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«Un salón… Diablos, algo parecido a un dormitorio… ¿Dónde estará el retrete? Ah, ahí…»

Después, ya más tranquilo a pesar de que el dolor de vientre no había desaparecido del todo, cubierto totalmente de un sudor frío y pegajoso, se abotonó los pantalones en la oscuridad y volvió a sacar la linterna del bolsillo. El Mudo seguía allí, con el hombro recostado en un armario de una altura infinita, con las manos blancas metidas bajo el ancho cinturón.

—¿De centinela? —le preguntó Andrei, distraído y bonachón—. Bien, vigila para que no aparezca nadie y me reviente la cabeza, ¿qué ibas a hacer entonces?

Se descubrió pensando que había adquirido la costumbre de conversar con aquel extraño hombre como si se tratara de un perro enorme, y la idea le produjo incomodidad. Amistoso, palmeó el hombro frío y desnudo del Mudo y siguió recorriendo el piso sin prisa, alumbrando con la linterna a izquierda y derecha. Detrás, sin acercarse ni alejarse, se oían los pasos suaves del Mudo.

Aquel piso era todavía más lujoso. Multitud de habitaciones llenas de pesados muebles antiguos, enormes lámparas de techo, gigantescos cuadros ennegrecidos en marcos como los de un museo. Pero casi todos los muebles estaban rotos: les habían arrancado los brazos a los sillones, las sillas yacían sin patas ni respaldos, las puertas de los armarios estaban arrancadas.

«Habrán cogido los muebles para la calefacción —pensó Andrei—. ¿Con semejante calor? Qué raro…»

En general, la casa era un poco extraña, no resultaba difícil entender a los soldados. Algunos pisos estaban abiertos de par en par, totalmente vacíos, no quedaba nada que no fueran paredes desnudas. Otros pisos estaban cerrados por dentro, a veces con los muebles formando barricadas, y si se lograba forzar la entrada, allí había huesos humanos por el suelo. Lo mismo ocurría en otros edificios cercanos, y se podía suponer que encontrarían lo mismo en los demás edificios de aquella manzana.

Aquello no guardaba la menor relación con nada conocido y ni siquiera Izya Katzman había logrado aventurar una explicación lógica de la razón que había hecho huir a unos habitantes de aquellos edificios, llevándose consigo todo lo que fueron capaces de cargar, libros incluso, mientras que otros se habían atrincherado en sus viviendas para morir allí, al parecer de hambre y sed. O quizá de frío: en algunos pisos habían encontrado lastimeras imitaciones de estufas, en otros habían encendido fuego directamente sobre el suelo o sobre planchas de hierro oxidado, seguramente arrancadas de las azoteas.

—¿Entiendes qué ha ocurrido aquí? —le preguntó Andrei al Mudo.

El hombre negó lentamente con la cabeza.

—¿Habías estado aquí alguna vez?

El Mudo asintió.

—Entonces, ¿vivía gente aquí?

No, fue el gesto del Mudo.

—Entendido… —masculló Andrei, intentando descifrar el contenido de un cuadro ennegrecido. Al parecer, era algo así como un retrato. Una mujer…

—¿Es un lugar peligroso? —preguntó.

El Mudo lo miró con ojos que se habían quedado inmóviles.

—¿Entiendes la pregunta?

Sí.

—¿Puedes responder?

No.

—Bueno, gracias de todos modos —dijo Andrei, pensativo—. Entonces, puede que no sea nada. Está bien, volvamos a casa.

Volvieron al segundo piso. El Mudo permaneció en su rincón y Andrei fue a su habitación. El coreano Pak lo estaba esperando y conversaba con Izya. Al ver a Andrei, calló y se levantó a su encuentro.

—Siéntese, señor Pak —dijo Andrei y él mismo tomó asiento.

Tras una vacilación momentánea. Pak se dejó caer con cuidado en una silla y descansó las manos sobre las rodillas. Su rostro amarillento estaba tranquilo, sus ojos soñolientos y húmedos brillaban a través de las ranuras de sus párpados hinchados. Siempre le había caído bien a Andrei, tenía algo indefinible que lo hacía parecerse a Kaneko, o quizá fuera solo porque siempre estaba arreglado, dispuesto, era amistoso con todos pero sin tomarse ninguna confianza, hombre de pocas palabras pero cortés y educado, siempre independiente, siempre se mantenía a cierta distancia… O quizá fuera porque precisamente había sido Pak quien pusiera fin a aquella absurda escaramuza en el kilómetro trescientos cuarenta: en lo más nutrido del tiroteo, salió de las ruinas, levantó una mano abierta y, sin prisa, echó a andar hacia los disparos…

—¿Lo han despertado, señor Pak? —preguntó Andrei.

