»Ni yo tampoco —pensó Andrei—. Tampoco volví a verlo. Hubo dos cartas, una a mamá, la otra a mí. Y la notificación: “Su hijo, Serguei Mijailovich Voronin cayó con honor durante el cumplimiento de una misión encomendada por el mando”. Eso fue en Corea. Bajo el cielo rosáceo de Corea, donde el gran estratega por primera vez probó sus fuerzas combatiendo contra el imperialismo norteamericano. Allí llevó a cabo su grandiosa partida, y allí se quedó Serguei con su colección completa de órdenes de la Gloria…
»No quiero —se dijo Andrei—. No quiero seguir jugando. Quizá deba ser así, quizá no se pueda evitar la partida. Es lo más probable. Pero yo no puedo. No sé. Y ni siquiera quiero aprender. Pues nada —pensó con amargura—. Eso solo quiere decir que soy un mal soldado. O, más exactamente, solo soy un soldado. Nada más que eso. Uno de los que no puede pensar y por eso debe obedecer ciegamente. Y no soy un colaborador, no soy un aliado del gran estratega, sino un tornillo mínimo en su máquina colosal, y mi lugar no está tras el tablero de su partida incomprensible, sino junto a Van, al tío Yura, a Selma. Soy un pequeño astrónomo de mediano talento, y si pudiera probar que existe una relación entre los pares expandidos y los flujos de Schealt, eso significaría muchísimo para mí. Pero con respecto a las grandes decisiones y los grandes logros…»
Y en ese momento se acordó de que ya no era un astrónomo, que era juez de instrucción de la fiscalía, que había logrado un éxito considerable: con ayuda de agentes especialmente preparados y de una metodología de investigación muy particular, había encontrado aquel misterioso Edificio Rojo, había logrado entrar en él y desentrañar sus siniestros secretos, creando los antecedentes que permitirían eliminar con éxito aquel fenómeno maligno…
Se incorporó apoyándose en las manos y bajó al peldaño inferior.
«Si regreso al tablero no lograré salir del Edificio. Me tragará. Eso está claro, ya se ha tragado a muchos, hay declaraciones de los testigos al respecto. Pero el problema no es solo ese. Debo retornar a mi despacho y desentrañar todo esto. Ese es mi deber. Es lo que tengo que hacer ahora. Todo lo demás es solo un espejismo…»
Bajó otros dos peldaños. Había que liberarse del espejismo y volver al trabajo. Allí nada era casual. Allí todo estaba muy bien pensado. Se trataba de una monstruosa ilusión, organizada por provocadores que intentaban destruir la fe en la victoria total, corroer los conceptos de la moral y el deber. Y no era una casualidad que, a un lado del Edificio, estuviera aquel cine asqueroso, llamado «Nueva Ilusión». ¡Nueva! En la pornografía no hay nada nuevo, pero el cine se denominaba nuevo. ¡Todo estaba claro! ¿Y qué había al otro lado? Una sinagoga…
Bajó rápidamente las escaleras y llego a una puerta con el letrero de «Salida». Al poner la mano en el picaporte, al comenzar a empujar la puerta, al vencer la resistencia del muelle que chirriaba, se dio cuenta de repente de lo que había de común en todas aquellas miradas que le dirigieran allá arriba. Un reproche. Sabían que no volvería. Él mismo no se había dado cuenta de ello, pero lo sabían sin sombra de duda…
Salió presuroso a la calle, se llenó ansioso los pulmones de aire húmedo y nebuloso, y con el corazón rebosante de felicidad vio que allí todo seguía iguaclass="underline" la neblina cubría la calle Mayor a la derecha y a la izquierda, y frente a él, al otro lado de la calle, estaba la moto con sidecar y su chofer, el policía, dormido del todo, con la cabeza metida en el cuello del capote.
«El gordo duerme —pensó, con cierta ternura—, está agotado.» Y en ese momento, una voz dentro de él pronunció muy alto: «¡Tiempo!», y Andrei, con un gemido, se echó a llorar de desesperación al recordar entonces la regla más terrible del juego, una regla pensada especialmente contra los llorones intelectuales y bienpensantes: el que interrumpe la partida se rinde; el que se rinde, pierde todas sus piezas.
