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Recordó el sótano de la Torre, estaba recubierto de una piedra blanca muy parecida. Pero allí estaba fresco y en penumbra, y a lo largo de las paredes se erguían muchas cajas de cartón grueso, llenas de artículos de ferretería, guardados allí quién sabe por qué razón. Había tornillos, clavos, pernos de todos los tamaños, latas con colas y pinturas, botellas con lacas de diversos colores, herramientas de mecánica y carpintería, cojinetes de bolas envueltos en papeles grasientos… No hallaron nada de comer, pero en un rincón había un pedazo de cañería que salía de la pared, y de ella caía, fluyendo y desapareciendo bajo el suelo, un delgado chorrito de agua fría e increíblemente sabrosa.

—En tu sistema todo está bien —decía Andrei, poniendo la taza bajo el chorrito por vigésima vez—. Solo hay una cosa que no me gusta. No me gusta que clasifiquen a las personas en importantes y no importantes.

Eso no es correcto. Es una vileza. Ahí está el templo, y a su alrededor deambula sin sentido una manada de bueyes. «¡El hombre es un almilla que carga un cadáver!» No importa que sea así. De todos modos, es incorrecto. Hay que cambiar todo eso…

—¿Y acaso te he dicho que no sea necesario? —dijo Izya, con una sacudida—. Claro que sería excelente cambiar eso. Pero ¿cómo? Hasta el momento, todos los intentos de transformar esa situación, de igualar a la humanidad, de poner a todos al mismo nivel para que todo fuera más correcto y justo, terminaron con la aniquilación del templo para que no se destacara y cortando las cabezas que sobresalían por encima del nivel general. Ya está. Y sobre el campo nivelado comenzó a brotar, muy, muy rápido, como un tumor cerebral, la hedionda pirámide de una nueva élite política, más asquerosa que la anterior… Y no sé si sabes que, por ahora, no se ha inventado otra manera de hacerlo. Por supuesto, todos esos excesos no pudieron cambiar la historia y no fueron capaces de aniquilar el templo hasta los cimientos, pero cortaron innumerables cabezas brillantes.

—Lo sé —dijo Andrei—, pero es lo mismo. Sigue siendo una canallada. Toda élite es una vileza.

—¡Pues perdóname! —objetó Izya—. Si hubieras dicho que toda élite que domine los destinos y la vida de otras personas es una vileza, yo hubiera estado de acuerdo contigo. Pero una élite en sí, una élite para sí, ¿qué daño hace? Irrita, sí, ¡hasta la ira, hasta el frenesí! Aunque ese es su cometido, irritar es una de sus funciones. Y la igualdad total es como una ciénaga absoluta, el estancamiento. Hay que darle gracias a la madre naturaleza por no permitir la existencia de la igualdad total. Entiéndeme bien, Andrei, no propongo un sistema para reconstruir el mundo. No conozco semejante sistema y no creo que exista. Se han probado demasiados sistemas diferentes y todo ha permanecido, en general, igual. Solo propongo el objetivo de la existencia, bueno, ni siquiera propongo eso, me has enredado. Descubrí ese objetivo dentro de mí y para mí, es el objetivo de mi existencia, ¿entiendes? De la mía y de otros semejantes… Solo hablo de eso contigo, y lo hago únicamente ahora porque me das lástima, veo que has madurado, que has quemado todo lo que hasta ayer venerabas y no sabes qué venerar ahora. Y tú no puedes vivir sin venerar algo, eso lo mamaste con la leche materna, la absoluta necesidad de venerar algo o a alguien. Te metieron en la cabeza para siempre que si no existe una idea por la que valga la pena morir, entonces no vale la pena vivir. Pero las personas como tú, cuando llegan a la comprensión final, son capaces de hacer cosas terribles. O se pegan un tiro en la cabeza, o se vuelven unos canallas sobrenaturales, convencidos, de principios, canallas desinteresados, ¿me entiendes? O, peor aún, empiezan a vengarse del mundo por ser como es en la realidad, y por no corresponder a un cierto ideal predestinado. A propósito, la idea del templo es buena, además, por el hecho de que está contraindicado morir por él. Por él hay que vivir. Vivir cada día, con todas tus fuerzas, a tope.

—Sí, seguro —repuso Andrei—. Seguro que es así. ¡Pero, de todas maneras, sigo sin aceptar esa idea…!