—No, señor consejero. No me he acostado todavía.

—¿Le duele el estómago?

—No más que a los demás.

—Pero, seguramente, no menos… —apuntó Andrei—. ¿Y los pies, qué tal?

—Mejor que los demás.

—Muy bien —dijo Andrei—. ¿Y cómo se siente en general? ¿Está muy cansado?

—Estoy bien, gracias, señor consejero.

—Muy bien —repitió—. La razón por la que lo molesto, señor Pak, es la siguiente: mañana tendremos una parada larga. Pero pasado mañana tengo la intención de llevar a cabo un pequeño reconocimiento con un grupo especial de personas. Avanzar unos cincuenta o setenta kilómetros. Tenemos que hallar agua, señor Pak. Seguramente nos desplazaremos sin impedimenta, pero rápido.

—Lo entiendo, señor consejero —dijo Pak—. Pido autorización para unirme al grupo.

—Muchas gracias. Aunque no era eso lo que quería pedirle. Saldremos pasado mañana, a las seis de la mañana. Recibirá agua y raciones con el sargento. ¿De acuerdo? Pero lo que me preocupa… ¿Qué cree, seremos capaces de hallar agua aquí?

—Creo que sí —dijo Pak—. He oído algo sobre esta región. En algún lugar de aquí hay un manantial. Según los rumores, en alguna época fue un manantial muy potente. Seguro que ahora tiene menos caudal. Pero es posible que baste para nuestro destacamento. Hay que buscarlo.

—¿Y sería posible que se hubiera secado del todo?

—Es posible, pero muy poco probable —dijo Pak con un gesto de negación—. Nunca he oído que un manantial se seque completamente. El caudal de agua puede disminuir, de forma considerable incluso, pero al parecer los manantiales no se secan del todo.

—Hasta ahora no he encontrado nada de utilidad en los documentos —dijo Izya—. El suministro de agua a la ciudad venía del acueducto, pero este acueducto ahora está seco como… no sé como qué.

Pak no dijo nada al respecto.

—¿Y qué ha oído usted sobre esta región? —le preguntó Andrei.

—Diversas cosas, más o menos terribles —dijo Pak—. Algunas son pura invención. Pero las otras… —Se encogió de hombros.

—¿Por ejemplo? —preguntó, apacible.

—Pues todo lo que le he contado antes, señor consejero. Por ejemplo, según los rumores, no muy lejos de aquí se encuentra la Ciudad de los Ferrocéfalos. Sin embargo, no he logrado entender quiénes son esos ferrocéfalos. Además, la Catarata de Sangre, aunque creo que está muy lejos. Seguramente se trata de un torrente que arrastra un mineral de color rojo. En cualquier caso, allí habrá agua suficiente. Hay leyendas sobre animales parlantes, pero eso está en el límite de lo posible. Y creo que no tiene sentido hablar de lo que está más allá de ese límite… Bueno, el Experimento es el Experimento.

—Seguramente estará harto de estos interrogatorios —dijo Andrei, sonriendo—. Me imagino lo aburrido que estará de repetirles lo mismo a todos por vigésima vez. Pero, por favor, perdónenos, señor Pak. Usted es el que más sabe de todos nosotros.

—Por desgracia, lo que sé es muy poco —dijo con sequedad Pak, volviendo a encogerse de hombros—. La mayor parte de los rumores no se han podido contrastar. Y, por el contrario, vemos muchas cosas que nunca antes oí mentar. Y, con respecto a los interrogatorios, señor consejero, ¿no le parece a usted que la tropa está demasiado bien informada en lo que de rumores se trata? Yo respondo personalmente a las preguntas solo cuando converso con alguien de la plana mayor. Considero incorrecto, señor consejero, que los soldados y otros trabajadores de filas estén al tanto de todos esos rumores. Es dañino para la moral.