—¡Nooooo! —gritó mientras se volvía en busca del picaporte de cobre. Pero ya era tarde. El Edificio se retiraba. Retrocedía y se perdía lentamente en la niebla reinante entre las paredes de la sinagoga y el cine Nueva Ilusión. Se retiraba, susurrando, chirriando, haciendo sonar los cristales de las ventanas y crujir las vigas. De la azotea cayó una teja que se rompió al golpear un banco de piedra.
Andrei empujaba con todas sus fuerzas el picaporte, pero parecía haberse soldado con la madera de la puerta: el Edificio se movía cada vez más rápido, y Andrei corría, casi colgado de él como de un tren que se aleja. Empujaba y tiraba del picaporte: de pronto tropezó con algo, cayó y sus dedos engarrotados soltaron la lisa superficie de cobre, algo crujió en su cabeza pero él seguía viendo cómo el Edificio retrocedía, apagando las ventanas sobre la marcha. Dobló tras la pared amarilla de la sinagoga, desapareció, apareció de nuevo como si echara un vistazo con las dos últimas ventanas iluminadas, pero se apagaron y se hizo la oscuridad.
TRES
Estaba sentado en el banco, ante la desabrida fuente de cemento, y apretaba el pañuelo humedecido, tibio ya, contra un enorme chichón sobre el ojo derecho. Había perdido el sentido y le dolía la cabeza con tanta fuerza que temía haberse fracturado el cráneo; le ardían las rodillas despellejadas y se le había dormido el codo herido, que sin embargo daba señales de que se haría sentir en un futuro inmediato. A propósito, quién sabe si todo aquello era lo mejor que podía ocurrir. De esa manera, lo sucedido adquiría los rasgos bien definidos de la más brutal realidad. No había ningún Edificio, no había ningún estratega ni un charco oscuro bajo la mesa, no había ajedrez ni tampoco traición, solamente un hombre vagando en la oscuridad que se había quedado traspuesto, había tropezado y había caído al otro lado de la barrera de cemento para ir a parar a la estúpida fuente, golpeándose con fuerza contra el fondo su cabeza de idiota y el resto del cuerpo.
Andrei entendía perfectamente que, en realidad, nada era tan sencillo, pero le resultaba agradable pensar que quizá fuera solo un delirio, que había tropezado y se había caído; en ese caso todo era divertido y al menos cómodo.
«Qué hago ahora —pensó, con la cabeza llena de brumas—. He encontrado el Edificio, estuve dentro, lo vi todo con mis propios ojos… ¿Y qué más? No me llenéis la cabeza, no llenéis esta cabeza mía tan grande con discursos vacíos sobre rumores, mitos y toda esa propaganda. Eso, en primer lugar. No me llenéis la cabeza… Pero, perdón, creo que era yo el que le llenaba la cabeza a todos. Hay que poner en libertad a ese… cómo se llama… el de la flauta. Me gustaría saber si esa Ela suya también jugaba al ajedrez. Maldita sea, cómo me duele la cabeza…»
El pañuelo estaba totalmente tibio. Andrei caminó con dificultad hacia la fuente, se inclinó sobre la barandilla y metió el pañuelo bajo el chorro helado. Dentro del chichón alguien pugnaba con furia por salir fuera. Eso sí es un mito. Y además, un espejismo… Exprimió el pañuelo, volvió a apretarlo contra el sitio lastimado y miró al otro lado de la calle. El gordo seguía durmiendo.
«Maldita bola de sebo —pensó Andrei con furia—. Está en horario de servicio. ¿Para qué te he traído conmigo? ¿Acaso te he traído aquí para que te pongas a roncar? Hubieran podido matarme cien veces… Claro, y este cerdo, después de dormir a gusto, hubiera ido mañana a la fiscalía y, como si nada, hubiera informado: el señor juez de instrucción entró anoche al Edificio Rojo y no volvió a salir.»