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—Estoy totalmente de acuerdo con usted —dijo Andrei, tratando de no apartar la vista—. Y, en todo caso, yo preferiría que hubiera más rumores sobre ríos de leche y miel con orillas de merengue.

—Sí —asintió Pak—. Por eso, cuando los soldados me preguntan, intento eludir los temas desagradables y siempre insisto en la leyenda del Palacio de Cristal… Es verdad que, en los últimos tiempos, ya no quieren oír hablar de eso. Todos tienen mucho miedo y quieren volver a casa.

—¿Y usted también? —preguntó Andrei, compasivo.

—Yo no tengo casa —respondió Pak con tranquilidad. Su rostro era impenetrable y sus ojos casi se cerraban de sueño.

—Ajá… —Los dedos de Andrei tamborilearon sobre la mesa—. Pues, nada, señor Pak. De nuevo le doy las gracias. Le ruego que descanse. Buenas noches. —Siguió con la mirada la espalda del hombre, enfundada en un traje de sarga descolorida, esperó a que se cerrara la puerta y se volvió hacia Izya—. De todos modos, quisiera saber con qué fin se unió a nosotros.

—¿Cómo que con qué fin? —se inquietó Izya—. Ellos no podían organizar la exploración y por eso se inscribieron contigo como voluntarios.

—¿Y con qué objetivo necesitaban esa exploración?

—Pues, querido mío, no a todos les gusta el reino de Geiger de la misma manera que a ti. Antes, no querían vivir bajo el mandato del señor alcalde, ¿eso no te asombra? Y ahora, no quieren vivir bajo el poder del presidente. Quieren vivir por su cuenta, ¿entiendes?

—Entiendo —dijo Andrei—. Pero, en mi opinión, nadie pretende impedirles que vivan por su cuenta.

—Sí, en tu opinión —replicó Izya—. Pero tú no eres el presidente.

Andrei metió la mano en la caja metálica, sacó una cantimplora con alcohol y comenzó a desenroscar la tapa.

—¿Acaso crees que Geiger tolerará la existencia de una fuerte colonia armada hasta los dientes junto a la Ciudad? Doscientos hombres veteranos, con gran experiencia de combate, solo a trescientos kilómetros de la Casa de Vidrio… Claro que no lo tolerará. Eso significa que tendrán que marcharse más lejos, al norte. ¿Y adónde?

Andrei salpicó un poco de alcohol en las manos y las frotó con todas sus fuerzas.

—Estoy harto de tanta suciedad —masculló, con asco—. No te lo puedes imaginar.

—Sí, la suciedad… —dijo Izya, distraído—. No es nada agradable. Dime, ¿por qué molestas constantemente a Pak? ¿Qué pecado ha cometido? Lo conozco desde hace mucho tiempo, casi desde el primer día. Es un hombre muy culto, muy honrado. ¿Por qué te metes con él? La única manera de explicar esos infinitos interrogatorios de jesuita es a causa de tu odio zoológico contra los intelectuales. Si tienes la urgente necesidad de saber quién difunde los rumores, pregúntale a tus informantes, que Pak no tiene nada que ver…

—No tengo informantes —replicó Andrei con frialdad. Ambos callaron.

—¿Ponemos las cartas sobre la mesa? —dijo al rato, para su sorpresa.

—¿De veras? —replicó Izya, ansioso.

—Pues te diré qué pasa, querido amigo. En los últimos tiempos tengo la impresión de que alguien intenta poner fin a nuestra expedición. Ponerle fin definitivamente, ¿entiendes? No se trata de que nos demos la vuelta y regresemos a casa, sino de liquidarnos. Aniquilarnos. Hacernos desaparecer sin dejar huella, ¿entiendes?

—¡Qué dices, hermano! —exclamó Izya, y sus dedos se hundieron en la barba, buscando la verruga.

—¡Sí, sí! Y me paso todo el tiempo intentando averiguar quién se beneficiaría de eso. Resulta que el único que se beneficia es tu Pak. ¡Calla! ¡Déjame hablar! Si desaparecemos sin dejar huella, Geiger no se enterará de nada, ni siquiera de la existencia de la colonia… Y no se decidirá a organizar una segunda expedición en mucho tiempo. Entonces, ellos no tendrán que irse al norte, ni abandonar la zona que habitan. Esas son mis deducciones.