Andrei se detuvo y tiró con fuerza de la manga de Izya, que abrió los ojos de repente.

—¿Qué? —preguntó asustado—. ¿Qué pasa?

—Calla —masculló Andrei entre dientes.

Había algo delante. Algo se desplazaba, no giraba formando un remolino, no se extendía por encima de la piedra, sino que se movía a través de todo eso. Y avanzaba hacia ellos.

—¡Son personas! —pronunció Izya, fascinado—. ¡Son personas, Andrei, personas!

—Calla, animal —le susurró Andrei.

Él mismo ya había caído en cuenta de que se trataba de personas. O de una persona… No, al parecer eran dos. Se detuvieron. Seguramente, los habían visto. De nuevo, el maldito polvo no dejaba ver nada.

—¡Ahí lo tienes! —dijo Izya, con solemne fascinación—. Y te quejabas, decías que moriríamos…

Andrei se quitó los arreos y retrocedió hasta su carrito, sin perder de vista aquellas sombras difusas. Demonios, ¿cuántos son? ¿Y a qué distancia están? ¿A cien metros? ¿O más cerca? Palpó el carrito, buscando el fusil automático, lo encontró y manipuló el cerrojo.

—Desplaza el carrito y tiéndete detrás. Me cubres, en caso de… Le dio el fusil a Izya y, sin volverse, comenzó a avanzar, con la mano sobre la cartuchera. Apenas se veía algo.

«Me va a pegar un tiro —pensó—. Izya me va a dar un balazo en la nuca.»

Ya podía distinguir que uno de los otros se dirigía a su encuentro, una silueta borrosa, larguirucha, envuelta en un torbellino de polvo. ¿Estaba armado o no? «Ahí tienes la Anticiudad. ¿Quién lo hubiera imaginado? Ay, no me gusta dónde lleva la mano.» Andrei abrió la cartuchera con cuidado y aferró la culata. El dedo pulgar fue a parar al seguro. Nada, aquello terminaría bien. Debía terminar bien. Lo fundamental era no hacer movimientos bruscos.

Empezó a sacar la pistola de la funda. El arma se enganchó en algo. Sintió miedo. Tiró con más fuerza, después con todas sus fuerzas. Vio con toda claridad el movimiento brusco del hombre que iba a su encuentro (corpulento, harapiento, exhausto, con una sucia barba que le llegaba hasta los ojos)… «Es idiota», pensó, mientras apretaba el gatillo. Hubo un disparo, vio la chispa del disparo del otro, le pareció oír el grito de Izya… Sintió un golpe en el pecho y el sol se apagó de inmediato…

—Pues, sí, Andrei —pronunció la voz del Preceptor con cierta solemnidad—. Acabas de recorrer el primer círculo.

La bombilla ardía bajo la pantalla de vidrio verde de la lámpara, y en el círculo de luz había un número reciente del diario Leningradskaia Pravda, con un gran titular: EL AMOR DE LOS LENINGRADENSES HACIA EL CAMARADA STALIN NO TIENE LÍMITES. En una estantería, a su espalda, se oía el murmullo de un aparato de radio. En la cocina, la madre hablaba con una vecina y se oía ruido de platos. Olía a pescado frito. Al otro lado de la ventana, en el patio central, varios niños pequeños jugaban al escondite dando gritos y chillidos. Por el ventanuco abierto entraba un aire húmedo, primaveral. Un minuto antes, todo aquello había sido muy diferente de este momento, más cotidiano, más habitual. Algo sin futuro. Más exactamente, algo separado del futuro.

Andrei miró el diario con indiferencia.

—¿El primero? —preguntó—. ¿Y por qué el primero?

—Porque todavía hay muchos por delante —pronunció la voz del Preceptor.

Entonces Andrei se levantó, tratando de no mirar hacia el lugar de donde provenía la voz, y recostó el hombro sobre el armario junto a la ventana. El agujero del patio, débilmente iluminado por los rectángulos amarillos de las ventanas, estaba debajo y encima de él, y ascendía hasta algún lugar muy arriba, y en el cielo, ahora totalmente oscuro, se veía la estrella Vega. Le resultaba totalmente imposible abandonar todo eso, pero también le era imposible (¡muchísimo más!) quedarse allí. Entonces. Después de todo aquello.