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—No entiendo nada de eso —dijo Andrei—. Lo que cuentas es muy confuso. Es como una religión: el templo, el espíritu…

—Vaya, lo que faltaba —dijo Izya—, si no se trata de una botella de vodka o de una colchoneta de guata, tiene que ser una religión. ¿Por qué te pones tan recalcitrante? Tú mismo te cansaste de decirme que ya no sentías el suelo bajo tus pies, que estabas flotando en el espacio… Es verdad, estás flotando. Eso era lo que te debía pasar. Es lo que le pasa, al fin y al cabo, a toda persona que piense un poco. Pues yo te devuelvo el suelo. El más firme que puedas encontrar. Si quieres, puedes erguirte sobre los dos pies, si no, ¡vete a hacer puñetas! ¡Pero entonces no te quejes!

—No me estás dando un suelo —dijo Andrei—, sino una nube amorfa. Está bien. Digamos que he entendido todo lo relativo a tu templo. ¿Qué tiene que ver eso conmigo? No tengo cualidades para construir tu templo, digamos con honestidad que no soy un Homero. Pero tú, aunque sea, llevas el templo en el alma, no puedes vivir sin eso, yo lo veo, soy testigo de tus correrías por el mundo, eres como un cachorrillo, olfateas todo lo que te cae a mano, lo lames o lo muerdes. Veo cómo lees. Puedes pasarte leyendo las veinticuatro horas del día… y recuerdas todo lo que has leído. Yo no puedo. Me encanta leer, pero con medida. Me gusta oír música, claro que sí. ¡Pero no veinticuatro horas seguidas! Y mi memoria es de lo más corriente, no puedo enriquecerla con todos los tesoros que ha acumulado la humanidad. No podría, aunque me dedicara únicamente a eso. Me entra por un oído y me sale por el otro. Así que ¿para qué me sirve tu templo ahora?

—Tienes razón, claro —dijo Izya—. No te lo discuto. No todos tienen el don de percibir el templo. No discuto que sea patrimonio de una minoría, eso se debe a la naturaleza humana… Pero tú, escúchame. Ahora te cuento cómo concibo todo eso. El templo tiene constructores —Izya comenzó a contar doblando los dedos—. Son quienes lo erigen. A continuación, digamos, están… pfu, qué difícil es formularlo, solo me viene a la cabeza la terminología religiosa… Bueno, da lo mismo, están los sacerdotes. Son quienes lo llevan dentro de sí. Aquellos a través de cuyas almas crece, en cuyas almas existe… Y están los consumidores, cómo decirlo, los que se alimentan de él. Así tenemos que Pushkin era un constructor. Yo soy un sacerdote. Y tú eres un consumidor… ¡Y no hagas muecas, estúpido! ¡Eso es magnífico! El templo, sin consumidores, carecería de todo sentido humano. Tú, ignorante, ¡piensa qué suerte has tenido! Se necesitan muchos, muchísimos años de adoctrinamiento especial, de lavado de cerebro, y complicadísimos sistemas de engaño, para incitarte a ti, un consumidor, a que destruyas el templo. ¡Y a la persona que eres ahora sería imposible empujarla a eso, quizá solo bajo amenaza de muerte! Piensa un momento, saco de chinches, la gente como tú también constituye una ínfima minoría. A la mayoría de los seres humanos basta con hacerles un guiño, darles permiso, y correrán divertidos a destruir edificios, a quemar… ¡eso ya ha ocurrido, y más de una vez! Y volverá a ocurrir, en más de una ocasión. ¡Y tú te quejas! Y si fuera posible formular la pregunta de qué objetivo tiene el templo, la respuesta solo sería una, la única: ¡el templo es para ti…!

»¡Andriuja! —lo llamó Izya, con un tono repelente, bien conocido—. ¿Bebemos un poco?

