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—Bocadillos —le aclaró Donald.

—No entiendo nada.

—Hubo una explicación. «Debido a los casos, cada vez más frecuentes, de policías asaltados por gángsteres con el fin de robarles el arma…», etcétera.

Andrei apoyó los pies con todas sus fuerzas para no saltar sobre el asiento en cada bache y meditó durante un tiempo. El camino de adoquines se había terminado.

—Creo que es una idiotez total —dijo, finalmente—. ¿Qué opina usted?

—Lo mismo —respondió Donald mientras con una mano encendía trabajosamente un cigarrillo.

—¿Y lo dice con esa tranquilidad?

—Ya me he preocupado todo lo que me iba a preocupar. Es una explicación muy antigua, anterior a su llegada.

Andrei se rascó la coronilla y arrugó el rostro. Quién sabe, quizá aquella explicación tuviera algún sentido. A fin de cuentas, un policía solitario era una excelente carnada para aquellos miserables. Si se retiraban las armas, había que retirárselas a todos. Y por supuesto, el problema no se reducía a aquella estúpida explicación, sino a que había poca policía y escasa actividad policial; sería necesario organizar una buena redada y barrer toda aquella porquería de un golpe. Hacer que la población participara.

«Yo, por ejemplo, tomaría parte… Hay que escribirle al alcalde.» A continuación, sus pensamientos tomaron otro camino.

—Oiga, Don, usted es sociólogo. Por supuesto, yo considero que la sociología no es una ciencia, ya se lo expliqué, ni siquiera un método. Pero está claro que usted sabe mucho, muchísimo más que yo. Explíqueme entonces: ¿de dónde ha salido toda esa porquería que vive en nuestra ciudad? ¿Cómo han llegado hasta aquí asesinos, violadores, ladronzuelos? ¿Acaso los Preceptores no sabían a quién invitaban a venir?

—Seguramente lo sabían —respondió Donald con indiferencia, mientras pasaba a toda velocidad sobre una zanja horrorosa, llena de agua negra.

—Y, entonces, ¿con qué objetivo…?

—No se nace ladrón. Uno se convierte en ladrón. Además, ya lo ha oído: «¿Cómo podemos saber qué necesita el Experimento? El Experimento es eso, un experimento…». —Donald calló un momento—. El fútbol es el fútboclass="underline" balón redondo, terreno de juego rectangular, que gane el mejor…

Las farolas se terminaron, la parte residencial de la ciudad había quedado atrás. Entonces, a los lados del camino en mal estado, había una hilera de ruinas abandonadas: restos de columnatas absurdas hundidas en cimientos pésimos, paredes apuntaladas con agujeros en lugar de ventanas, arbustos espinosos, montones de leños podridos, ortigas y malas hierbas, arbolitos escuálidos, semiasfixiados por las lianas entre montones de ladrillos ennegrecidos. Y después aparecía de nuevo, delante, un resplandor nebuloso. Donald giró a la derecha, dejó espacio a un camión vacío que venía a su encuentro, derrapó en las roderas profundas, llenas de fango, y finalmente frenó a pocos centímetros de los faros rojos del último camión de basura de la cola. Apagó el motor y miró el reloj. Andrei también miró el suyo. Eran casi las cuatro y media.

—Estaremos parados una hora —dijo Andrei, animado—. Vamos a ver quién tenemos ahí delante.

Otro vehículo se aproximó por detrás y se detuvo.

—Vaya solo —dijo Donald, se reclinó en el asiento y se cubrió el rostro con el sombrero.

Entonces Andrei también se reclinó, apartó el alambre del asiento y encendió un cigarrillo. Delante, la descarga avanzaba a toda máquina. Se oían los chirridos de las tapas de los bidones.

—Ocho… diez… —gritaba la voz aguda del controlados.

En un poste se balanceaba una bombilla de mil vatios, cubierta por un plato de hojalata.

—¿Adónde vas, hijo de perra? —se oyó gritar de repente—. ¡Ve para atrás!

—¡Tú, bestia ciega! ¿Quieres que te rompa los dientes?

