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—¿El caso del Edificio? Querido amigo, mi altruismo no llega tan lejos. Del caso del Edificio ocúpate tú mismo, como…

—Ajá —dijo Andrei, en tono serio y decidido—. Yo mismo… A propósito —recordó—, ¿qué caso es ese, el de las Estrellas Fugaces? El nombre me suena, pero no tengo la menor idea de qué se trata, ni de qué son esas estrellas.

—Hay un caso con ese nombre —dijo Fritz con la frente llena de arrugas, mirando a Andrei con curiosidad—. No me digas que te lo han asignado. Entonces, estás acabado. Lo lleva Chachua. Algo totalmente sin esperanzas.

—No —dijo Andrei, suspirando—. Nadie me lo ha asignado. Sencillamente, el jefe me aconsejó que le echara un vistazo. ¿No se tratará de una serie de asesinatos rituales?

—No, no se trata de eso. Aunque quién sabe. Es un caso que se prolonga hace varios años, amigo. De vez en cuando, aparecen al pie de la Pared cuerpos totalmente destrozados de personas que obviamente han caído desde gran altura, quizá de la Pared…

—¿Cómo que de la Pared? —se asombró Andrei—. ¿Acaso es posible treparse allá arriba? Pero si es totalmente lisa… ¿Y con qué fin? Si no se ve la cima.

—¡Ese es el misterio! Primero se pensó que allá arriba también había una ciudad parecida a la nuestra, y que nos tiraban a la gente desde allí, de la misma manera que aquí los pueden tirar al barranco. Pero en dos ocasiones se logró identificar los cuerpos. Resultó que eran habitantes de la ciudad. Nadie entiende cómo subieron allá arriba. Por el momento, lo único que queda es suponer que se trata de alpinistas desesperados que intentaban escapar de la ciudad escalando… Mas, por otra parte… En general, es un caso muy oscuro. Si quieres conocer mi opinión, es un caso en punto muerto. Bueno, tengo que irme.

—Gracias. Buena suerte —dijo Andrei, y Fritz se marchó.

Andrei fue a sentarse en su sillón, retiró todas las carpetas menos la del caso del Edificio y las guardó en la caja fuerte. Permaneció sentado un rato, con la cabeza apoyada en las manos. Después, tomó el teléfono, marcó el número de su casa y esperó. Como siempre, nadie respondió durante largo rato, después levantaron el auricular.

—¿Aa-ló? —contestó una voz de bajo, obviamente ebria. Andrei no respondió, se limitó a apretar el auricular contra el oído—. ¿Aló, aló? —mugía la voz ebria, después calló y solo se oía una respiración jadeante y la lejana voz de Selma, que cantaba una triste tonada de las que había traído el tío Yura:

Levántate, levántate, Katia, los navíos han llegado. Dos de ellos son azules, el otro es color índigo…

Andrei colgó el teléfono, se estiró y se frotó las mejillas.

—Ramera de mierda —masculló con amargura—, es incorregible. —Abrió la carpeta.

El caso del Edificio había sido incoado aún en los tiempos en que Andrei era basurero y no sabía, ni quería saber nada, de los rincones oscuros de la ciudad. Todo había comenzado cuando en los sectores 16, 18 y 32 comenzó a desaparecer gente de forma sistemática. Desaparecían sin dejar huella, y no se podía descubrir nada sistemático en aquellas desapariciones, ninguna regularidad, ningún sentido. Ole Svensson, cuarenta y tres años, trabajador de la fábrica de papel, salió por la tarde a comprar pan y no regresó, nunca llegó a la panadería. Stefan Ciwulski, veinticinco años, policía, desapareció una madrugada de su puesto en la esquina de la calle Mayor con la calle del Diamante, fue hallado su cinturón, pero nada más, ninguna huella. Monica Lerier, cincuenta y cinco años, modista, sacó a pasear a su perro antes de dormir, el perro regresó sano y salvo, pero la modista desapareció. Y etcétera, etcétera, hasta contar más de cuarenta desapariciones.