—Creo que te has vuelto loco —dijo Izya—. ¿De dónde has sacado esa impresión? Si se trata de que nos demos la vuelta y regresemos, no necesitas tener ninguna impresión. Todos quieren regresar. Pero ¿de dónde sacas eso de que quieren eliminarnos?

—¡No lo sé! —dijo Andrei—. Te digo que se trata de una impresión que tengo. —Calló un instante—. En todo caso, creo que mi decisión de llevarme a Pak pasado mañana es correcta. Si yo no estoy, no tiene nada que hacer en el campamento.

—¿Y qué tiene que ver él en todo esto? —gritó Izya—. ¡Pon a trabajar esa cabeza tonta! Digamos que nos aniquilan, ¿y qué más? ¿Ochocientos kilómetros a pie? ¿Por un sitio sin agua?

—¡Y qué sé yo! —replicó Andrei, molesto—. Quizá sepa conducir un tractor.

—También puedes sospechar de la Lagarta —sugirió Izya—. Como en ese cuento… Sí, el cuento del zar Dodón… La reina de Shemaján.

—Humm, sí, la Lagarta… —repitió Andrei, pensativo—. Otra que bien baila. Y el Mudo ese… ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Por qué me sigue a todas partes como un perro? Hasta cuando voy al retrete… Por cierto, no sé si sabes que él ya ha estado en este sitio.

—¡Has hecho un gran descubrimiento! —dijo Izya, con menosprecio—. De eso me di cuenta hace tiempo. Esos sin lengua vienen del norte.

—¿Es posible que les hayan cortado la lengua aquí? —dijo Andrei, bajando la voz.

—Oye, bebamos un trago —dijo Izya mirándolo.

—No hay con qué diluirlo.

—Entonces, ¿quieres que te traiga a la Lagarta?

—Vete a la mierda… —Andrei se levantó con la frente llena de arrugas y moviendo el pie lastimado dentro del zapato—. Bien, voy a ver cómo andan las cosas. —Se dio una palmada en la funda vacía—. ¿Tienes pistola?

—Sí, la tengo en alguna parte. ¿Por qué?

—Por nada. Me voy.

Mientras salía al pasillo, sacó la linterna del bolsillo. El Mudo se levantó a su encuentro. A la derecha, hacia el fondo del piso, a través de una puerta entreabierta, le llegó el sonido de una conversación. Andrei se detuvo un instante.

—¡En El Cairo, Dagan, en El Cairo! —decía el coronel con insistencia—. Ahora veo que lo ha olvidado todo, Dagan. El vigésimo primer regimiento de tiradores de Yorkshire, comandado en aquel entonces por el viejo Bill, el quinto barón de Stratford.

—Le pido mil perdones, señor coronel —objetaba Dagan con respeto—. Podemos acudir a los diarios del señor coronel.

—¡No necesito ningún diario, Dagan! Ocúpese de su pistola. Además, me ofreció leerme algo antes de dormir.

Andrei salió al descansillo de la escalera y chocó con Ellizauer como quien choca con un poste telegráfico. El hombre fumaba, encorvado, con el trasero recostado en los pasamanos metálicos.

—¿El último antes de dormir? —preguntó Andrei.

—Exactamente, señor consejero. Enseguida me voy a dormir.

—Vaya, vaya —le dijo Andrei, siguiendo de largo—. Cómo se dice: más se duerme, menos se peca.

Ellizauer soltó una risita respetuosa.

«Qué tío más alto —pensó Andrei—. Si en tres días no logras terminar la reparación, yo mismo te unciré al remolque.»

Los expedicionarios de grado inferior ocupaban el piso de abajo (aunque subían a los de arriba para hacer sus necesidades). Allí no se oía ninguna conversación: al parecer todos, o casi todos, dormían ya. A través de las puertas de los pisos, abiertas de par en par para que hubiera corriente de aire, se escuchaban ronquidos, chasquidos, balbuceos y toses de fumadores.