A la izquierda y a la derecha se alzaban montañas de desperdicios que se habían adherido entre sí formando una masa densa, y el vientecillo nocturno difundía un horrible hedor.

—¡Hola, cargamierdas! —tronó de pronto una voz conocida junto al oído—. ¿Cómo va el gran Experimento?

Se trataba de Izya Katzman en tamaño naturaclass="underline" despeinado, gordo, desaliñado y, como siempre, rebosante de una repelente alegría de vivir.

—¿Lo habéis oído? Dicen que existe un proyecto para la solución final del problema del delito. ¡Eliminarán la policía! En su lugar, por la noche soltarán a la calle a los locos. Será el final de bandidos y gamberros, ¡solo a un loco se le ocurrirá salir de noche a la calle!

—No tiene gracia —dijo Andrei con sequedad.

—¿Que no tiene gracia? —Izya trepó al estribo y metió la cabeza en la cabina—. ¡Todo lo contrario! ¡Tiene muchísima gracia! No habrá más gastos adicionales. Y por la mañana, los conserjes serán los encargados de llevar de vuelta a los locos a sus lugares de residencia…

—Por esa razón, a los conserjes se les dará una ración adicional, consistente en un litro de vodka —prosiguió Andrei y eso divirtió mucho a Izya, que se puso a reír con extraños sonidos guturales, a mugir y a manotear en el aire.

De repente. Donald soltó un taco en voz baja, abrió su portezuela y desapareció de un salto en la oscuridad. Al momento, Izya dejó de reírse.

—¿Qué le ocurre? —preguntó, inquieto.

—No lo sé —respondió Andrei, sombrío—. Seguramente le has dado ganas de vomitar. Lleva varios días así.

—¿De verdad? —Izya miró por encima de la cabina en la dirección por la que Donald había desaparecido—. Qué lástima. Es un buen hombre. Pero no acaba de adaptarse.

—¿Y quién puede adaptarse?

—Yo estoy adaptado. Tú también. Van está adaptado… Hace poco. Donald estaba molesto, preguntaba por qué había que hacer cola para descargar la basura. Se quejaba de que hubiera un controlador, quería saber qué era lo que controlaba.

—Y tenía razón. En realidad, es una idiotez supina.

—Pero eso no te pone nervioso —objetó Izya—. Tú entiendes perfectamente que el controlador no se gobierna a sí mismo. Lo pusieron a controlar y él controla. Pero como no le alcanza el tiempo para controlar, se forma una cola, eso lo entendemos todos. Y la cola tiene sus reglas… —Izya gruñó y salpicó nuevamente—. Por supuesto, si Donald ocupara el lugar de los jefes, construiría aquí un camino decente, con entradas para descargar la basura, y mandaría al controlador, ese león imponente, a trabajar como policía, para que se dedicara a cazar bandidos. O con los granjeros, a la primera línea…

—¿Y qué? —pronunció Andrei, impaciente.

—¡Cómo que y qué! Donald no es uno de los jefes.

—¿Y por qué los jefes actúan así?

—¿Y qué les importa eso? —gritó Izya con alegría—. ¡Piénsalo! ¿Se recoge la basura? ¡Se recoge! ¿Se controla la descarga? ¡Se controla! ¿Sistemáticamente? ¡Sistemáticamente! Cuando termina el mes, se presenta un informe: se han recogido tantos bidones de mierda más que el mes pasado. El ministro está satisfecho, el alcalde está satisfecho, todos están satisfechos y si Donald no está satisfecho, nadie lo obligó a venir aquí, lo hizo de manera voluntaria.

El camión delantero soltó una nube de humo grisáceo y adelantó unos quince metros. Andrei ocupó de un salto el asiento tras el volante y miró por la ventanilla. No se veía a Donald por ninguna parte. Entonces, encendió el motor con cierta aprensión y avanzó lentamente. En el corto trayecto, el motor se le caló tres veces, Izya caminaba a su lado, estremeciéndose cada vez que el vehículo comenzaba a corcovear. Después se puso a contar algo sobre la Biblia, pero Andrei lo oía mal, estaba cubierto de sudor a causa de la tensión.