Con bastante rapidez aparecieron testigos que aseguraban que las personas desaparecidas habían entrado la víspera en un determinado edificio, que según las descripciones era el mismo en todos los casos, pero lo extraño era que los diferentes testigos ofrecían una localización diferente del edificio. Josif Humboldt, sesenta y tres años, peluquero, en presencia de su conocido Leo Paltus, entró en un edificio de tres plantas, de ladrillo rojo, situado en la esquina de la Segunda Derecha con el callejón Piedra Gris, y desde ese momento nadie volvió a verlo. Cierto Theodor Buch declaró que Semion Zajodko, treinta y dos años, granjero, que desapareció posteriormente, entró en un edificio de las mismas características, pero situado en la Tercera Izquierda, no lejos de la catedral católica. David Mkrtchian narró cómo se tropezó en el callejón del Adobe con su antiguo compañero de trabajo. Ray Dodd, cuarenta y un años, limpiador de letrinas: estuvieron un rato conversando, hablando de la cosecha, de asuntos familiares y otros temas neutrales, y a continuación Dodd había dicho: «Aguarda un momento, tengo que ir a un sitio, salgo enseguida. Si no estoy aquí en cinco minutos, vete, quiere decir que me he liado…». Entró en un edificio de ladrillo rojo con ventanas cubiertas de lechada. Mkrtchian lo esperó quince minutos, y después siguió su camino; Ray Dodd desapareció para siempre, sin dejar huella.

El edificio de ladrillo rojo aparecía en las declaraciones de todos los testigos. Unos aseguraban que tenía tres plantas, otros que cuatro. Unos prestaban atención a ventanas cubiertas de lechada, otros a ventanas tapadas por un enrejado. Y no había dos testigos que coincidieran en la ubicación del edificio.

Por la ciudad corrían rumores. En las colas de la leche, en las peluquerías, en diferentes locales, corría de boca en boca, en un murmullo siniestro, la leyenda nuevecita, recién estrenada, del Edificio Rojo que vagaba por la ciudad, se acomodaba en alguna parte entre los edificios de siempre y, con las horribles fauces abiertas, al acecho, esperaba la llegada de gente que no estuviera al tanto. Aparecieron amigos de parientes de conocidos que habían logrado salvarse, huyendo de las insaciables entrañas de ladrillo. Contaban cosas horrorosas y, como prueba, enseñaban cicatrices y fracturas acontecidas al saltar del segundo, del tercero y hasta del cuarto piso. Según todos aquellos rumores y leyendas, el edificio por dentro estaba vacío, allí no acechaban asaltantes, psicópatas sádicos ni enormes sanguijuelas velludas. Pero las tripas de piedra de los pasillos se cerraban de repente y aplastaban a su presa: bajo los pies surgían negros abismos que lanzaban un gélido hedor a cementerio: fuerzas desconocidas empujaban a las personas por pasos y túneles oscuros, cada vez más estrechos, hasta que quedaban atrapadas, empotradas en la última grieta entre las piedras, mientras en recintos vacíos con paredes descascaradas, entre pedazos de revoque caídos del techo, se pudrían huesos destrozados que asomaban de trapos endurecidos por la sangre seca…

Al principio, el caso llegó a despertar el interés de Andrei. Señaló en el mapa de la ciudad los lugares donde habían visto el Edificio, intentando hallar alguna regularidad en la ubicación de las cruces, revisó los sitios indicados en múltiples ocasiones, y cada vez, en el lugar donde habían visto el Edificio, encontró un jardín abandonado, un solar yermo entre dos edificaciones, o un edificio de vivienda común y corriente que no guardaba relación alguna con misterios ni enigmas.

Preocupaba el hecho de que el Edificio nunca había sido visto a la luz del día: también era preocupante que más de la mitad de los testigos, al ver el Edificio, se encontraban en estado de embriaguez más o menos pronunciado: en cada declaración aparecían contradicciones menores, pero al parecer indispensables: y lo más preocupante de todo era lo absurdo de todo aquello y su total falta de sentido.

Con respecto a esto, Izya Katzman llegó a la conclusión de que una ciudad de un millón de habitantes, carente de una ideología sistemática, debía crear sin falta unos mitos propios. Eso parecía convincente, pero la gente desaparecía de veras. Por supuesto, no era difícil perderse en la ciudad. Bastaba con tirar a una persona por el precipicio y en ese caso nadie volvería a saber de ella. Sin embargo, ¿por qué razón tendría alguien que tirar por el precipicio a peluqueros, modistas y tenderos? Gente sin dinero, sin reputación, prácticamente sin enemigos. En cierta ocasión, Kensi expresó la suposición lógica de que el Edificio Rojo, si existía de veras, sería con toda seguridad un elemento del Experimento, por lo que no tenía sentido buscarle una explicación: el Experimento era el Experimento. A fin de cuentas, Andrei se agarró a ese punto de vista. Había muchísimo trabajo que hacer, el expediente del Edificio tenía ya más de mil cuartillas, y Andrei lo escondió en el fondo de la caja fuerte. Lo sacaba solo de vez en cuando, para graparle una nueva declaración de algún testigo.