, y lo arrastraba con obtusa terquedad a lo largo de la cornisa calcinada por el sol que se extendía entre el barranco y la Pared Amarilla, lo levantaba hasta el mismo cielo formando una protuberancia giratoria, lo retorcía en un remolino flexible y elegante como un cuello de cisne, o simplemente lo empujaba como una ola y después, con súbita furia, lanzaba aquel polvo hiriente contra espaldas y cabellos, haciéndolo restallar contra nucas cubiertas de sudor, azotando brazos y orejas, metiéndolo en los bolsillos o por el cuello de la camisa.

Allí no había nada, hace tiempo que no había nada. Quizá nunca lo hubo. Sol, arcilla, viento. Y solo en ocasiones, girando y retorciéndose como un malabarista, pasaba rodando el espinoso esqueleto de un arbusto, arrancado de raíz quién sabe dónde, allá atrás. Solo polvo, polvo, polvo…

De vez en cuando la arcilla desaparecía bajo los pies y empezaba un espacio de piedra molida. Todo estaba recalentado, como en el infierno. De los remolinos de polvo asomaban, a derecha o a izquierda, enormes trozos de roca, canosos, como enharinados. El viento y el calor les daban rasgos extraños e inesperados, y lo temible era que aparecían y enseguida desaparecían como fantasmas, como si estuvieran jugando al escondite. La grava bajo los pies se hacía cada vez más grande, y de repente terminaba la piedra y volvía a aparecer la arcilla.

Las piedras se comportaban muy mal. Salían rodando de debajo de los pies, lograban clavarse en las suelas lo más profundo posible, atravesarlas, llegar hasta la carne. La arcilla tenía un comportamiento más aceptable, pero también hacía todo lo que podía. De repente se encabritaba, formando extrañas colinas calvas, creando inesperadas laderas, o se abría dejando paso a profundos desfiladeros de paredes abruptas, donde era imposible respirar a causa de un denso calor milenario. También hacía su juego, moviéndose y quedándose inmóvil de repente, metamorfoseándose según su pobre imaginación arcillosa. Allí todo jugaba según sus propias reglas. Y todas las reglas estaban en contra…

—¡Eh, Andrei! —llamó Izya, con voz ronca—. ¡Andriuja!

—¿Qué te pasa? —preguntó Andrei por encima del hombro y se detuvo.

El carrito, meneándose sobre sus ruedas en mal estado, siguió avanzando por inercia y lo golpeó debajo de las rodillas.

—¡Mira…! —Izya se había detenido a unos diez pasos detrás de él y señalaba algo con el brazo extendido.

—¿Qué es eso? —preguntó Andrei, sin mucho interés. Izya tiró de las riendas y, sin bajar la mano, arrastró su carrito hasta situarse junto a su amigo. Andrei lo miraba avanzar, andrajoso, con la barba hasta el pecho y la cabellera revuelta, gris por el polvo, enfundado en una chaqueta hecha jirones, a través de los cuales se podía ver un cuerpo velludo y empapado de sudor. La tela de los peales apenas le cubría las rodillas, a la bota derecha se le había separado la suela y dejaba ver unos dedos sucios, de uñas negras y partidas. Un corifeo del espíritu. Un sacerdote y apóstol del eterno templo de la cultura…

—¡Un peine! —pronunció Izya con solemnidad mientras se acercaba. El peine era de los baratos, de plástico, con varios dientes rotos; ni siquiera era un peine, sino los restos de un peine, y en el sitio por donde se había partido se podía distinguir el logotipo del fabricante, pero el plástico se había decolorado tras muchas décadas de calor solar y estaba muy corroído por los granos de polvo.

—Ahí lo tienes —dijo Andrei—. Y tú chillabas todo el tiempo que nadie antes de nosotros, nadie antes de nosotros…

—No he dicho eso nunca —dijo Izya, pacífico—. Sentémonos un momento, ¿está bien?

—De acuerdo —asintió Andrei sin el menor entusiasmo, y en ese mismo instante, sin quitarse los arreos. Izya se dejó caer en el suelo a su lado y se guardó el trozo de peine en el bolsillo superior.

Andrei puso su carrito perpendicular al viento, se quitó los arreos y se sentó, apoyando la espalda y la nuca contra los bidones calientes. Enseguida el viento aminoró, pero la arcilla implacable les quemaba las nalgas a través del tejido gastado.

—¿Dónde están tus depósitos? —dijo, despectivo—. Charlatán.

—Bus-ca, bus-ca —replicó Izya—. Deben de estar por ahí.

—Y eso, ¿a qué viene?

—Pues se trata de un chiste —explicó Izya, divertido—. Un comerciante fue a un burdel…

—¡Otra vez! —dijo Andrei—. Siempre lo mismo. No te cansas nunca, Katzman, por Dios…

—No puedo permitirme el cansancio —dijo Izya—. Debo estar listo a la primera oportunidad.

—Moriremos aquí —dijo Andrei.

—¡De eso nada! ¡Ni lo pienses, ni se te ocurra!

—No se me ocurre —respondió Andrei.

Era verdad. La idea de una muerte inevitable entonces le venía a la cabeza muy rara vez. Quién sabe por qué. Quizá porque la aguda sensación de estar irremisiblemente condenado se había embotado, o sería porque la carne estaba tan reseca y agotada que ya no gritaba ni gemía, solo susurraba en el umbral de lo audible. O pudiera ser que finalmente la cantidad se hubiera transformado en calidad y se hacía sentir la presencia constante de Izya con su indiferencia casi antinatural ante la muerte que no dejaba de merodear en torno a ellos, llegando hasta muy cerca y alejándose después, pero sin perderlos nunca de vista. Por una u otra razón, desde muchos días atrás, cuando Andrei se refería al final inevitable era solo para percibir una y otra vez que le era del todo indiferente.

—¿Qué dices? —preguntó.

—Digo que lo fundamental es que no temas morir aquí.

—Eso me lo has dicho cien veces. Hace tiempo que no lo temo, pero tú sigues insistiendo en eso.

—Está bien —dijo Izya, pacífico, y estiró las piernas—. ¿Con qué podría atarme la suela? —indagó, meditativo—. Dentro de muy poco se caerá.

—Corta el extremo de los arreos y átala. ¿Quieres la navaja?

—No importa —dijo Izya, finalmente mirándose los dedos que asomaban—. Cuando se caiga del todo, entonces… ¿Un traguito?

—¿Las manos se hielan, los pies se hielan? —dijo Andrei, y al instante se acordó del tío Yura. Le costaba trabajo acordarse de él, pertenecía a otra vida.

—¿No será hora de que nos echemos un buen trago al coleto? —replicó Izya con animación, mirando obsequioso a los ojos de Andrei.