Se hallaban en la cima de una elevación bastante grande. A la izquierda, donde estaba el abismo, todo se veía cubierto por una densa capa de polvo que volaba enloquecido, pero a la derecha había aclarado quién sabe por qué, y se veía la Pared Amarilla, pero no como dentro de la Ciudad, pareja y lisa, sino llena de enormes pliegues y arrugas, como la corteza de un árbol monstruoso. Delante, más abajo, comenzaba un suelo blanco de piedra, liso como una mesa: no se trataba de gravilla sino de un bloque único de roca, un monolito interminable que se extendía hasta donde llegaba la vista. Sobre él, a medio kilómetro de la elevación, oscilaban dos remolinos raquíticos, uno amarillo y el otro negro…

—Esto es algo nuevo —dijo Andrei, entrecerrando los ojos—. Fíjate, todo piedra…

—¿Cómo? Sí, es verdad… Oye, bebamos aunque sea un vasito, ya son las cuatro…

—Bien —aceptó Andrei—. Pero antes, bajemos.

Descendieron de la elevación, se liberaron de los arreos, y Andrei sacó de su carrito el bidón recalentado, que se enredó primero en la correa del fusil automático, y después con el saco que contenía los restos de pan seco, pero Andrei logró sacarla. La apretó entre las rodillas y la abrió. Izya se movía a su lado, preparado, con una taza de plástico en cada mano.

—Saca la sal —dijo Andrei.

Izya dejó de moverse de inmediato.

—Olvídate de eso —dijo, quejumbroso—. ¿Para qué? Bebámosla así mismo…

—Sin la sal, no te la daré —repuso Andrei, cansado.

—Entonces, hagamos lo siguiente —dijo Izya, inspirado por una nueva idea. Había dejado las tazas sobre la piedra y buscaba en su carrito—. Primero me como la sal, y después me bebo el agua…

—Dios mío —dijo Andrei, asombrado—. Está bien, como quieras.

Sirvió dos medias tazas de agua caliente que olía a metal, y tomó el paquetito de sal que le tendía Izya.

—Saca la lengua —dijo.

Puso una pizca de sal sobre la gruesa lengua de su compañero y lo observó torcer el gesto y tragar con dificultad, mientras tendía ansioso la mano hacia la taza. Después, echó un poco de sal a su taza de agua y se dedicó a bebérsela, a sorbitos, como si fuera una medicina, sin sentir ningún placer.

—¡Qué bien! —dijo Izya, con un graznido—. Pero es poco, ¿verdad?

Andrei asintió. El agua bebida brotó enseguida por los poros convertida en sudor, y en la boca todo quedó como antes, sin el menor alivio. Levantó el bidón, estimando cuánto quedaba. Para un par de días, con toda seguridad, y después…

«Y después, si aparece algo… —se dijo con rabia—. El Experimento es el Experimento. No lo dejan a uno vivir, pero tampoco morir.» Echó una mirada a la meseta blanca, hirviente de calor, que se extendía delante de ellos, se mordió el labio seco y se dedicó a guardar el bidón en el carrito. Izya volvió a agacharse para vendarse de nuevo el zapato.

—¿Sabes una cosa? —dijo, resoplando—. Es un lugar verdaderamente extraño. No recuerdo nada por el estilo. —Miró al sol, cubriéndose con una mano—. En el cénit. Sin dudas, está en el cénit. Algo va a ocurrir… ¡Pero tira esa lata, no pierdas el tiempo con ella!

—Sin esta lata —le recordó Andrei mientras metía con cuidado el fusil automático junto al bidón, no hubiéramos podido recoger huesos detrás del Pabellón.

—¡Sí, detrás del Pabellón! —objetó Izya—. Desde ese momento llevamos andando más de cuatro semanas, y no hemos visto ni siquiera una mosca.

—Está bien, pero no la llevas tú. Vámonos.

La meseta de piedra resultó ser asombrosamente lisa. Los carritos rodaban como por una carretera asfaltada, solo se oía el chirrido de las ruedas. Pero el calor era más terrible aún. La piedra blanca devolvía la radiación solar, y no había la menor salvación para los ojos. Las suelas quemaban como si caminaran descalzos, pero por extraño que fuera, el polvo no disminuía.

«Si no perecemos aquí —pensó Andrei—, viviremos eternamente. —Caminaba mirando a través de los párpados casi juntos, y después cerró los ojos del todo. Sintió cierto alivio—. Seguiré así —decidió—. Y abriré los ojos, digamos, cada veinte pasos. O cada treinta… Echaré un vistazo y seguiré caminando…»